Como una metáfora de la locura en la que se encontraba inmersa Egipto, el Director de ‘Clash’, Mohamed Diab. encierra en un furgón policial a partidarios de Morsi, a seguidores de la revolución de Tharir y a seguidores de Mubarak y al-Sisi.
Por Angelo Nero | 27/12/2023
En 2011, parece increíble que solo haya pasado una década, se abría una profunda crisis política en Egipto, contagiada por la revolución del Jazmín tunecina, -que en enero de ese año propició el derrocamiento del dictador Ben Alí, después de veinticinco años en el poder-, y que prendería la mecha que incendiaría todo el Magreb y Oriente Medio, en lo que se dio a conocer como la Primavera Árabe. En menos de veinte días de manifestaciones y revueltas, con su epicentro en la icónica plaza Tahrir, y con un especial protagonismo de los jóvenes, forzaron la dimisión de su presidente, Hosrni Mubarak, que llevaba también treinta años aferrado al poder.
Desde todos los medios de comunicación occidentales intentaron dibujarnos un panorama que no se ajustaba a la realidad, como si esto abriera las puertas a la transición hacia una democracia que pudiera ser homologada con las europeas, pero solo un profundo desconocimiento de la realidad egipcia podía hacer un análisis así, ya que, además del oficialista Partido Nacional Democrático –que había fundado Anwar el-Sadat y que pertenecía a la Internacional Socialista-, que actuaba, en la práctica, como partido único, solo había otra organización que pudiese disputarle el poder: los Hermanos Musulmanes.
En julio de 2011 se celebraron las primeras elecciones libres en Egipto, después de treinta años de farsas electorales, y el resultado no podía haber sido otro, el nuevo presidente sería Mohamed Morsi, el único elegido democráticamente en la historia del país, un ingeniero que había sido profesor en la Universidad de California, y que presidía el Partido Libertad y Justicia, fundado en abril de ese mismo año para dar cobertura al movimiento de los Hermanos Musulmanes. El margen de su victoria fue bastante estrecho, ganó con un 52% de los votos frente Ahmed Shafik, que logró el 48% y representaba al PND y a la continuidad del régimen de Mubarak.
Mientras el resto del mundo árabe se incendiaba, Morsi intentó poner en marcha una progresiva influencia del islam en la sociedad egipcia, a la vez que lanzaba mensajes de tolerancia con las comunidades no musulmanas del país, como la copta, pero no logró hacerse con el sector más poderoso de Egipto: el ejército. En noviembre de 2012 estallaron nuevas protestas contra su gobierno islamista, y, cuando se cumplían dos años de las primeras manifestaciones contra Mubarak, en junio de 2013, los sectores del pueblo descontentos con el nuevo gobierno, volvieron a ocupar la plaza Tharir, millones de personas salieron a las calles en todo el país, mientras los Hermanos Musulmanes organizaban también manifestaciones de apoyo a Morsi.
Finalmente, el primero de julio de 2013, el jefe de las fuerzas armadas, Abdul Fatah al-Sisi, dio un golpe de estado, deteniendo al presidente Morsi y asumiendo el poder, iniciando una auténtica cacería de los militantes islamistas que llegaría hasta nuestros días. La revolución egipcia, si en algún momento había merecido ese nombre, había sido liquidada por el antiguo director de la inteligencia militar de Mubarak, con lo que Egipto parecía regresar a la casilla de salida.
Sin este largo preámbulo es difícil entender las tensiones desatadas en el interior del furgón policial donde transcurre, prácticamente, todo el metraje de la película de Mohamed Diab, situada en esos convulsos días del golpe de estado de al-Sisi, cuando todavía no estaba claro quien se mantendría en el poder, y las calles estaban llenas de manifestaciones de un signo y del contrario, con una fuerte represión policial que llenó las cárceles de militantes de los Hermanos Musulmanes y causó miles de víctimas.
Como una metáfora de la locura en la que se encontraba inmersa el país, Diab encierra en un furgón policial a partidarios de Morsi, a seguidores de la revolución de Tharir y a seguidores de Mubarak y al-Sisi, todos compartiendo un mismo y claustrofóbico destino, lleno de angustia, incertidumbres, penalidades y situaciones en las que son embargados por la ira o por la vergüenza, todo ante la mirada de dos periodistas, también detenidos cuando cubrían las manifestaciones callejeras. El conflicto entre ellos se desata continuamente, pero también tienen que unirse cuando la amenaza exterior no hace distinciones entre uno y otro bando, cuando le llueven las piedras, los disparos o los botes de humo.
El furgón policial, como todo el país, parece un barco a la deriva, sin nadie que lo conduzca o, cuando lo hace, es con un rumbo errático, alternando momentos de gran tensión y violencia desatada, con otros en los que nos muestra el lado más humano de los protagonistas que, al fin y al cabo, tienen las mismas preocupaciones, la incertidumbre de ignorar la suerte de los suyos, o del desenlace que depende de quien se haga con el control de las calles y, por lo tanto, con ese furgón que ni tan siquiera tiene un destino fijado. El largo día y la noche más larga, en el interior de esa prisión con ruedas da pie a que surjan las disputas ideológicas, a veces violentas, pero también momentos para la solidaridad, para las dudas o para el heroísmo, con la añoranza, también en algún momento de la película, de los buenos tiempos en los que compartían una causa común, en la plaza de Tharir, en las protestas que derivaron en la caída de Mubarak.
Notable es la visión de la cámara en el reducido espacio del interior del furgón, pero también lo es la visión desde las ventanas laterales y la puerta que los comunica con las calles donde se está produciendo una verdadera guerra entre los manifestantes y las fuerzas policiales, mediante la cual Mohamed Diab nos ofrece una serie de retratos de un país que, después de la esperanza de la revolución, se precipitaba por un abismo en el que, hoy en día sigue sumido.
El rais Abdel Fattah al-Sisi ha sumido al país en una espiral de represión, no solo de los Hermanos Musulmanes, que siguen llenando las cárceles, a la vez que se ha tenido que enfrentar con un grupo islámico más radical, Willat Sinaí, afiliado al Daesh, que ha dado golpes muy duros a las fuerzas regulares, a pesar del apoyo logístico a estas de EEUU e Israel. Con una economía colapsada y un endeudamiento público inasumible, con las cifras de contagio por covid 19 más altas del continente, y sin una estrategia para combatir la expansión de la pandemia, la población, como en 2011 y 2013, ha vuelto a ocupar las calles, desafiando la durísima represión del régimen, la cárcel, la tortura y las ejecuciones sumarias. Parece que Egipto sigue viajando en ese furgón policial que nos dibuja Mohamed Diab, directo hacia un nuevo abismo.
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