Sociedad de Licántropos

Frente a la solidaridad, la cooperación o la empatía, que generan riqueza económica, parece haberse impuesto la ‘competitividad’, que, cuando desborda los márgenes del control social y se torna ‘codicia’, nos empobrece a todos.

Por Ricard Bellera, sindicalista y periodista

En una reciente publicación de Arias & Costas (Laberintos de la Prosperidad), hay un dato en el que conviene detenerse. Nos dicen los autores que se calcula que hoy hay más de 8.000 millones de objetos interconectados en el mundo. Si tenemos en cuenta la población mundial (7.900 millones) nos encontraríamos por tanto en la antesala de un histórico ‘sorpasso’, en el que pasaría a ser superior el número de objetos que el de sujetos conectados. Esto plantea una sugerente cuestión: ¿Es posible que cuanto más se conectan los objetos, más nos desconectemos como seres humanos? La alarmante pérdida de empatía a la que asistimos estos días así parece indicarlo. También la mermada cohesión social, o la polarización de una vida política que, en el plano doméstico e internacional, se construye cada vez más en base a miedos, conjeturas y agravios.

Será por la desolación que trasladan estos tiempos tan desapacibles, pero la cuestión anterior nos conduce inevitablemente a la siguiente: ¿Podría ser que cuanto más sofisticada es nuestra tecnología, más insensibles y precarios nos tornemos como seres humanos? La brutalidad de la guerra; en Ucrania, en Siria, en Yemen, que hace tan evidente el contraste entre la tecnología de última generación y la ancestral miseria a la que ésta condena a la población, así nos lo sugiere. También la codicia insaciable que inspira el mundo de los ‘negocios’ que, mediante relucientes circuitos impresos y fastuosos algoritmos, conjura la alquimia que supuestamente convierte el dinero en más dinero, pero a su paso transforma el trabajo en residuo financiero.

El economista británico John Maynard Keynes distinguió algunos de estos impulsos como ‘espíritus animales’, en palabras del autor

un resorte espontáneo que impulsa la acción de preferencia a la quietud, y no como consecuencia de un promedio ponderado de los beneficios cuantitativos multiplicados por las probabilidades cuantitativas.

El planteamiento distingue por tanto entre el hombre, al que se le presupone una racionalidad económica, y el animal, que tiene su móvil en la búsqueda del placer o de la satisfacción inmediata. Y sin embargo en esa ‘animalidad’ hay una desviación profundamente ‘humana’, porque ningún animal se plantea perjudicar a su especie o destruir su hábitat. Este déficit en el género humano, sería compensado por la organización social o política, y la solidaridad, entendida como inteligencia colectiva, que sería precisamente la ‘conexión’ que estamos perdiendo.

Frente a la solidaridad, la cooperación o la empatía, que generan riqueza económica, parece haberse impuesto la ‘competitividad’, que, cuando desborda los márgenes del control social y se torna ‘codicia’, nos empobrece a todos. Pesa en ello la ortodoxia que externaliza al mercado la racionalidad que se le presupone al ser humano. Así la mano invisible, que en teoría garantiza la riqueza colectiva cediendo la iniciativa al interés del individuo, al primer lugar al que se dirige es a nuestra cartera, entendida como las condiciones que garantizan nuestra emancipación, bienestar y riqueza. Lo vemos en el dedo que aprieta disimuladamente la balanza cuando pesa la mercancía, en la precarización del trabajo al precio de reducir el poder de compra, o en la entelequia del mercado de futuros, que materializa la especulación en la cuenta de resultados de unos pocos actores y empresas.

La degradación política y económica a la que asistimos día a día, y que se torna amenaza civilizatoria con la incipiente militarización geopolítica, nos obliga a plantear una ampliación estratégica de la doble transición que hemos consensuado. Más allá de gobernar la digitalización y de favorecer la sostenibilidad ecológica, falta un tercer elemento que es el de la transición socioeconómica a un modelo, integrador y justo en lo global, que recupere la conexión entre las personas. Precisa de una cuestión tan depauperada pero humana como el debate ideológico. De la asunción de un modelo que recupere consenso, esperanza y certezas. Al fin y al cabo, son también las ideas las que nos distinguen como especie. La alternativa es que quedemos expuestos a sufrir aquello que no es animal ni tampoco humano, eso es, una sociedad de licántropos.

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