Sin noticias del Yemen

el conflicto ha dejado al borde de la hambruna a 14 millones de yemenís, prácticamente la mitad de su población, y organizaciones como Save the Childen estiman que han muerto 85.000 niños

Por Angelo Nero

Yemen es uno de los países más pobres del mundo y, uno de esos lugares que, a pesar de llevar más de cuatro años soportando una guerra (que ya no puede calificarse como civil, a no ser que la contemos por número de víctimas), sigue sin ocupar las páginas de internacional de nuestros periódicos (las portadas, a no ser que muera algún español en el conflicto ya ni las imaginamos), pese a que, según las Naciones Unidas, el conflicto ha dejado al borde de la hambruna a 14 millones de yemenís, prácticamente la mitad de su población, y organizaciones como Save the Childen estiman que han muerto 85.000 niños, menores de cinco años, de malnutrición aguda, en los últimos tres años. Si esto no es suficiente para alarmar al mundo, para que los gobiernos y los organismos internacionales se pongan a la tarea de detener este genocidio (matar por hambre es tan genocidio como el que causan las bombas), es que el mundo se ha muerto ya, que la barbarie ha ganado la batalla a la civilización, y ya nada de lo que escriba a continuación tiene sentido.

Para esa parte del mundo que todavía conserva su corazón, a la que estas cifras le abruman, o mejor todavía, le indignan, quizás les interese saber cómo comenzó todo esto. El génesis de este largo y sangriento conflicto está en la oleada de levantamientos populares que recorrió el continente africano, desde el Magreb hasta Oriente Próxima, del que Yemen no fue una excepción. Ali Abdullah Saleh, el segundo mandatario que más tiempo permaneció en el poder, después del libio Muammar Kadhafi, -desde 1978 dirigiendo la República Árabe de Yemen, y ya desde 1990 el Yemen reunificado- es obligado, en 2011, después de un ataque al Palacio Presidencial en el cual es gravemente herido, a renunciar en favor de su vicepresidente, vicepresidente, Abdrabbuh Mansour Hadi.

Hadi fue incapaz de hacer una transición política pacífica y democrática, acosado por los continuos ataques de Al Qaeda, por la corrupción del gobierno, la hambruna que azotaba, ya entonces, a la población yemení, la revuelta de los hutíes en el norte,  y a un incipiente movimiento separatista en el sur, al-Hirak, que amenazaba con reeditar la guerra civil de 1994, en la que el sur había sido derrotado, a todo esto hay que añadir que muchos militares yemenís seguían siendo partidarios del depuesto presidente Hadi. En este contexto tan explosivo, en septiembre de 2014 los rebeldes hutíes toman la capital, Sanna, y dan un golpe de estado, con ayuda de los militares adeptos al expresidente Saleh, motivando la huida de Hadi hacia la capital del sur, Adén, donde estableció su gobierno, aliado con los separatistas de al-Hirak.

Esto motivó la entrada en el conflicto, ya una guerra civil en toda regla, a una intervención militar extranjera, con una coalición de estados árabes, liderada por Arabia Saudí, en marzo de 2015, que emprendieron una invasión terrestre del norte para desalojar a los hutíes, englobados en la coalición movimiento Ansar Allah y aliados de su antagonista regional, Irán, acompañada de una brutal campaña de bombardeos, que han causado, según Amnistía Internacional, más de 200.000 muertos (aunque aquí también incluyen los que han fallecido en combates y resultado de la crisis humanitaria). A todo esto hay que sumar la notable influencia de Ansar Al-Sharia, franquicia del ISIS en la zona, y su matriz, al-Qaeda en la Península arábiga o AQPA, que han llegado a controlar algunos territorios en el interior del país y también amplias franjas costeras.

Lo que, en un principio, era una cruenta guerra civil, derivó, gracias a los ataques de la coalición liderada por Arabia Saudí, y respaldada por EEUU, Turquía (que no podía faltar donde demandan verdugos), e Israel, en una catástrofe humanitaria de dimensiones dramáticas, quizás una de las más graves de este siglo, con miles de muertos y heridos, la destrucción de imprescindibles infraestructuras civiles y una devastación económica de la que un país como Yemen no podrá reponerse, ni siquiera con la ayuda de los países que, por ahora, les siguen bombardeando sin compasión.

En 2017 además, se hicieron públicas las diferencias en la coalición árabe, minada por la resistencia hutí, al conocerse el apoyo logístico, militar y político de los Emiratos Árabes Unidos, al movimiento separatista del sur, que ese mismo año formaron el Consejo de Transición del Sur (STC), y tomaron el control de las cinco provincias del sur. En enero de 2018 el STC tomó también el control de la sede del gobierno yemení, en un golpe de estado contra el presidente Hadi, obligándolo a exiliarse a Arabia Saudí, lo que ha dejado, en la práctica, al país dividido entre el norte controlado por los hutíes, y el sur en manos de los separatistas que ansían restablecer su propio estado, que ya existió entre 1967 y 1990, como República Popular Democrática del Sur de Yemen, apoyada, entonces, por la URSS y la República Popular China. También en 2017 los hutíes rompieron su alianza con el expresidente Saleh, que fue asesinado en Sanna a finales de ese año.

Para completar este dantesco escenario, el año pasado se produjo un brote de cólera, que afectó a un millón de yemenís, con más de 2.000 muertos, la epidemia más grande y más rápida jamás registrada, según la Organización Mundial de la salud, extendida gracias a la destrucción durante el conflicto de sus sistemas de salud y saneamiento. Al cólera, el dengue, la malaria y la hambruna, se le ha sumado ahora la irrupción del covid-19, que podría haber alcanzado a medio millón de personas, con un porcentaje de mortalidad, estimado por la ONU, del 30%, muy por encima de cualquiera otro del planeta, que ronda el 7% de tasa media.

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