Ser marxista o no serlo, ¿es esa la cuestión?

No leemos a Marx para entenderle, ni para hacernos una idea del funcionamiento del capitalismo del siglo XIX, mucho más que eso: lo hacemos para entendernos a nosotros mismos hoy.

Por Jesús Rodríguez Rojo

Cuántas veces no nos han dicho que no somos lo suficientemente marxistas, o que lo somos de forma incorrecta, hasta que no lo somos en absoluto, o incluso que nuestra actitud o propuesta es directamente antimarxista… Las razones que pueden llevar a algunos a proferir semejantes descalificativos en potencia son tantas y tan variadas que ni nos vamos a detener en ellas. Desde la crítica política, hasta el mero desentendimiento, todo vale para ser expulsado de este selecto club que, pareciera, es el marxismo. La pregunta de rigor es: ¿qué es el marxismo? Y la respuesta es tan compleja como podríamos pensar.

En el desenlace de un texto que lleva ese interrogante por título, el profesor José Paulo Netto llega a una conclusión de que eso a lo que llamamos «marxismo» es en realidad una ficción (1). No existen, sostiene, líneas de demarcación claras que puedan establecer los lindes del concepto. Esto es así hasta el punto de que habrá quien diga que es un método, otros dirán que es una cosmovisión, mientras para otro grupo será un programa… El denominador común siempre, claro, está en la obra de Karl Marx, un autor tan prolijo como controvertido, cuyos textos han sido interpretados de las más diversas formas (2). Esta diversidad de facto del marxismo ha llevado a muchas personas a emplear el término en plural, «marxismos» para recalcar una heterogeneidad repleta de controversias y conflictos que van mucho más allá de cualquier malentendido (¿podría acaso decirse que el marxismo es un mito en el sentido que Bueno le da al término?). Es importante notar, además, que todo intento de esclarecimiento de la cuestión que haga referencia a términos sonados como «revolución», «dialéctica», «ley del valor», etc., estará abocado al fracaso mientras nos remitan, juntos o por separado, a una serie de debates semánticos ya muy concurridos y que no han arrojado consensos destacados.

Por supuesto, habrá quien haga unas propuestas más apegadas y coherentes con los textos y quien se dé a ejercicios más, digamos, imaginativos. Pero esto no debe ser muy importante, al menos atendiendo a las palabras de los autodenominados marxistas. En primer lugar, porque se reitera, justa y frecuentemente, que los documentos a los que se apelan no deben ser tratados de forma exegética; en segundo lugar, y en consonancia con lo anterior, porque el grueso del marxismo desdeña los ejercicios filológicos o biográficos, tachándolos de mero «academicismo» o «marxología». Y si lo que importa, entonces, no es la literalidad, ¿qué es? Sospechamos que no hay mejor respuesta que el hecho de que ciertas proposiciones marxianas sirvan para justificar unas posiciones políticas determinadas: las propias (en ocasiones da la impresión que mientras se niega la sacralidad de los textos, se escudriñan recónditas notas al pie de los Grundrisse —gracias al bendito comando ctrl+F— en búsqueda de un buen fragmento que espetar a los rivales de turno).

Esta actitud trasluce, en realidad, una fatal impotencia. La colocación de etiquetas, así como la expedición y retirada de carnés no son más que síntomas de derrotas mal encajadas. La última de ellas es la simbólica: aquella que acompañó a la caída en desgracia del movimiento comunista. Tal vez en los años sesenta, setenta y hasta ochenta, la pugna por adueñarse del significante (¿flotante?) «marxismo» pudiera tener algún sentido estratégico: eran momentos en que tradiciones alejadas de la lucha obrera se arrogaban este calificativo en boga. Hoy suena más a un grupo de nostálgicos que tratan de que nadie mancillen los restos mortales de una figura otrora respetada. Es una muestra más de la devoción que nuestro movimiento arrastra por el folclore. En el fondo lo que se defiende con uñas y dientes es el remanso de paz que se construye, en un lugar poco transitado, alrededor de algunas consignas tomadas como certezas. La disyuntiva no está entre defender el refugio o asediarlo; más bien entre ambicionar el monopolio de un fútil argumento de autoridad o renunciar a él.

Nuestra opción, que nada tiene de novedosa, aunque sí de radical, parte de reconocer como marxista a quien se reconozca a sí mismo como tal. Renunciar a patrimonializar el adjetivo en cuestión puede ser doloroso, y lo es, al menos para quienes hemos participado de la tradición que venimos criticando. A fin de cuentas es renunciar a una crítica más o menos fácil a todo un grupo de intelectuales que vienen reclamando un marxismo tan estirado o contraído, en suma, tan deformado, que se ha vuelto ya irreconocible. Nos obliga a aceptar como legítimos el «Marx idealista» de Fusaro, el «Marx esotérico» de Jappe y hasta el «Marx débil y heideggeriano» de Vattimo, entre otros tantos. Eso no quiere decir que debamos abstenernos de señalar lo inverosímil de su encaje en cualquier lectura más o menos sistemática de la obra marxiana: pues muchas de ellas serán «imposibles», usando la expresión de Marzoa (3). Pero sí implica desplazar el grueso de la discusión a otro ámbito.

La obra de Marx (y sus principales epígonos) no puede convertirse en nuestro principal campo de batalla. De serlo, estaríamos ya rendidos. El «no se es marxista» es la crítica más estéril y liviana que se pueden proferir. Máxime cuando muchos de los objetivos, al igual que la mayor parte de nuestra sociedad, no tienen tampoco el menor interés por ingresar en este club en el que cada miembro se ve autorizado para ejercer el derecho de admisión. Reprocharle, por ejemplo, a Federici —ni hablemos de Lacan— que el uso que hace de la terminología marxiana no es fiel a tal o cual texto, pues si acaso se vincula a ella a través de paralelismos, no parece que sea la mejor forma de desmontar sus argumentos. Si es eso lo que queremos, habría que llevar la crítica al objeto de análisis e investigación; en ese terreno, aunque más incómodo, es en el que se dirime realmente toda la potencialidad revolucionaria que tiene el conocimiento científico.

Más importante que cualquiera de las demás preguntas que nos venimos formulando es la de para qué leemos a Marx. No lo hacemos para entenderle, ni para hacernos una idea del funcionamiento del capitalismo del siglo XIX, mucho más que eso, lo hacemos para entendernos a nosotros mismos hoy. Mientras sea útil para ello, seguirá teniendo sentido recorrer concienzudamente las páginas de aquel alemán que murió hace más de 130 años. El objetivo es, y aquí seguimos de cerca a Juan Iñigo Carrera (4), enfrentarnos, cada uno de nosotros, críticamente a las formas que el capital dispone ante nosotros. Por ello no tenemos gran interés en interpretar a Marx, preferimos usarlo en el camino de producir nuestra conciencia. Mientras el marxismo, o los marxismos, como se quiera, aspira a ser reconocido como una teoría científica alternativa a la dominante; el camino que emprende la crítica de la economía política debería llevarnos a dejar atrás todas las formas de representación, sean estas teóricas, lógicas, metafísicas o «dialécticas». La cuestión no es, por ejemplo, qué factores se contemplen que suelan pasar desapercibidos a los enfoques conservadores. Mucho menos qué tipo de compromiso político motive nuestras investigaciones. La reproducción ideal de la realidad por medio del pensamiento, que es de lo que se trata, resulta incompatible, en definitiva, con muchos de estos momentos por los que usualmente transcurre el marxismo en su gesta por recuperar el prestigio o vigor perdido.

Por todo ello, cuando digan que no somos lo suficientemente marxistas, o que lo somos de forma incorrecta, hasta que no lo somos en absoluto, o incluso que nuestra actitud o propuesta es directamente antimarxista, tal vez deberíamos responder como hiciera aquel: diciendo «yo no soy marxista».

(1) Véase: Jose Paulo Netto, O que é marxismo (editora brasiliense, 1985).
(2) Ni hablemos ya de la complejidad que cobra el asunto cuando se instituyen, como se acostumbra a hacer, más autores en el canon ortodoxo. Siguiendo al clásico Engels se incorpora usualmente a Lenin y, tras él, al que toque (Mao, Stalin, Trotsky…). Si Marx ya era contradictorio consigo mismo, el nivel de inconsistencias que alcanza ubicándolos todos como una suerte de mente colmena es ya inusitado. Grado de incoherencia que, por cierto, no se palía apelando a que cada uno atendió a una etapa o contexto histórico diferente y que fueron «superándose» unos a otros.
(3) Con esta humildad razonable lo planteaba Felipe Martínez Marzoa en La filosofía de El capital (Abada, 2018, pág. 38): «No pretendemos en ningún punto demostrar que nuestra lectura de Marx sea la única posible. Tal lectura “única posible” nunca existe con referencia a la obra de un pensador. Lo que sí hay son lecturas imposibles, o, para ser más exactos, presuntas lecturas que no son lecturas. En otras palabras: el conjunto de las lecturas posibles podrá ser “infinito”, pero es todo lo contrario de indeterminado».
(4) Recomendamos el sétimo capítulo de El capital: razón histórica, sujeto revolucionario y conciencia (Imago Mundi, 2013) para quienes deseen profundizar en la cuestión.

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