Restos de víctimas del genocidio en uno de los muchos memoriales que hay en el país. Foto: Tiggy Ridley
Por Tania Lezcano
Hace unos días, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, reconoció la responsabilidad de su país durante el genocidio de Ruanda de 1994, uno de los más atroces de la historia. En apenas cien días fueron asesinadas alrededor de un millón de personas: más de 300 a la hora, la mayoría a machetazos. Es un buen momento para recordar qué ocurrió, partiendo de la creación por parte de Bélgica de las dos etnias que acabarían enfrentadas, hutus y tutsis. Por otra parte, la comunidad internacional y la ONU también tenían pruebas de que el genocidio se produciría y aun así nadie hizo nada.
Dos etnias inexistentes
Antes de la colonización de Ruanda por parte de Bélgica, en el llamado país de las mil colinas no existían diferencias étnicas, excepto los twa, un pueblo pigmeo. Ruanda estaba ocupada por Alemania, y con el reparto que se hizo de sus colonias después de la Primera Guerra Mundial, África Oriental quedó dividida: algunos territorios fueron para Gran Bretaña y otros para Bélgica. Esta división se especificó en el Tratado de Versalles de 1919.
En 1924, la Sociedad de Naciones emitió un mandato por el cual garantizaba el control belga de Ruanda y Burundi, que pasaron a llamarse Ruanda-Urundi. Aunque las reglas del sistema de mandatos eran que la metrópoli debía facilitar el camino a la independencia de las colonias, Bélgica explotó económicamente este territorio y, lejos de cumplir con el objetivo de la Sociedad de Naciones, dividió al pueblo ruandés, que hasta entonces era ampliamente homogéneo, hablando la misma lengua y con las mismas tradiciones, a excepción de la pequeña comunidad pigmea twa. Bélgica decidió dividir en dos grupos a la población: hutus y tutsis. No existe ninguna diferencia étnica entre ellos, sino que conformaban dos clases sociales dentro de una única etnia, la banyaruanda. Los tutsis eran una minoría –comerciantes y otros, considerados la burguesía–, pero fueron los elegidos por la metrópoli para ocupar puestos en el sector público y dirigir el país a nivel local. Los hutus abarcaban la mayoría de la población y trabajaban principalmente en la agricultura. Según el censo de 1991, los tutsis representaban el 8% de la población, los hutus el 90% y menos del 1% eran twa. Así, la colonización reforzó esas diferencias sociales y las transformó en raciales.
Mapa de África durante la Primera Guerra Mundial. Con el Tratado de Versalles,
todas las colonias alemanas fueron repartidas. Entre otras, Tanganica pasó a manos
británicas y Ruanda y Burundi a manos belgas. Fuente: Vicens Vives
Tras la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en territorios administrados por la ONU. Durante los años 50 estallaron los movimientos de descolonización por todo el mundo, y en esa región el Congo belga fue el protagonista. Finalmente, en 1960 consiguió su independencia, y dos años después lo hicieron los territorios de Ruanda-Urundi, que se separaron conformando los actuales Estados de Ruanda y Burundi. Fue entonces cuando comenzaron los problemas entre ambos grupos. El resentimiento entre los hutus había ido creciendo a lo largo de los años y veían a los tutsis como cómplices de la colonización. Además, ya con la independencia, en Ruanda, convertida en república, empezaron a gobernar los hutus, cuyos dirigentes alentaron aún más este sentimiento anti-tutsi. Así, durante las décadas de los 60 y 70 se sucedieron varias masacres contra el grupo minoritario, a menudo ejecutadas cuando el gobierno buscaba un chivo expiatorio ante otros problemas.
Los años 90
Ya en 1990, el Frente Patriótico Ruandés (FPR), de mayoría tutsi, invadió Ruanda desde la vecina Uganda. Comenzó así la guerra civil que duró tres años, hasta que el 4 de agosto de 1993 el FPR y el Gobierno hutu de Juvénal Habyarimana –que ocupaba el poder desde 1973 tras un golpe de estado– firmaron el Acuerdo de Paz de Arusha, en Tanzania, si bien las negociaciones empezaron en 1992. Esto no gustó a los círculos hutus más extremistas, que veían en este acuerdo un signo de debilidad del gobierno y una posibilidad de pérdida de poder. Así que pusieron en marcha el plan de eliminar a sus enemigos, lo cual, al estar el FPR encabezado por tutsis, pasaba necesariamente por hacer desaparecer a toda la etnia contraria. Es decir, el plan de terminar con la población tutsi ya existía en 1992 y, por aquel entonces, los años previos al genocidio, el Gobierno de François Mitterand de Francia ya proporcionaba material de guerra y formación técnica a las fuerzas ruandesas, siendo plenamente consciente de la situación. En aquellos años, el número de soldados aumentó de 3.500 a 55.000.
Mientras tanto, la ONU envió a Ruanda una misión de paz, siguiendo el Acuerdo de Arusha, aunque tanto la cantidad de tropas como la capacidad de acción eran muy reducidas. Los agentes enviados sólo eran observadores y no tenían permiso para utilizar la fuerza. Cualquier información sobre actos de violación de la paz debía ser reportada al gobierno del país, que era, a su vez, el que perpetraría el genocidio.
A principios de 1994, el comandante canadiense Roméo Dallaire, que a finales de 1993 había sido puesto al mando de las tropas de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda (UNAMIR, por sus siglas en inglés), ya alertó de que se estaban preparando asesinatos en masa. Sabía por sus fuentes que los extremistas hutus habían recibido la orden de registrar a todos los tutsis de Kigali, la capital. Pero, además, estaban llegando a Ruanda aviones cargados con armas de fuego, granadas y machetes. Otras dos comisiones internacionales –una enviada por la ONU y otra por una organización de derechos humanos– también advertían explícitamente de un posible genocidio.
Roméo Dallaire, comandante de las fuerzas de UNAMIR en 1994. Foto: Andrew Rusk
Roméo Dallaire pidió permiso a la Oficina de Mantenimiento de la Paz de la ONU, entonces dirigida por Kofi Annan, para atacar los depósitos de armas de los extremistas hutus. La respuesta fue negativa, y tan solo se le ordenó reportar toda la información a los gobiernos belga, francés y estadounidense, además del ruandés.
Tras todo esto, el 6 de abril de 1994, el avión en que viajaban Habyarimana y su homólogo de Burundi fue atacado y ambos murieron, junto a más personas. Este fue el pretexto utilizado por los hutus extremistas para iniciar el genocidio que duraría hasta el mes de julio, cuando el FPR tutsi consiguió entrar en Kigali. A pesar del breve periodo temporal, el genocidio dejó más de 800.000 tutsis y hutus moderados asesinados –algunas investigaciones señalan un millón– y más de dos millones de personas refugiadas y desplazadas internas en un país de ocho millones de habitantes.
En el transcurso del genocidio es indispensable destacar el papel que desempeñaron los medios de comunicación, entre los que destacó Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, más conocida como RTLM. Fue uno de los principales instrumentos del gobierno promover la violencia. Llamaban “cucarachas” a los tutsis y sus periodistas daban instrucciones específicas para llevar a cabo las matanzas. Ayudaban a los grupos paramilitares a encontrar gente que supuestamente debía ser eliminada. Por ejemplo daban direcciones y números de placas de personas que trataban de esconderse o de escapar. De ese modo, se consiguió movilizar a civiles hutus contra los tutsis. Por su parte, la revista Kangura se centró en movilizar a la gente de alrededor del presidente para crear una ideología étnica que excluyera a los tutsi, hasta el punto de escribir “los 10 mandamientos hutu”, los cuales eran una completa humillación y discriminación hacia los tutsis. Otros medios independientes trataron de mostrar otro enfoque, pero el miedo a las represalias por parte de la RTLM hacía imposible su trabajo, ya que quien era denunciado por ellos corría el riesgo de ser atacado.
Por todo esto, es siempre imprescindible tener en cuenta el enorme poder de los medios en la difusión del odio y la discriminación. Es más, en el caso de Ruanda, los medios protagonizaron una causa propia en los juicios en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) establecido posteriormente por la ONU. Los acusados en el que se conoce como el Caso de los Medios, incluían al cofundador de la RTLM, su director ejecutivo, y el fundador y editor de la revista Kangura. En 2003, se les declaró culpables de genocidio, incitación al genocidio y persecución mediante el uso de emisiones de radio y la publicación de artículos en prensa, considerando así que habían perpetrado crímenes contra la humanidad.
Volviendo al desarrollo del genocidio, una vez derrocado el poder hutu, se estableció un gobierno mixto, con el hutu Pasteur Bizimungu como presidente y el tutsi Paul Kagame como su adjunto. En el año 2000, Kagame pasó a ser presidente del país, hasta la actualidad.
Política de Paul Kagame
Desgraciadamente, que los tutsis llegaran al poder tras el genocidio no significa que todo se solucionara en Ruanda. Entre los aspectos positivos hay que destacar que desde que el nuevo gobierno de transición llegó al poder, el principal objetivo era que aquello no se volviera a repetir. Basándose en la causa étnica, se abogó por la eliminación de las etnias, de tal forma que, entre otras cosas, se eliminó esta información de los carnets de identidad de la población. En definitiva, el argumento era que “si se pueden aprender las diferencias étnicas, también se puede aprender la idea de que el origen étnico no existe”.
A estas alturas ya sabemos la importancia que la memoria histórica tiene tras un conflicto, pero el régimen de Kagame la ha manipulado y, aunque medidas como la eliminación de la etnia son importantes, es necesario un ajuste de cuentas en que cada parte asuma su responsabilidad. Además, medidas como esta no son demasiado útiles si en cada conmemoración anual Kagame niega explícitamente a las víctimas hutus que el propio FPR causó. Lo cierto es el gobierno de Paul Kagame ha logrado desviar la atención de todos los asesinatos que su grupo cometió y ha conseguido el visto bueno de una comunidad internacional que prefiere ignorar el pasado de violación de derechos humanos del actual presidente y así sentir que expía el comportamiento pasivo que tuvo durante el genocidio.
El Gobierno del FPR tipificó como delito el divisionismo étnico, lo cual es un arma de doble filo, porque, aunque a simple vista pueda parecer una medida unificadora, cualquier persona con memoria crítica que quiera reconocer la responsabilidad y el sufrimiento de ambas etnias es acusada de este delito. Y tiene sentido, partiendo de que el FPR y el propio Kagame perpetraron igualmente miles de asesinatos y cometieron crímenes de guerra, muchos en la guerra civil previa al genocidio. Este delito de divisionismo étnico, junto al de ideología del genocidio, se utiliza también para coartar la libertad de expresión y de información. Estas políticas dan libertad para que todo el mundo realice las actividades políticas que desee, siempre y cuando se ajusten a la línea oficial. En el momento en que los medios rozan la disidencia o intentan ofrecer distintas opiniones, su independencia es aplastada en nombre de la seguridad nacional y son acusados de “divisionismo”, “ideología étnica” o “mentalidad genocida”. Así que no es de extrañar que muchos periodistas respetables y políticos de la oposición hayan optado por abandonar el país. A esto hay que añadir la dudosa calidad democrática del gobierno, especialmente después de elaborar en 2015 una ley para extender el mandato presidencial, hasta entonces limitado a dos legislaturas de siete años cada una. Según sus datos, en el referéndum celebrado un 98% votó a favor. Esta ley permite a Kagame permanecer en el cargo hasta 2034.
El actual presidente de Ruanda, Paul Kagame, quien además luchó con el FPR durante la guerra civil y durante el genocidio.
Foto: The Commonwealth
Tribunales para el genocidio: gacaca y TPIR
La mayoría de los responsables del genocidio han cumplido o cumplen condena por sus delitos. Se crearon unos tribunales tradicionales para intentar englobar tanto la justicia como la reconciliación nacional, los conocidos como tribunales gacaca, que se establecieron en 2001 y llegaron a su fin en 2012. Aunque cumplieron algunas de sus funciones, tenían muchas limitaciones, como la incapacidad de ofrecer la protección adecuada a víctimas de delitos muy graves, como las de violación. Se trataba de un sistema de justicia transitorio que se asentaba en unos mecanismos tradicionales basados en la comunidad para resolver los conflictos. El principio fundamental de este tipo de justicia es la participación ciudadana para la reconciliación, así como promover la confesión de los acusados a cambio de reducciones en las penas. A pesar del carácter tradicional al que aludió el presidente cuando decidió crear los tribunales gacaca, lo cierto es que su funcionamiento se alejaba bastante del vigente con sus antepasados, debido tanto a la gravedad de los crímenes que trataban como a los muchos aspectos importados del sistema judicial moderno.
Asimismo, hay una especie de trampa en la propia creación de este sistema, debido a que se define como un conjunto de tribunales establecidos para juzgar crímenes perpetrados por genocidas durante el genocidio. Esta expresión, “por genocidas durante el genocidio”, limita tanto el espacio temporal, dejando fuera todos los asesinatos producidos durante la guerra civil que comenzó en 1990, como los autores, sin dar cabida al FPR. Esto tendría fácil solución si el resto de crímenes previos al genocidio se juzgaran por otra parte, pero a día de hoy los asesinatos y otras violaciones de derechos humanos que la guerrilla tutsi cometió aún continúan impunes.
Por su parte, la ONU, que permaneció pasiva ante lo sucedido, creó el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) el 8 de noviembre de 1994. El primer juicio tuvo lugar en 1997 y en diciembre de 2012 el tribunal había completado la primera parte de su mandato. Terminó definitivamente en 2015, cuando traspasó sus competencias al Mecanismo Residual Internacional de los Tribunales Penales, establecido por el Consejo de Seguridad.
La negligencia de la comunidad internacional
No es una novedad que los países occidentales son responsables de muchos conflictos de África, en ocasiones por pasividad pero generalmente por actividad. En el caso de Ruanda, no podemos ni debemos olvidar que fue Bélgica la que decidió dividir al pueblo en dos etnias absurdas e inexistentes, aplicando el indiscutible principio de “divide y vencerás”. Aquella terrible división causó a la larga uno de los peores genocidios que ha sufrido la humanidad y apenas tuvo repercusión internacional. Por supuesto, pudo evitarse, ya que existían indicios claros de que se produciría. La omisión de la comunidad internacional recuerda a la de tantos otros conflictos en los que los países occidentales, como mucho, llaman la atención o hablan de la necesidad de llegar a un acuerdo, cuando en realidad ellos mismos son cómplices al proporcionar armamento y formación militar, como fue el caso concreto de Francia en el genocidio de Ruanda. Esta es la responsabilidad a la que se refiere Emmanuel Macron.
Sin embargo, es fácil comprender por qué el presidente francés ha hecho estas declaraciones ahora, veintiséis años después. Desde hace tiempo, la relación entre ambos países se había enfriado por la insistencia de Kigali para que París reconociera esta responsabilidad. Ruanda es un país con el que los estados europeos tienen y quieren tener buenas relaciones. Y Paul Kagame es amado y odiado a partes iguales, hasta el punto de que hay quien le llama “el querido tirano” y dicen de él que es “el hombre fuerte favorito de la élite global”. Cuando las potencias occidentales dan su aprobación y además enaltecen a un líder africano, cuando menos debemos dudar. Kagame ha restringido libertades dentro de su propio país y no hay que olvidar que él mismo cometió crímenes de guerra con el FPR y financia a grupos armados tutsis que todavía combaten y controlan la zona este de la República Democrática del Congo (RDC), explotando sus recursos naturales y a sus habitantes. Por lo tanto, Paul Kagame, si bien luchó contra el genocidio, como tantas otras personas ante el abandono de la comunidad internacional, también es responsable de la inestabilidad y violación de derechos humanos en la RDC y trabaja junto a empresas occidentales en la extracción ilegal de recursos.
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