Por Puertos
Los días pesan. A veces, me levanto preguntándome cuando pasará todo ¿alguna vez lo hará? Te levantas, sales de casa —siempre llegas tarde ¿importa? — Caes derrotado mil veces en una mañana… y todavía queda la tarde. Vas a clase, ves a tus compañeros. Antes has estado con un amigo o —gracias a la multitud de conexiones que nos rodean— has estado con todos desde tu cama.
Te prometes que no vas a hablar de política, lo deseas. En uno de esos sueños tuyos, donde no sabes si estas solo o no, has conseguido que los temas de conversación sean otros. Tú quieres saber de sentimientos, quieres calmar el vacío espiritual que te caracteriza. Pero por tu puta posición política la religión no puede calmarte, tienes que buscar la calma con teoría. El tedio de tener que aprender más… —el existencialismo es burgués, te dicen con prejuicios— Tampoco puedes negarte a leer, y lo haces. La gente ha conseguido que en busca de tu calma ya hayas hecho un acto político. Vuelves a caer derrotado y tus investigaciones te pesan aún más.
El conocimiento tiene una extraña relación con la derrota. Quieres saber, tienes que saber. De pequeño —bajo el océano de techos que tienes por ser de barrio— te prometiste ser el mejor en tu camino y, triunfar. ¿Triunfar? Desde la mediocridad que admiro, reconozco que quise ser bueno. Ya crecido —bajo ese mismo océano— sabes porque no podrás conseguirlo nunca, lo sabes porque para dejar tu condición tienes que abandonarte y solo puedes ser tú.
Si bien, a mis padres —en tono irónico— nunca les perdonare el hecho de ser pobre. Les tengo que agradecer la “mala” educación que me han dado —ser, socialmente, bueno— La solidaridad, el apoyo… Prometes que mañana, tras esas mil derrotas, dirás que no. Mañana solo te llevaras la contraria una vez más. Y piensas, como cada mañana al salir de casa desde que lo leíste, que tal vez Sade tuviese razón… Aseguras que Sade tenía razón. El mundo no está hecho para la gente educada, no bajo la bruma individual que nos rodea.
Dices en voz alta ser intolerante, la gente te considera intolerante —tal vez lo eres— pero desde la verdad que te acompaña a cada paso, caes en las trampas que la hipocresía individual no hace. No volveré a hablar de política te repites… Sigues sin hacerte caso cuando descubres que tu interlocutor —quien acusa al marxismo de desfasado o machista— es la nueva izquierda de clase media-alta. Tú miras arriba y sigues viendo ese techo del que ya no se habla. El respeto, las mujeres, la tolerancia… todo viene a poner nubes sobre las rejillas —que ya de por si— dejan que veas poco el Sol.
¿Has llegado a casa? ¿Has vuelto? Si lo has conseguido es porque te has refugiado en alguna droga de por medio —química o social—. Desde que no desayunas esos 20 gramos de oxígeno en capsulas, todo es más cansado. Necesitas calmarte con otras cosas, y has vuelto a comer demasiado. Haz ejercicio, conoce a gente… —los mismos consejos de siempre— ¿No lo haces? Siempre te haces notar, la gente que te rodea te admira por alguna extraña razón… serás listo. Total, la soledad no es causante de nada. Aunque la soledad en compañía pesa más. Has vuelto a caer derrotado cuando les a un pseudo líder de izquierdas que sus votantes son clase media… ¿para qué has leído? Si, conoces la plusvalía. Si, reconoces en cada acción la lucha de clases, pero no es pragmático. Y sabes, que no tiene que serlo… pero estas cansado de perder —y eso que eres del atlético—.
Sonríes, no se te da mal. El sentido del humor te acompaña. Una frase de una compañera nueva te engancha: “Sonrío para protegerme, como dijo Napoleón”. No la conocías, pero la quieres hacer tuya. De una manera extraña, una intrusa ha conseguido —sin quererlo y sin hablar de ti— definirte. Recuerdas que solo querías saber de sentimientos, calmar tu ansiedad… y lo único que has conseguido es que sea mayor cuando has salido por la puerta. ¿Pero y dentro? Si tus padres eran los “culpables” de haberte criado y enseñado a ser lo que —en teoría— la sociedad demanda, al hacerte mayor ya quieres estar más alejados de ellos. Con tu espacio, que no tiene que ser solitario. Pero si tuyo.
Tu techo se presenta nuevamente sobre ti, cuando no sabes si puedes seguir en el máster que previamente elegiste para encontrar trabajo. Por cierto, recuerda… Has dejado de estudiar lo que te gusta porque tampoco tenías dinero —Pero el techo del que hablas es anticuado y Marx no explica nada— El pragmatismo del que has hablado en la teoría, lo quieres llevar a tu vida, pero… tampoco puedes hacerlo. Has entrado en un círculo vicioso autodestructivo. ¡Para! Tampoco ibas a ningún lado, no puedes irte. Tienes que frenar y analizar la situación. Vale, lo has hecho —llevas dos semanas sin trabajar— tu madre, sin quererlo y desde el humor te suelta otra frase que vuelve a ser tuya: “Desde que no trabajas se te ve mejor, pero no puedes ser feliz siempre… tienes que buscar trabajo ya”— ¿Qué haces? Nada, empiezas a buscar trabajo aceptando lo que ha dicho.
En tu cabeza está el máster, el trabajo, el idioma que si no aprendes impedirá que sigas en el máster un año, tu ansiedad característica, los problemas de clase, los problemas con tus amigos… el desamor por esta vida que no lleva a ningún lado. Y la chica que te ha dicho aquello de Napoleón te dice ahora banalizándote —como lo hace quien no está, y no puede estar, en tu situación— demuéstrame lo que dices de la vida tirándote al metro… Recuerdas a Cioran y contestas: “Durante mis días, me soporto”. No piensas tirarte al metro por dos razones: 1. Esta mierda a la que te enfrentas no va a derrotarte mil y una vez al día. 2. Sólo hay esto.
Vas a la cama, quieres soñar con no hablar de política, pero miras las redes sociales antes de dormir y claro; ves el mundo. Y si lo personal no es político en todos los ámbitos, el mundo si lo es en todos. Diez horas después, quizá tus últimas diez horas de sueño seguidas… no sabes si en el sueño estabas solo o acompañado. Te levantas de la cama, miras el móvil —recuerdas a Pessoa y la estúpida página de su libro que consigue hacerte reír de verdad: “Odio el telégrafo y cualquier tecnología”— y otra vez a empezar, otra vez que tienes que enfrentarte al mundo. No puedes enseñar los dientes, no te han enseñado a hacerlo y, de hacerlo, serias un borde.
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