NO a la criminalización de la venta ambulante

Por Rafael Silva Martínez

“Como la gente tiene la mala costumbre de pujar por su supervivencia y la de los suyos la venta ambulante informal es una forma de vida que se extiende por todo el planeta. Cuando no hay mercado de trabajo que te integre, ni capital para alquilar un local, o pagar una licencia, cuando no puedes producir porque careces de medios para ello, cuando estás solo tú ante el mundo y necesitas tirar adelante en los márgenes de un sistema económico centrado en la generación de beneficios sin fin, entonces haces lo que tienes que hacer. Y muchas veces en muchos lugares eso implica comprar cosas y venderlas ligeramente más caras en las calles. Eso, intentar sobrevivir como se puede, es normal en los países que no pueden evadirse de la realidad, de la desigualdad atroz. Pero en este país, que lucha por mantener viva la ficción de que está todo bien, de que la pobreza y la explotación no existen, te puede costar la cárcel”

(Sarah Babiker)

La inmensidad de los delitos que hay que combatir es tan grande que no podemos desperdiciar efectivos policiales en perseguir a los manteros. Más bien habría que encontrar políticas municipales que pusieran a la policía a ayudarles, acogerles y protegerles del mundo atroz del que han escapado y de la atrocidad con la que se han encontrado al llegar a nuestro país

(Carlos Fernández Liria)

La Ley de Extranjería y la reforma en 2015 del Código Penal asfixian a los manteros, cuando sobrevivir es una necesidad. Vender un bolso puede costar 2 años de cárcel, mientras la evasión fiscal hasta 120.000 €uros, no es delito. La actual ley condena a las personas migrantes en situación administrativa irregular a una especie de muerte social (…) Comparar la situación de estos vendedores con un pequeño comerciante local, es intentar equiparar al Real Madrid u Osasuna, si les parece, con un equipo de amigos del barrio más pobre del país. El primero dispone, dentro una selva, de todos sus derechos; los otros, de ninguno

(Manuel Millera)

El asunto de la criminalización política y social de la venta ambulante vuelve a la palestra cada cierto tiempo, sobre todo si se registran altercados protagonizados por los propios inmigrantes, que ven hasta qué punto su mera labor de sobrevivir no es comprendida por nuestra salvaje sociedad. Como resulta que hemos de elegir, a la hora de sensibilizarnos y posicionarnos ante un determinado problema, desde qué punto de vista lo analizamos, es mejor ponerse siempre que se pueda en el lugar de los más débiles, indefensos, desprotegidos y vulnerables. Seguro que así nos asaltan menos dudas. Tenemos por tanto a unos manteros que intentan simplemente sobrevivir en los miserables márgenes que les deja este criminal sistema capitalista, frente a un orden «legal» establecido, donde unos comerciantes legales se han establecido legalmente y compran y venden productos «originales». Y si preguntamos a estos últimos, la respuesta suele ser siempre la misma: «¡Que paguen sus impuestos como los pagamos nosotros!». Pero en el debate de fondo que se esconde detrás de esta manida frase, se encuentra, como casi siempre, la desigualdad. La terrible y despiadada desigualdad que todo lo impregna, que todo lo cubre y que todo lo mancha. La indecente desigualdad que no se tiene en cuenta de partida, porque la tan manida frase que insta a todo hijo de vecino a pagar sus impuestos parte de un error de base: no todos somos hijos de vecino, es decir, no todos somos ciudadanos con todas las de la ley, sino que algunos disfrutamos de dicho estatus, y otros, los más desprotegidos, ni siquiera lo son. Son inmigrantes. Y decir hoy día inmigrantes, en 2018, no es igual que decirlo en la década de los 60 del siglo pasado, donde todos conocíamos alguna familia cuyo padre o tío se había marchado a Francia o a Alemania, y enviaba dinerito fresco a su familia cada mes. Aquéllos inmigrantes estaban perfectamente integrados en su país de acogida, y cuando regresaban al nuestro, lo hacían con una buena jubilación.

Decir inmigrante hoy día, en 2018, significa referirse a un «sin papeles» en la mayoría de los casos, es decir, una persona «ilegal» por propia definición, cuando nadie debería ser considerado ilegal en su condición de persona, simplemente por no tener una documentación que le acredite que pertenece «legalmente» a la comunidad de acogida. Y considerando esta desigual situación de partida, es lógico concluir que las condiciones que poseen estas personas que quieren que «todos paguemos impuestos», no son las mismas que las de esos pobres manteros que recurren a dicho modo de vida porque no tienen otra alternativa. Simplemente entendiendo esto en su plena y total dimensión, ya deberíamos ser capaces de comprender por qué la venta ambulante no debe ser criminalizada. Pero superado este primer planteamiento, puede asaltarnos un segundo, que también es esgrimido frecuentemente, y que no es otro que el que proclama que la mafia de los productos falsificados o «ilegales» mueve mundialmente mucho dinero, y resta competencia y beneficios a los establecimientos legales. Muchas réplicas podríamos aducir a este razonamiento, pero quedémonos con una muy clara y sencilla: ¿Es que la industria de los productos «legales» no es también una mafia? ¿Es que las camisetas, faldas, zapatos o relojes que compramos a los establecimientos legales no proceden también de mafias empresariales que llevan a cabo oscuras prácticas en las fábricas de origen de dichos productos? Calzado esclavo en la India, mano de obra infantil en Pakistán, obreros textiles esclavizados en Brasil…la lista sería interminable, y está llena de productos de origen «legales» que son suministrados a nuestros «legales» establecimientos.

Y es que el sistema capitalista es mafioso en sí mismo, lo es en su propia esencia, y por tanto, es una absoluta falacia criminalizar productos que vayan a parar a personas que comercian con ellos de forma ilegal, o de forma, digamos, alegal. Pero más allá de este falso debate, lo que nos provoca más rabia a algunas personas no es que se considere ilegal esta práctica de la venta ambulante, sino que se criminalice a sus practicantes de forma tan agresiva. Tenemos bancos que estafan a sus clientes (muchos de ellos personas mayores vilmente engañadas para robarles los ahorros de toda una vida), tenemos políticos que practican corrupción a alto nivel (Presidentes de Comunidades, Alcaldes y Concejales de Ayuntamientos, Ministros, Presidentes de partidos políticos, grandes empresarios y un largo etcétera), personas que este sistema «legal» no persigue, o si lo hace porque ya se ven completamente acorraladas, son bastante benevolentes con ellos. En cambio, la policía persigue con absoluto despliegue a estos pobres manteros cada vez que se les ocurre (o porque exista un chivatazo o denuncia de alguno de estos dueños de establecimientos legales), y el criminal sistema legal capitalista y sus Estados democráticos, Sociales  y de Derecho despliegan contra ellos todo el peso de la ley, esa ley que no ve ni es sensible a esa desigualdad de base, esa ley que no es justa, como no lo es ninguna justicia que no tenga en cuenta todas las consideraciones y circunstancias de las personas, y la envergadura de los «delitos» que cometen. 

Porque frente a la plácida «legalidad» de esas personas dueñas de esos establecimientos legales, tenemos las de esas personas que viven un infierno en su país de origen (muchos de ellos objeto del saqueo y el expolio al que son sometidos por nosotros, o bien de guerras y éxodos forzosos), que logran escapar en una patera, arriesgando sus vidas, que logran saltar nuestras vallas o esquivar a la policía de fronteras, y que cuando llegan a nuestro país, se encuentran con un nuevo infierno, que los encierra en un CIE, los considera «ilegales», los deporta o en el mejor de los casos, los mantiene «sin papeles» durante años. ¿Podemos exigirles a estas personas que «paguen sus impuestos» como a cualquier propietario de cualquier negocio legal de nuestro barrio o ciudad? Más bien deberíamos comenzar por tratarles como personas iguales a nosotros en su propio país de origen, o cuando menos, garantizar que si llegan al nuestro, son acogidos e insertados con absoluta normalidad y sin obstáculos legales. En última instancia, la policía debería estar para asistirles y protegerles (de los posibles ataques racistas, sin ir más lejos), en lugar de perseguirlos como delincuentes porque venden un bolso, un CD, unas gafas de sol, un pañuelo o una figurita de madera o de porcelana en plena calle, porque no poseen otro medio de subsistencia. No podemos medirlos bajo el mismo rasero que a los demás, porque el racismo legal, social e institucional que sufren los coloca en clara desventaja. Creemos por tanto sociedades igualitarias, antes de exigir a todo el mundo «que pague sus impuestos». Despenalicemos la venta ambulante, pues es el único medio de vida que muchas personas tienen para poder sobrevivir.

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