A poco más de 4.000 kilómetros de España, 120.000 habitantes son, en estos mismos instantes, rehenes del régimen azerí
Por Luiza Grigoryan Ghimoyan
En una sombría coyuntura que llama a la reflexión sobre la prioridad de los valores humanitarios frente a los intereses económicos, Bakú, la capital de Azerbaiyán, lanzó este martes una ofensiva militar en el enclave de Nagorno-Karabaj, hogar de una población mayoritariamente armenia. El resultado de este episodio es devastador: cientos de personas han perdido la vida, numerosas han resultado heridas, y 120.000, de los cuales 30.000 son niños, están en peligro de vida o muerte.
El pasado miércoles las autoridades de Nagorno-Karabaj anunciaron un alto el fuego temporal de cara a acordar negociaciones con Azerbaiyán, y esta acción, lejos de ser la solución al conflicto, ha dejado a los 120.000 habitantes armenios solos, abandonados a su suerte y en una situación de extrema vulnerabilidad bajo el gobierno azerí, que puede desencadenar en un genocidio cometido a las puertas de Europa en pleno siglo XXI.
Ante esta situación, parece lógico pensar en la única salida del que ya no tiene opciones: el exilio. Sin embargo, los armenios de la región ni siquiera pueden huir. El corredor de Lachin, la única conexión entre Nagorno-Karabaj y la República de Armenia – llamada también «la carretera de la vida» -, lleva bloqueado desde diciembre del año pasado por las autoridades de Azerbaiyán. Esta acción ha provocado una aguda escasez de alimentos, medicamentos, productos de higiene y combustible en la región, dejando a sus habitantes a merced de una crisis humanitaria que lleva alargándose más de diez meses, y a la que se suman ahora los bombardeos, las torturas y los asesinatos.
Así es como, a poco más de 4.000 kilómetros de España, 120.000 habitantes son, en estos mismos instantes, rehenes del régimen azerí.
De estos 120.000, 30.000 son niños. El bombardeo del pasado martes se produjo a plena luz del día, y atravesó casas, colegios y hospitales. A esa hora, los niños se encontraban en sus colegios, y muchos de ellos siguen todavía sin aparecer. Ancianas refugiadas en iglesias junto a sus nietos, niños separados de sus padres y madres desesperadas por encontrar a sus hijos: este es el doloroso panorama que se vive en Nagorno-Karabaj.
Los padres, desesperados, comparten las fotografías de sus hijos en las redes sociales para recibir ayuda en su búsqueda. Como respuesta, con lo que se encuentran es con publicaciones de civiles azeríes mofándose de los desaparecidos y ofreciendo recompensas por sus cabezas. La armenofobia, cultivada durante años por el gobierno azerí, y en concreto por el clan Aliyev, que enseña a alumnos de preescolar a odiar a los armenios, es el triste trasfondo de los actos atroces que estamos presenciando ahora.
En este contexto, se plantean graves inquietudes sobre la efectividad de las negociaciones entre las autoridades de Azerbaiyán y Karabaj como solución a la crisis en curso. Aunque se presente como tal, el conflicto va mucho más allá de una mera disputa territorial, y el cese al fuego no es precisamente una buena noticia: implica el abandono de la población armenia.
Aprovechando la falta de respuesta de la comunidad internacional, existe un temor palpable de que Azerbaiyán persiga un objetivo todavía más oscuro: la limpieza étnica. El Sr. Ocampo, exfiscal de la Corte Penal Internacional, ha advertido en múltiples ocasiones que estamos presenciando un nuevo genocidio armenio en desarrollo.
La reacción de la población azerí, que ridiculiza a las víctimas armenias y pone precio a las cabezas de los desaparecidos, subraya una urgente necesidad de garantizar los derechos humanos de la población armenia en Nagorno-Karabaj a través de mecanismos internacionales.
Una vez más, esta tragedia no ocurre en la penumbra, sino ante los ojos de Occidente; un Occidente que se jacta de defender los derechos humanos. Un Occidente que protesta contra la injusticia, pero no cuando eso ponga en juego el suministro de gas. Un Occidente, donde los principios de derechos humanos se desvanecen cuando se trata de intereses económicos. En este contexto, los asesinatos de cientos de niños y las violaciones de cientos de mujeres sí pueden caer en oídos sordos, ojos cerrados y brazos cruzados.
La historia nos muestra un oscuro eco del pasado. Quienes conocen la historia de Armenia recuerdan el Genocidio Armenio de 1915, en el que el Imperio Otomano intentó exterminar al pueblo armenio y asesinó a un millón y medio de personas. Los crímenes actuales no son sino un reflejo de aquel episodio olvidado, una lección de la historia que nos advierte sobre la necesidad de la justicia y la prevención de atrocidades.
Para la población armenia, ahora más que nunca, la atención y la acción internacional son cruciales para evitar una nueva catástrofe humanitaria.
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