Por Sol Gómez Arteaga
(A mi abuela Sotera Carriedo Ortega, que entre otros méritos supo mantener intacta la memoria de su marido asesinado el 9 de octubre de 1936 en las tapias del cementerio de Astorga).
Tuvimos mala estrella las mujeres rojas,
madres de los hijos huérfanos.
Soportamos
como pudimos,
la desgracia de quedarnos solas
en un lecho que fue tumba
a partir de aquel dieciocho de julio,
catorce de agosto, día que le dicen de la Virgen,
o nueve de octubre
de un año
mil novecientos treinta y seis,
atravesado por el odio.
Sobrevivimos a duras y a penas la cárcel,
el hambre,
el ricino,
el oprobio,
la vejación,
la intemperie,
la derrota vitalicia, perpetua.
Cobijamos en el seno el cantero de pan robado al amo
-qué digo robar, hoy sé que era nuestro-,
que repartimos, tú un pellizco, tú otro, tú otro más
entre una recua de críos
famélicos de hambre y sed y afecto.
Bruñimos el pomo de latón de la casa ajena,
y de rodillas, como quien cumple una penitencia,
dimos de mazarrón las baldosas de los zaguanes,
acarreamos agua de los caños,
vendimos la caza furtiva a la mujer del boticario y el pañero,
cavamos la tierra,
arrancamos la vid
cultivamos hortalizas,
estraperlamos con tocino pegado al cuerpo en vagones de tercera,
trabajamos, sí, hasta dejar la mitad de nuestro cuerpo en el campo, la fábrica, la mina,
la otra en el hogar deshecho.
Escribimos cartas de amor y viento en noches oscuras, sin luna,
pues no sabíamos escribir ni leer, no nos enseñaron,
cartas de clemencia y súplica.
Y nuestros hijos nos leyeron una y otra vez, insaciablemente,
en cuartos sin ventana a media tarde,
aquellas otras cartas escritas en capilla
que los muertos,
antes de ser muertos,
nos dejaron en legado:
“Sacas la ropa al aire para que no se apolille”,
“Paga las treinta pesetas que dejé a deber a zutano”,
“No dejes que peguen, nunca dejes que peguen a nuestros hijos”,
“Que aunque no he hecho nada muero inocente”
“Recuerdos a todos de este buen amigo y mártir de la libertad”.
Cantamos nanas tristísimas que hablaban de pájaros cautivos,
de flores arrancadas de cuajo,
de mariposas cazadas con red, luego embalsamadas con primor.
Aprendimos a escuchar en los sonidos que se ocultan
en el rincón más profundo del silencio.
Y que el silencio
ayuda a salvar la vida
pero,
poco a poco,
la ahoga.
Fuimos taquígrafas, maestras, cantineras, taquilleras,
floristas, cupletistas, comediantas,
putas, sirvientas, modistillas,
obreras de fábricas,
amas de casa, -profesiónsuslaboresp’aserviradiosyausteeeeee-,
madres de hijos huérfanos -ya lo he dicho, pero lo repito-,
viudas vitalicias.
Nos despojamos de nuestro cuerpo cuando nos violaron,
aunque el pensamiento siempre quedó intacto.
Peregrinamos erráticas por cementerios
preguntando al enterrador por el nombre
de nuestros muertos: ¿Conoce al abuelo José,
al bisabuelo Andrés, a la hermana Luna?
Sonreímos tristemente
-lo nuestro fue a partir de entonces
una sonrisa
que antes de nacer
se moría de pena en la comisura de los labios-.
Reproducimos, noche tras noche, la caricia perdida,
el beso pre-sentido,
el abrazo.
Soñamos nubes,
peces -su multiplicación y milagro-,
charcos, risas,
panes, palabras,
lunas, yemas,
piel: ternura.
Guardamos, como oro en paño, guardamos,
relojes parados a las seis y diez de la madrugada,
por ejemplo, es un ejemplo,
lapiceros con la punta roma que ya no escribirán más,
cartas, ah de las cartas…
Y aun derrotadas,
vencidas,
cautivas,
desarmadas,
no nos rendimos,
ni olvidamos el tiempo pretérito
en la firme convicción
de que la memoria no es sino amor,
un amor que dura más de lo que dura la vida.
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