El cineasta austríaco, uno de los realizadores más relevantes del cine europeo contemporáneo, nos invita con su cine, austero pero profundo, a explorar la condición humana y adentrarnos en la oscuridad de nuestra propia naturaleza
Por Roberto H. Roquer / Cintilatio
Quizá una de las cosas más interesantes del mundo del cine es el hecho de que cada realizador puede interpretar una misma historia de forma diferente. De esta forma, cuando un director hace una película, además de estar plasmando una historia en el metraje, también está plasmando su propia forma de entender el mundo. Y en el momento en que esta forma de ver el mundo adquiere unas cotas de complejidad y profundidad extraordinarias nos encontramos ante este fenómeno en el que el mayor interés de una película no está en la historia que cuenta (que puede ser bastante intrascendente) sino en como el director elige contárnosla. Al final lo más trascendente del film no es tanto el mundo que pone ante nuestros ojos como la forma en que el director nos lo muestra. Este rasgo, que quizá sea uno de los aspectos definitorios de aquello que consideramos un auteur, es uno de los que hace más cautivador el cine del director austríaco Michael Haneke.
Nacido en Munich en 1942, y tras una juventud en la que experimentó tanto con varias disciplinas artísticas (música, actuación, etc.) como con la filosofía, la psicología o la literatura, lo cual le dotó de una profunda cultura, comenzó su andadura audiovisual en los años setenta cuando dirigió para la televisión pública austriaca modestas adaptaciones para televisión de obras literarias. Paulatinamente también tendría la oportunidad de adaptar guiones originales, los cuales siempre reescribiría para mejorarlos (para enfado de los guionistas) o incluso de dirigir sus propios guiones. No obstante, no sería hasta 1989 cuando llegara su gran oportunidad en el cine, a la tardía edad de cuarenta y siete años, con la película El séptimo continente (1989) que llegaría a estar nominada a un premio Óscar a mejor película extranjera. A partir de ahí, la carrera del director sufriría un meteórico ascenso en los círculos del cine de arte y ensayo europeo que le haría asistente habitual de prestigiosos festivales como Venecia o Cannes, en donde ganaría en 2001 el gran premio del jurado por La pianista (2001) y ocho años después la Palma de Oro por La cinta blanca (2009), galardón que repetiría en 2012 con la apasionante Amor (2012). No obstante, si hay una cinta por la que el director de Austria es mundialmente conocido entre el gran público es por la controvertida obra Funny Games (1997) de la cual el propio realizador haría un remake homónimo en Estados Unidos en 2007.
Al igual que el cine de otros directores de habla alemana contemporáneos como Christian Petzold o Florian Henckel von Donnersmarck, el cine de Haneke se caracteriza a nivel formal por su sobriedad, su frialdad y su desnudez, en ocasiones llevada al extremo. Así, nos encontramos con películas rodadas en planos generales, estáticos y por norma general bastante largos (por contraposición al montaje con cada vez más cortes popular en el cine de Hollywood) que le dan a su obra una inquietante sensación de naturalidad y realismo, una estética seca y directa que escapa del manierismo visual. La cámara de Haneke emula la visión humana en tanto que se ve lo suficientemente limitada especialmente para que no podamos observar de forma directa todos los detalles que componen la escena pero lo suficientemente clara para entender el conjunto de lo que está ocurriendo, invitando al espectador a rellenar los huecos con su propia interpretación. Esto es particularmente característico en su aclamada y odiada a partes iguales Funny Games, una película que narra las desventuras de una familia que es asaltada en su casa por dos jóvenes psicópatas que disfrutarán torturándoles. A pesar de ser una película cargada de violencia, estos momentos frecuentemente aparecen fuera de plano, sugeridos por el sonido o la reacción de otros personajes. Lejos de hacer decrecer la sensación de violencia, esta forma de rodar dichas escenas acentúa el efecto que tienen sobre el espectador. De igual forma, la naturalidad inherente a esta forma de rodar permite lograr una sensación de intimidad con los personajes. En lugar de ocultar los sentimientos de sus protagonistas detrás de un montaje frenético o una puesta en escena que distraiga al espectador, la crudeza con la que se nos pone en pantalla a la sexualmente reprimida Erika Kohut autolesionándose durante un acto masturbatorio en La pianista o a Georges cuidando de su mujer con alzheimer en Amor dota a estos personajes de un realismo y una cercanía al espectador que hace imposible no empatizar con ellos.
A primera vista puede parecer fácil confundir esta sobriedad visual con una forma de dirigir sobresimplificada o perezosa, pero nada más lejos de la realidad. Muy al contrario, el estilo minimalista del que Haneke hace frecuentemente gala requiere de un trabajo de dirección cuidado hasta el extremo, y que generalmente necesita de una planificación y coordinación igual o superior a la de la mayoría de películas. Por un lado, asistimos a un trabajo de composición y de puesta en escena sublime, que a través de la posición de la cámara y de los actores logra transmitir por medio de información meramente visual aquello que el director tiene en mente sin necesidad de recurrir a diálogos o minimizándolos lo más posible. En segundo lugar, esta filosofía de dirección requiere de actuaciones especialmente sinceras y logradas por parte del reparto, puesto que sus interpretaciones no pueden en este caso ocultarse detrás de artificios de dirección o de edición. Haneke consigue plenamente ambas cosas ya que por un lado, lejos de ser tediosos o estériles, sus en ocasiones enormemente lagos planos estáticos siempre están compuestos de tal manera que mantienen en todo momento el interés del espectador y transmiten exactamente lo que el director quiere que transmitan gracias al diálogo perfecto entre todos sus elementos (movimiento de los actores, escenario, posicionamiento de la cámara, uso del fuera de campo, etc.) mientras que, por el otro, su gran trabajo con los actores y su uso de interpretes profundamente talentosos (Juliette Binoche, Isabelle Huppert, Jean-Lous Trintignat, Arno Frisch, etc) dota a su cine de actuaciones sublimes. Quizá un ejemplo ideal de esto sea la archiconocida escena del metro de Código Desconocido (Michael Haneke, 2000) en la que se muestra a la protagonista de la película, Anne, siendo acosada por dos individuos en un vagón del transporte público de París. Gracias a la combinación de todos los elementos formales antes mencionados, la escena, un plano fijo de varios minutos en la que gran parte de la acción ocurre fuera de campo o demasiado lejos de la cámara para poder ser vista claramente, logra no solo funcionar narrativamente dentro del contexto del guion sino, además, representar visualmente toda la angustia y la tensión que vive el personaje tanto en este momento concreto como en el conjunto de toda la película.
Es imprescindible para comprender a Haneke, no obstante, el entender que para este director el uso del estilo sobrio y distante antes mencionado no es un fin en si mismo, sino meramente un medio. El director austriaco recurre a él para establecer una pared invisible entre espectador y personaje, ya que Haneke no pretende ofrecer una lectura emocional de sus personajes, sino que a través de su obra busca diseccionarlos psicológicamente. Para este director, la cámara es, ante todo, un bisturí con el que separar las diferentes capas que conforman la mente de cada uno de sus protagonistas, lo que puede llevar a que parezca su cine en ocasiones demasiado frío y descarnado para buena parte del público. Esta filosofía, no obstante, le da la libertad de tratar temas diversos con una profundidad y un buen criterio que sería impensable en otros autores. Incluso en las escenas más controvertidas, Haneke siempre escapa de afrontarlas desde el efectismo cinematográfico y en lugar de ello se adhiere a su estilo realista. Algunos de los ejemplos más claros de esto podemos encontrarlos en dos de sus principales películas, El video de Benny (Michael Haneke, 1992) y La cinta blanca. En la primera, asistimos al sangriento asesinato de una adolescente por parte del joven protagonista, pero lejos de recrearse en el acto violento, dicho asesinato ocurre casi en su totalidad fuera de plano, mientras que el espectador únicamente lo percibe por el sonido y por lo poco que se ve en la pantalla de una cámara que está grabando el suceso. Esto, además de jugar con los espectadores a través de la insinuación, permite crear una fascinante metáfora visual en la que el ver un acto violento a través de una pantalla de una cámara nos remite al propio tema de la película, la relación entre violencia y medios de comunicación. Incluso más acentuado es lo que nos encontramos en La cinta blanca, en donde se nos muestra una escena en la que el respetado médico de un pueblo alemán de principios del s.XX abusa sexualmente de su hija. La sobriedad con la que Haneke aborda en este caso la puesta en escena (vemos lo que ocurre desde el punto de vista del hermano pequeño de la chica, que se encuentra a su hermana sin ropa siendo tocada por su padre, en un único y tenso plano largo) no solo acentúa enormemente la sensación de inquietud y agobio del espectador, sino que también sirve para acentuar el propio tema de la película, las consecuencias negativas de someter a la juventud a una forma de educación y de entender la autoridad tóxica y perniciosa.
De esta forma, son recurrentes en su cine temáticas como por ejemplo la violencia en la sociedad y en particular su relación con los medios de comunicación. El ejemplo más conocido de esto es sin duda la película Funny Games, en la cual el director satiriza y reflexiona sobre el rol de la violencia en el entretenimiento popular, señalando tanto a la gratuidad de uso uso en los medios como en el placer voyeurista de la audiencia que lo consume. Una visión más provocativa de la violencia la encontramos sin embargo en su obra El video de Benny en la cual se nos cuenta la historia de Benny, un joven obsesionado con los productos mediáticos violentos que un día lleva sus fantasía a la realidad y mata a una de sus amigas. Lejos de mostrar arrepentimiento, Benny convence a sus padres de que la mejor opción para todos es deshacerse del cuerpo y encubrir el asesinato, arrastando de esta forma a su familia a una cascada de acciones éticamente denostables que amenazarán con destruir la estabilidad familiar y los principios morales de sus progenitores. Este afilado guion permite al director, por un lado, exponer como la exposición a una violencia representada en los medios de forma continuada y que termina generando en las audiencias una absoluta insensibilización hacia la misma contrasta con los efectos reales de la misma cuando se sufre en primera persona.
La confrontación que Haneke hace entre una violencia mediática a la que estamos tan expuestos que ya solo nos genera indiferencia (personificada en Benny) y una violencia real que tiene efectos profundamente dañinos física y psicológicamente en las personas a las que afecta (que se refleja metafóricamente en los padres y la amiga de Benny) es uno de los motores de la película, siendo el otro la deconstrucción del concepto de familia y de los valores éticos que socialmente aceptamos como universales. Así, vemos a una respetable familia de clase media renunciar a sus principios una vez que estos se ponen bajo presión. El director pone bajo la lupa la condición humana así como nuestras contradicciónes individuales, y explora el proceso mediante el cual una persona puede llegar a realizar actos que repudia a un nivel ético y las razones para llegar a estas decisiones. El aparentemente indudable respeto por la ley y por la vida de otras personas es rechazado por los padres cuando se trata de salvarse a si mismos y a su hijo. Haneke, por lo tanto, huye de decir si la naturaleza humana es buena o mala por naturaleza, y en su lugar da a entender que esta fluctúa permanentemente y responde a las circunstancias y necesidades de cada momento. El director vuelve a recuperar el tema de las dinámicas paterno-filiales (o en este caso materno-filiales) en su notable obra de 2001 La pianista, en la protagonista Erika es una prestigiosa pianista de mediana edad que durante toda su vida adulta se ha visto emocional y sexualmente reprimida por su tóxica y autoritaria madre con la que convive. La tensión existente entre las dos Erikas (una, dócil a su madre y que reprime sus impulsos y otra que comienza a experimentar un tardío despertar sexual) llevará a que esta protagonista se embarque en una relación profundamente tóxica y codependiente con uno de sus alumnos al tiempo que explora fantasías sexuales cada vez más violentas como puede ser la automutilación erótica. Así pues, la complicada forma de entender el sexo y las relaciones sentimentales de Erika se presenta como un subproducto de la deficiente educación y la toxicidad de las relaciones personales que conforman el ambiente en el que se ha criado.
Precisamente a colación de esto último, parece imprescindible explorar la forma en que Haneke muestra a lo largo de su filmografía una marcada obsesión con el concepto de familia y de relaciones familiares, las cuales entiende tanto como potencialmente tóxicas y destructivas (como en La pianista) como un ejemplo de amor dolorosamente incondicional (tal como se ve en Amor). El austriaco no intenta idealizar ni destruir la institución familiar, simplemente la examina como un subproducto condicionado a las relaciones y las acciones de sus miembros. Pero si hay una temática que distingue el cine de Haneke de la mayoría de directores, es sin duda su obsesión por deconstruir la naturaleza humana. De esta forma, el director de cintas como Cache (Michael Haneke, 2005) o la más reciente Happy End (Michael Haneke, 2017) entiende su cine como una herramienta para diseccionar las emociones y la idiosincrasia de sus personajes y explorar dichos aspectos de una forma casi analítica. Hablamos, por lo tanto, de películas en las que el epicentro no es tanto la historia que se nos cuenta en si misma como el estudio de los personajes que la conforman. El director austriaco explora sin tabúes las motivaciones, los objetivos y la psicología de los personajes para ofrecernos un panóptico de individuos cargados de contradicciones y traumas que podemos tanto detestar como admirar, pero a los que nunca dejaremos de comprender.
Si el cine de Haneke respondiera a una pregunta, quizá dicha pregunta sería: ¿por qué los seres humanos hacen lo que hacen? Estamos ante un director que busca la respuesta a esa pregunta profundizando en la psique humana y deconstruyendo las emociones y motivaciones de sus personajes hasta el extremo en un obsesivo impulso por comprender en toda su complejidad la naturaleza humana. Lejos de tratar de juzgarlos, el cine de Haneke escapa de simplificaciones y reduccionismos y en su lugar le da al espectador todas las piezas necesarias para poder interpretarlas a su propio modo. En otras palabras, son películas que exceden del celuloide y no terminan hasta que no son vistas, reflexionadas e interpretadas por el propio público, siendo en ocasiones indisolubles la película per se de nuestra propia forma de entenderla.
A pesar de ser un director de explosión tardía (o quizá gracias a ello, ya que para cuando le llegó la oportunidad ya tenía la madurez suficiente para tratar temas complejos de forma sensata), Haneke se ha erigido en las tres últimas décadas como uno de los grandes referentes del cine europeo, y analizando su obra es imposible no ver el por qué de este éxito, ya que estamos ante un director que no solo nos cuenta cosas sumamente interesantes sino que lo hace de una forma totalmente brillante.
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