Madre triste

Agotada y viviendo un baile hormonal frenético, la tristeza parece una consecuencia tan natural como el humo lo es de la existencia del fuego.

Por Iria Bouzas

Hoy me siento triste. Hoy soy una madre triste.

Llevo dos días llorando a todas horas intentando que no se me note demasiado. Me resulta increíble la capacidad que estoy desarrollando de “llorar hacia adentro”.

Sería infinitamente más sano y liberador poder llorar de forma natural pero eso implica hacerlo hacia afuera y es siempre fuera de mí donde comienzan mis mayores problemas.

Asumo mi tristeza y mis llantos como algo natural. Hace tres meses que di a luz y estoy tan cansada que a veces mi cerebro se desconecta de mi cuerpo mientras este sigue cumpliendo con sus obligaciones funcionando como si fuera un robot.

Podía haber tenido una depresión post parto, era una posibilidad real pero finalmente solo tengo una tristeza post parto. La verdad es que no me ha ido tan mal la cosa.

Agotada y viviendo un baile hormonal frenético, la tristeza parece una consecuencia tan natural como el humo lo es de la existencia del fuego.

Conozco perfectamente mi tristeza, lleva conmigo tanto tiempo como mi alegría y ambas son igual de útiles y necesarias para mi bienestar mental y emocional.

Mi tristeza no es desesperada, ni extremadamente dolorosa. Es solo el momento en el que mi “yo” me llama a consultas internas para superar algún tipo de duelo vital. Llorar la pérdida me limpia y me permite cicatrizar para seguir viviendo.

Mi tristeza hace espacios dentro de mí que permiten vivir cómodamente a mi alegría.

Pero ahora, después de parir, tengo que estar triste en la clandestinidad y tengo que llorar hacia dentro porque a los demás no les da la gana de permitirme tener un tiempo de duelo por más que yo insista en lo mucho que lo necesito.

Ahora soy madre así que parece que ya solo tengo derecho a expresar la absoluta felicidad que da la llegada de un hijo.

No voy a gastar energías intentando justificar lo mucho que quiero a mi pequeña. Además sería una pérdida de tiempo absurda. Me resulta totalmente imposible poner en palabras un amor tan inmenso como el que siento por ella desde el primer día en que noté como se movía dentro de mí.

Pero la maternidad también me está suponiendo un duelo y, quieran permitírmelo o no, necesito pasarlo y llorarlo.

Ser madre se ha llevado partes de mí a las que echo de menos. Ya no queda nada de aquella mujer que se sentía dueña de su tiempo. No decido en qué momentos puedo parar y descansar. No me siento libre de tomar según qué decisiones y he dejado de ser el centro de mis propias prioridades.

¿Estoy peor entonces que antes de ser madre?

Supongamos que un hombre sencillo se convierte en millonario. Pasa de vivir de un salario miserable a vivir con todos los lujos y las comodidades. ¿Le preguntaría usted lo mismo si un día dijese que añora las tardes de invierno sentado en el sofá bajo una manta junto a su mujer cuándo no se podía pagar la calefacción?

Seguramente no. Es más, lejos de ofenderle ese pensamiento probablemente le enternecería.

Pero si una mujer se siente triste porque ha perdido una parte de sí misma merece un reproche social severo. Ella no tiene derecho a esa nostalgia.

En estos días soy una madre triste.

Una madre triste que le sonríe a su hija cada vez que la ve. Una madre triste que alimenta, que cambia pañales, que abraza y que besa. Una madre que canta y que pone voces extrañas para ver cómo su pequeña se ríe.

Una madre que cuida pero que a ratos necesita llorar para cuidarse ella.

Ahora mismo soy una madre que escribe este artículo mientras su hija duerme plácidamente a su lado. Un artículo lleno de palabras que al salir de mí se juntan con mis lágrimas y que siento como me limpian por dentro.

Dejen espacio para las madres tristes. Dejen espacio para las madres estresadas, agobiadas, deprimidas, ansiosas, malhumoradas, enfadadas o dolidas.

Déjennos espacio para ser madres con toda nuestra colección de emociones, positivas pero también negativas. Porque la maternidad puede ser algo maravilloso pero también tremendamente duro a la vez.

Llorar para adentro es una ficción de felicidad que no nos hace ser mejores madres. Las lágrimas se quedan ahí provocando una humedad que con el tiempo puede llegar a pudrirlo todo.

Llorar para afuera es muchísimo mejor.

Y si no saben qué hacer con nuestras lágrimas, simplemente ofrézcannos un pañuelo.

 

 

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