Luego de cincuenta años, la izquierda regresa a La Moneda. Sin embargo, ni Chile ni la izquierda son los mismos que en aquel entonces, y buena parte de los desafíos y problemas que el nuevo gobierno ha enfrentado durante estos meses se explica por ello.
Por Pierina Ferretti / Jacobin América Latina
Desde que Salvador Allende fuera derrocado el 11 de septiembre de 1973 la izquierda no había vuelto a gobernar en Chile. El triunfo de Gabriel Boric, el presidente más joven y más votado de la historia del país y líder emblemático de las protestas estudiantiles que sacudieron a la nación sudamericana hace una década, ha traído a la izquierda de regreso a La Moneda.
Sin embargo, ni Chile ni la izquierda son los mismos de hace cincuenta años, y buena parte de los desafíos y problemas que el nuevo gobierno ha estado enfrentado estos meses radica en ello. Si la «vía chilena al socialismo» se apoyaba en una organizada clase trabajadora y en sólidos sectores medios, profesionales e intelectuales, el actual gobierno debe conducir a una sociedad cuya fisionomía ha sido forjada por medio siglo de neoliberalismo y que experimenta las contradicciones de un modelo económico y social que ha profundizado las desigualdades, precarizado el trabajo, mercantilizado todas las dimensiones de la vida, debilitado a los partidos de izquierda y a las organizaciones sindicales, al tiempo que ha elevado considerablemente los niveles de consumo y educación de amplios sectores de la población.
La izquierda chilena retorna al gobierno precisamente en el momento en que este sistema experimenta su mayor crisis. La deslegitimación de la política y las instituciones, el hartazgo con los abusos económicos, la corrupción en el ámbito público y privado, los privilegios de las élites y el fracaso de la promesa de ascenso social en la que creyeron millones de chilenxs, llevaron al país al estallido social de octubre de 2019. La envergadura de la revuelta, su carácter multitudinario, y el enorme costo humano y social que tuvo (decenas de muertos, centenares de personas con mutilaciones oculares, sistemáticas violaciones a los derechos humanos), logró abrir un nuevo ciclo histórico que se encauzó institucionalmente en un proceso constituyente que aún está en desarrollo y cuyo desenlace favorable no está asegurado.
El gobierno de Boric también es parte de este proceso. Sin la movilización del pueblo chileno no habría sido posible que una alternativa de izquierdas llegara al poder en este momento de crisis. Su programa recoge décadas de luchas contra el neoliberalismo levantadas por trabajadorxs, estudiantes, pueblos indígenas, feministas y activistas medioambientales. Pero el camino para avanzar en una dirección transformadora se prevé difícil. El gobierno no cuenta con las mayorías en el Congreso para aprobar sus reformas, las tensiones entre las coaliciones que lo componen son un hecho, la derecha política y social no dará tregua y las fuerzas sociales populares que emergieron con la revuelta tienen todavía bajos niveles de organización.
Estos primeros meses han sido complejos. Aciertos y errores, momentos altos y bajos, han marcado el inicio del gobierno. Lo que está claro es que de su éxito —y del éxito del proceso constituyente en el plebiscito del 4 de septiembre— depende en buena medida la posibilidad de que la senda de transformaciones sociales siga abierta y de que la izquierda se consolide como una alternativa para conducir al país en este ciclo.
Un comienzo sin luna de miel
La idea de que a los gobernantes se les otorga al comienzo de su mandato un periodo de «marcha blanca» o «luna de miel» no ocurrió con Gabriel Boric. Tras la euforia inicial y las emociones que acompañaron el día histórico de la toma de posesión el 11 de marzo pasado, las dificultades se hicieron sentir inmediatamente. Algunas, derivadas de la situación social del país; otras, de la intensificación de problemas que llevan décadas incubándose, de la heterogeneidad de las fuerzas políticas que componen el ejecutivo y una parte no menor por torpezas y errores no forzados del propio gobierno.
Un elemento que ha quedado claro en estos tres primeros meses es que al equipo de Boric le ha resultado difícil tener el control de la agenda. Problemáticas sociales como la inflación, el orden público y el conflicto en el Wallmapu han impedido que el gobierno marque la pauta política del país y ponga en el debate público sus prioridades. Las principales reformas que va a empujar este año —como la reforma tributaria, que busca aumentar la recaudación fiscal y disminuir los niveles de desigualdad, y la reforma de pensiones, que se propone instalar un sistema de seguridad social solidario y superar el fracasado modelo de capitalización individual— se han visto opacadas por temas contingentes ante los cuales el gobierno ha debido reaccionar.
La inflación ha sido uno de ellos, y si bien es un problema global, tiene efectos particulares en un país que atraviesa una crisis política que no se ha resuelto. Con cifras superiores a un 10% acumulado en el último año, situación que no se había visto en décadas, el alza del costo de la vida en una de las principales preocupaciones para las y los chilenos. El programa de apoyo económico que ha desplegado por el gobierno, que ha incluido entre otras medidas un histórico aumento del salario mínimo, un bono de 120 USD para el 60% más vulnerable de la población y el congelamiento del precio de los combustibles, si bien representa un esfuerzo fiscal considerable, se percibe como insuficiente por las familias del país (cabe recordar que durante el mandato de Sebastián Piñera las ayudas del gobierno para enfrentar las consecuencias del COVID-19 fueron tardías y millones de trabajadorxs se sostuvieron retirando parte de sus ahorros previsionales, al punto de que en la actualidad hay más de dos millones de personas que quedaron sin fondos para sus pensiones).
El problema de la inflación, además, deja al descubierto un vacío de elaboración en las izquierdas. No deja de preocupar que el gobierno se someta rápidamente al estricto respeto a la regla fiscal, que no considere instrumentos más expansivos de apoyo económico y que suscriba sin cuestionamientos a una explicación del cuadro inflacionario centrada en el aumento del consumo interno provocado por los retiros previsionales y la expansión del gasto público en el último año de la administración anterior.
En un país que atraviesa una profunda crisis política, y en el que el cuestionamiento a los privilegios de las élites es un elemento instalado en el sentir popular, las enormes ganancias de las instituciones financieras, las sospechas de colusión de precios por parte de cadenas de supermercados y los aumentos agresivos de las tasas de interés impuestas por el Banco Central alimentan la sensación de desprotección y desigualdad. Al mismo tiempo, no se ven acciones claras del gobierno que apunten a cargar los costos de esta crisis a los sectores más privilegiados. Crece entonces un malestar «antielitario» agitado por una parte de la derecha, mientras que las izquierdas no han sido capaces de defender —y ni siquiera de disputar— un enfoque alternativo en política económica.
Por otro lado, los problemas de seguridad y orden público también han copado la agenda. Si bien son temas que vienen de mucho antes, en los últimos meses han alcanzado mayor notoriedad con el actuar de bandas y estructuras de crimen organizado en el centro de la capital del país y episodios de violencia entre civiles que acrecientan la sensación de inseguridad y de incapacidad del gobierno para garantizar el orden y proteger a la población.
Empeora esta situación la deslegitimación de las policías debido a escándalos de corrupción que involucran sumas millonarias y a las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes estatales en el marco de la revuelta popular. Si bien el gobierno ha anunciado una reforma profunda a Carabineros destinada a elevar sus niveles de profesionalismo, eficacia y respeto a los derechos humanos, las dificultades para realizar esa reforma serán enormes, dadas las resistencias de la institución a ser intervenida y a su bajo nivel de subordinación y obediencia al poder civil.
Sin embargo, y más allá de cualquier dificultad, recuperar la seguridad en los barrios, espacios públicos y territorios más afectados por el crimen organizado es un elemento de la mayor relevancia para el gobierno y las izquierdas, porque el aumento de la inseguridad es un caldo de cultivo para la extrema derecha y las salidas autoritarias.
La violencia en el Wallmapu ha sido otro elemento dominante en estos primeros meses. Se debe recordar que Gabriel Boric llegó a La Moneda con la promesa de abordar el conflicto del Estado chileno con el pueblo mapuche desde un punto de vista político y sin recurrir a la militarización, y que mientras fue diputado votó en contra de esta media cada vez que Sebastián Piñera la invocó. Sin embargo, la intensificación de los hechos de violencia en algunas regiones del sur —que ya no puede atribuirse solo a las organizaciones radicales del movimiento mapuche, sino también a elementos del crimen organizado, bandas que trafican madera y civiles armados—, sumada a la incapacidad de Carabineros para cumplir con el mandato de asegurar el orden público, a la presión de la derecha y a las amenazas del gremio de transportistas de iniciar un paro nacional, hicieron al gobierno reconsiderar su promesa de no desplegar fuerzas militares y, finalmente, decretar un Estado de Emergencia.
Esta decisión le valió duras críticas de sectores del mundo mapuche, que acusaron al ejecutivo de traicionar su palabra y aplicar las mismas políticas represivas que las administraciones anteriores. A pesar de esto, el gobierno ha insistido en desplegar, paralelamente, un camino de diálogo, de negociación y de restitución de tierras, solicitando para este proceso el apoyo de las Naciones Unidas y todavía se ve un horizonte abierto y posibilidades de avanzar en una solución política de este centenario conflicto.
Ahora bien, además de las dificultades que hemos remarcado, en estos meses también ha habido aciertos y se han realizado anuncios importantes, como el histórico aumento del salario mínimo (el mayor en casi 30 años), la firma del Tratado de Escazú, una agenda de reparación a las víctimas de violaciones a los derechos humanos en el marco de la revuelta popular y el cierre de la fundición estatal de cobre de Ventanas, emblemática zona de sacrificio cuyos episodios de intoxicación masiva han remecido al país.
Asimismo, la gira realizada por el presidente a Canadá y Estados Unidos en el marco de la Cumbre de las Américas contribuyó a posicionarlo como un líder de la izquierda regional con voz propia, capaz de criticar abiertamente la decisión de Estados Unidos de excluir de la cita a Cuba, Venezuela y Nicaragua, sin ocultar su distancia con estos gobiernos. En esta materia, Boric busca erigirse como el representante de una izquierda democrática y con fuerte vocación latinoamericanista en un continente que pareciera estar comenzando una nueva ola de gobiernos progresistas.
Administrar o transformar: la disputa por el carácter del gobierno
Además de los análisis de coyuntura, es relevante mirar las tensiones que existen al interior de la coalición gobernante y de los sectores políticos que lo integran y que ya han asomado en estos meses. Para ello, es necesario precisar que son dos las coaliciones las que sostienen al gobierno: Apruebo Dignidad y Socialismo Democrático. La primera es la alianza que originalmente respaldó la candidatura de Boric y está formada por el Partido Comunista y los partidos y movimientos del Frente Amplio (surgidos mayoritariamente de las movilizaciones estudiantiles de la última década). Socialismo Democrático, en cambio, reúne a partidos de la ex Concertación (conglomerado de centroizquierda que gobernó al país por más de veinte años) como el Partido Socialista, el Partido por la Democracia y el Partido Radical.
La alianza entre estos dos sectores, que se enfrentaron con candidatos distintos en la primera vuelta, impone desafíos para la izquierda. Debemos recordar que la generación de Gabriel Boric se gestó al calor una dura crítica a la desviación neoliberal de la centroizquierda chilena, que desdibujó completamente su vocación socialdemócrata y terminó por profundizar el modelo impuesto en dictadura. El Frente Amplio surge, precisamente, como un esfuerzo de emergencia de una alternativa a la clase política tradicional.
Sin embargo, después de los resultados de la primera vuelta, que dejaron a Gabriel Boric por debajo del ultraderechista José Antonio Kast, y con un Congreso en el que solo contaba con 37 de los 155 escaños, establecer una alianza con los sectores de la ex Concertación para enfrentar a la derecha se volvió una necesidad, y, una vez ganada la elección, el armado del primer gabinete reflejó un esfuerzo por lograr equilibrios entre los distintos sectores que apoyaron la candidatura, lo que significó el ingreso formal de sectores de la ex Concertación al gabinete ministerial y a puestos relevantes en empresas públicas.
El peligro de que el proyecto de Apruebo Dignidad se diluya al punto de convertirse en un nuevo capítulo del progresismo neoliberal existe. La izquierda sufre de importantes déficits en términos de cuadros políticos y técnicos para dar orientación al conjunto de la coalición y para copar cargos en el Estado, mientras que los partidos tradicionales cuentan con la experiencia y los cuadros técnicos para hacerse cargo de cualquier repartición.
Pero lo más preocupante tal vez sea que en el campo de las izquierdas todavía impera la dispersión, la falta de una visión estratégica compartida y la insuficiente elaboración de una política propia. Estas carencias de Apruebo Dignidad son costosas para la izquierda, dado que existe una disputa velada por la conducción del gobierno y del ciclo político en general. Los grupos más consolidados del progresismo (por ejemplo, aquellos articulados en torno a la figura de la expresidenta Michelle Bachelet) están siendo activos en su empeño de instalar su relato y forma de hacer política, y cuentan a su favor con recursos, décadas de manejo del Estado y la experiencia de ser gobierno en varias oportunidades.
En este contexto, consolidar a la izquierda en Apruebo Dignidad es una de las tareas más urgentes, pues solo así podrá contrarrestarse la fuerza con la que el progresismo ha desembarcado en el gobierno y desplegarse una política que ponga en el centro la superación del neoliberalismo y el protagonismo popular.
Construir fuerza social y política
Un balance de estos primeros meses de gobierno realizado desde una perspectiva de izquierda pasa sobre todo por evaluar en qué medida se ha asumido la tarea estratégica de construir una base social y política que sostenga y empuje las transformaciones estructurales que deben realizarse. Retomando el comienzo de este análisis, la izquierda llega al gobierno en un momento de crisis social y de enormes movilizaciones populares, pero, al mismo tiempo, de debilidad de las organizaciones que tradicionalmente representaron a la clase trabajadora y a los sectores subalternos.
Ciertamente existen potentes movimientos sociales. El movimiento feminista y el ambientalismo son dos motores indiscutibles de este ciclo. También es cierto que la izquierda ha obtenido importantes victorias electorales. Sin embargo, las masas que se movilizaron en la revuelta, los grupos sociales que le dieron esa envergadura multitudinaria, en su gran mayoría no se encuentran organizados ni tienen representación política. Son esos grupos, aquellos que se rebelaron contra las condiciones de vida impuestas por el neoliberalismo y contra los abusos de las élites, los que han sido determinantes en las contiendas electorales de este ciclo y los que deben ser convocados por las izquierdas y este gobierno a ser agentes activos del proceso en curso.
Si algo nos ha dejado la historia del siglo XX y lo que va del XXI es que ninguna transformación social sustantiva puede imponerse desde arriba o impulsarse solo desde el Estado. Para emprender el camino de salida del neoliberalismo, que será largo y difícil, es necesaria la construcción de fuerzas sociales y políticas que empujen esas transformaciones, que las sostengan y que se enfrenten a los poderes que intentarán impedir los cambios.
En Chile, esas fuerzas están recién en construcción y es tarea de las izquierdas dentro y fuera del gobierno contribuir a su fortalecimiento. Esto implicará convocar a la sociedad a dar ciertas peleas y a sacar la discusión política del encierro parlamentario e institucional.
En lo que se viene, además de la movilización social que se deberá desplegar para ganar el plebiscito constituyente, este gobierno tendrá la posibilidad de empujar procesos de lucha social para defender los elementos democratizadores de su programa y reformas estructurales como la tributaria y la de pensiones. Desde un punto de vista estratégico, el fortalecimiento del campo popular como actor político es una condición sin la cual no se podrá llevar adelante un proceso de cambios como el que se requiere en Chile. Sin embargo, no es del todo claro que esta mirada sea compartida transversalmente por las izquierdas.
Se el primero en comentar