Por Angelo Nero | 10/10/2024
Loli Gómez Benito no se imaginaba la magnitud de lo que había vivido, durante mucho tiempo le dijeron que se lo inventaba, que estaba loca, hasta que comenzó a buscar en Internet y encontró la página Madres Olvidadas, allí, como nos relata ella misma, “me encuentro testimonios de chicas que han pasado por Peñagrande y chicas a las que yo identifico, porque han estado allí conmigo.” Ahí fue donde, por primera vez, deja su testimonio, el testimonio de su paso por el infierno del Patronato de Protección de la Mujer, una institución franquista donde miles de niñas como ella fueron internadas por rebeldes, por descarriadas, o simplemente, como en su caso, por un embarazo.
“A los 12 años me llevan al siquiatra porque era rebelde, porque me escapaba de casa, y cada vez que me escapaba mi padre denunciaba mi desaparición. Me llevan al Tribunal Tutelar de Menores, y deciden que no tengo nada, salvo esta “problemática familiar”, entonces me llevan a un reformatorio, el María Gorretti, en Madrid.” La problemática familiar de aquella niña, el motivo por el que se escapaba de casa cada vez que su madre era ingresada en el hospital, eran los continuados abusos sexuales de su progenitor. El sistema castigaba y encerraba a la víctima, en vez de castigar al victimario.
Su padre también la había quitado de la escuela “me dijo que si sabía leer y escribir, y sumar y restar, que ya no necesitaba nada más”, y el Tribunal Tutelar de Menores decide internarla en el María Goretti para que siga sus estudios, pero la realidad era que al caer en las manos del Patronato, lo que le esperaba era el trabajo esclavo y los malos tratos, “yo no recuerdo haber ido a clase nunca, ni haber estudiado nada allí, era un régimen carcelario, tú tenías tus labores, pero no estudiabas nada.”
“Cuando llegué al reformatorio y vi lo que había allí, la violencia era de tal magnitud que me escapé y volví a casa, imagínate, si sabiendo lo que me iba a pasar con mi padre prefería eso que no estar en el María Goretti”, relata Loli, “era como si entraras en otro mundo, donde fregabas de rodillas pasillos inmensos como castigo, y llegaba la monjita, le daba una patada al cubo, te tiraba el agua, y vuelta a empezar.”
Todo esto te lo cuenta Loli con una sonrisa que te desarma, como si no fuera ella esa chiquilla que no había hecho nada para merecer todo aquel carrusel de humillaciones y castigos que a diario le infligían las “monjitas.” Incluso al contar cuando “sacó a esa mala persona que uno tiene dentro”, porque una compañera le pidió ayuda para fugarse, “y su plan era que le pegara de tal manera que tuvieran que llevarla al hospital, y yo saqueé toda mi rabia, y le pegué con tanto rencor, con tanta fuerza, que realmente la llevaron al hospital, pero no se si consiguió escaparse o la llevaron a otro centro.”
El reformatorio tenía un extenso catálogo de castigos, y por golpear a su compañera fue internada en una celda de aislamiento, “con rejas, sin comida, sin ropa, sin baño, solo teníamos un lavabo y con eso te apañabas”, de donde no salió durante un mes, tan solo “por la noche, cuando todas estaban en la cama, te sacaban para ducharte”, como si tuviera algo contagioso y tuviese que pasar una cuarentena, “en la más absoluta soledad, sin hacer nada, tumbada en la cama y asomándote a la ventana, a ver si veías algo.”
Al cumplirse el mes, como castigo adicional la mandaron a limpiar la piscina, y eso llevaba añadido otro castigo que era todavía peor, “que el jardinero te llevaba al cobertizo y abusaba de ti, y tenías que tenerlo contento porque de su opinión se decidía como iba a ser tu futuro, si te perdonaban el castigo.” Cuando le preguntamos a Loli si creía que las monjas lo sabían, si eran conocedoras de que enviaban a una niña a los brazos de un violador, no lo duda, “estoy segura que cuando sales de una celda de castigo y te mandan precisamente ahí, a limpiar la piscina, ellas lo sabían seguro. Tanto era así que me gané la confianza de este hombre y de las monjitas, porque tenía muy contento al jardinero, y conseguí escapar y volví a mi casa.” Loli volvía a casa por estar cerca de su madre, a la que le unía un lazo muy fuerte, pero “los abusos siguen, y a los catorce años me quedo embarazada y me llevan a Peñagrande.”
Cuando se puso de parto, en la maternidad de Peñagrande, le tocó de guardia Carmina, “la Bisturí”, una comadrona que ante las continuas llamadas de Loli le advirtió: «Vamos a ver, esto no está para ahora, si tú me vas a estar molestando toda la noche, y no me dejas dormir, vamos a ver cuando llegue el parto como lo vamos a atender”. Y Loli tuvo que pasar toda la noche sola en la sala de dilatación, “la dolorosa”, en silencio y agarrada a los barrotes de la cama para soportar el dolor. Aún así la comadrona hizo honor a su nombre y la rajó de arriba abajo, “me hubiera gustado que alguien me dijera empuja cariño!, yo no viví nada de eso allí.”
En Peñagrande perdió la fe, “ya empecé a pensar si Dios existía, no puede ser ese Dios en el que creo, en el que cree mi madre”, a pesar de que en las escasas cartas que le escribió su madre, y que recibía siempre abiertas, ella le insistía: “ten fe, aguanta, verás que se va a arreglar todo, tienes que rezar”, pero Loli veía la realidad que vivía día a día, y decía, “¿en serio? ¿Dios estuvo aquí alguna vez?.” Hasta las cien pesetas que su madre le metía en las cartas desaparecían como si fuera por intervención divina.
Loli critica que hayan blanqueado la historia del Patronato a través de su testimonio, en la película de Pau Texidor, “Alumbramiento”, donde aquellos reformatorios franquistas parecían más bien la residencia de señoritas de Torres de Malory creado por Enid Blyton, con fotos de Lola Flores colgadas en la habitación y velas: “en tu habitación no te permitían tener fotos ni de tu madre, no podíamos tener nada personal, ni celebrar ningún tipo de fiesta, allí solo se celebraban las fiestas religiosas, no había más.”
Habla también de las pésimas condiciones de la alimentación en Peñagrande, “el premio que había era darte comida, porque pasábamos mucha hambre, y se corrió la voz que si tu le decías al médico que veías lucecitas a media mañana, te daban comida extra, que era un pedazo de pan con algo dentro o una pieza de fruta.” Loli no lo dudó, porque lo cierto es que con el hambre veía hasta las luces de Navidad.
También del trabajo esclavo al que eran sometidas por las monjas, “incluso estado embarazadas, las menores como yo jamas cobramos nada, porque era para nuestros gastos, y entonces lo teníamos que pagar con nuestro trabajo”.
Su hija nació en junio del 82, y en la Semana Santa del año siguiente, cuando su madre ya había muerto, su padre volvió a visitarla en Peñagrande, “y me sacó de allí, estuve con él cuatro días, volvió a abusar de mi, y volví a quedarme embarazada. Yo entonces no sabía que mi padre no tenía ningún derecho a sacarme de allí, porque estaba tutelada.” Las monjas no hicieron nada por impedir los abusos, y cuando volvió a quedarse embarazada, no dijeron nada, aunque todo señalaba como culpable a su padre.
Su segundo hijo lo tuvo en el Hospital de La Paz, porque para entonces ya estaban desmantelando Peñagrande, y la llevaron a Arturo Soria, “que hoy en día sigue siendo un Centro para Madres Solteras, pero allí no había monjas, solo monitoras. Allí te enseñaban a hacer cosas, estábamos mejor, pero se veía que intentaban deshacerse de nosotras”. A las menores intentaron que regresaran a sus casas, pero en el caso de Loli no fue posible, así que pasó a la tutela de la Diputación de Cantabria, donde le dijeron “aquí hay dos salidas, una que cojas tus niños y te vayas a la calle, porque no tenemos medios para ayudarte, o que dejes los niños aquí y te vayas tu sola. Y tienes que decidirte ya.”
Loli pensó que ella sola se podía buscar la vida, pero que no había derecho a que sus criaturas pasasen por eso, así que decidió dejarlos allí. Le dieron un mes para pensar si los daba en adopción y ella pensó que era por benevolencia, pero no: «Era lo que me faltaba para la mayoría de edad, y que yo ya pudiese firmar la adopción. Si no, no hubiera podido hacerlo porque era menor y estaba tutelada».
Con este engaño le quitaron su descendencia a Loli, como a tantas otras chicas del patronato. La niña tenía dos años, el niño, tan solo ocho meses. Era agosto de 1984 y no volvió a verlos hasta 2011. Muchas mujeres que sufrieron la misma situación nunca volvieron a ver a sus hijos. Por eso Loli no quiere ser considerada una víctima. Tiene razón. Es una superviviente del Patronato.
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