Por Francisco Javier López Martín
La teoría del colapso gana adeptos en cualquier lugar del mundo. Son muchos los que piensan que el modelo de crecimiento del planeta y sus efectos sobre el medio ambiente son ya insostenibles y conducen a la destrucción de la especie humana. Que el crecimiento desbocado del consumo es ya imposible desde hace tiempo.
Que los empleos que creamos desprecian el nivel de cualificación de las personas y nos condenan a empleos inseguros, inestables, precarios, mal pagados y sin derechos. Empleos que no se corresponden con el nivel de cualificación y las expectativas personales. Que son demasiadas las personas que quedan al margen, excluidos, condenados a la pobreza. Que los precios del suelo y la compra y alquiler de vivienda son inaceptables, alimentados por la burbuja especulativa inmobiliaria y que habrá cada vez más personas que no puedan ejercer su derecho constitucional a una vivienda digna.
Quienes hoy anuncian que el colapso es inevitable, acompañado del caos, la explosión de la indignación, la revuelta social, no hacen sino reproducir, aun sin conocerlos, los pronósticos del bicentenario Karl Marx.
Que la crisis iniciada en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers y sus consecuencias sobre la economía, la producción, el empleo y las brutales lacras sociales, no solo ha sido larga y tremendamente dura, sino que el fin de la recesión no ha acabado con ella. La crisis sigue ahí, como si hubiera venido para quedarse, dejando demasiadas víctimas por el camino y evidenciando la desnudez y la incapacidad del sistema financiero para enfrentar la realidad de una deuda impagable y en aumento.
No es descabellado pensar que el planeta podría aún satisfacer las necesidades básicas de sus pobladores, pero es incapaz de asimilar la rapiña, la codicia y la avaricia de unos pocos. Ni una producción infinita es posible, ni un endeudamiento permanente y creciente lo es tampoco. La globalización se ha convertido en el espacio en el que la libertad de los ricos pisotea la de todos los demás.
Quienes hoy anuncian que el colapso es inevitable, acompañado del caos, la explosión de la indignación, la revuelta social, no hacen sino reproducir, aun sin conocerlos, los pronósticos del bicentenario Karl Marx. El intento de los poderosos de crear un mundo a su imagen y semejanza está condenado al fracaso. Proudhon anunciaba por aquellos mismos tiempos, que la propiedad es el robo. Los ricos están produciendo sus propios sepultureros, siembran las semillas de su propia destrucción.
Según pensadores como Bauman, los capitalistas modernos, más allá de mantener los mismos objetivos depredadores de aquellos que vivían en los tiempos de Marx, Engels, o Proudhon, parecen haber conseguido sustituir la represión como medio de controlar la sociedad, por la engañosa libertad de consumo. La consecuencia es que todo queda convertido en comercio. Las personas se relacionan en función de intereses egoístas, que excluyen cualquier tipo de cooperación desinteresada.
Bernanos lo expresaba muy bien al hablar de las sociedades modernas que se generaban durante el primer tercio del siglo pasado, las mismas que dieron cabida al surgimiento de los fascismos, cuando nos describe esos grandes centros comerciales en los que cualquier dependiente sabe que la elección de los productos o servicios comprados es absolutamente libre, pero al final todos terminan pasando por la misma caja.
Hay un ejemplo bien cercano. Los partidos con presencia en el Ayuntamiento de Madrid montarán escenitas de grandes debates sobre Madrid Central. Sin embargo, ya se reclamen de derechas o izquierdas, a ver quién le pone el cascabel al gato votando en contra de la Operación Chamartin-Nuevo Norte, o la menos conocida pero no menos dañina del Paseo de la Dirección, tras las que se esconden grandes bancos como el BBVA, Constructora San José, o Dragados.
Mientras el consumo más exclusivo permanece casi en secreto, nunca al alcance de cualquiera, se inventan cada día nuevas maneras de hacernos creer que todos podemos disfrutar de experiencias únicas, aunque sean empaquetadas y masivas.
Cualquiera que pueda pagarlo puede disfrutar “experiencias premium”. Experiencias instagrameables de inmediato. Dormir en un antiguo banco, asistir a un concierto y cenar después con los artistas, sobrevolar la Alhambra, asistir al rodaje de una película, a una final de fútbol en palco especial, visitar un zoo con comida y contacto con los animales. Pronto veremos empaquetados viajes a la Luna. Cosas así te hacen sentir especial, distinto, más rico.
Los partidos con presencia en el Ayuntamiento de Madrid montarán escenitas de grandes debates sobre Madrid Central. Sin embargo, ya se reclamen de derechas o izquierdas, a ver quién le pone el cascabel al gato votando en contra de la Operación Chamartin-Nuevo Norte.
Muchas veces las revueltas no se anuncian, las revoluciones no dan la cara. Nadie esperaba que una manifestación se transformase en un 15-M. Tampoco los Romanov intuyeron la que se les venía encima aquel otoño de 1917. En 1848 todo estaba tranquilo en París y no había señales de que la monarquía de Luis Felipe corriera grandes peligros pese a la crisis económica, política y social que vivía el país. Eran pocos y aún desorganizados los que leyeron el Manifiesto del Partido Comunista, que, a decir verdad, ni existía como partido.
No sé si llegarán el colapso, la revuelta, la revolución. No sé si la acumulación de descontento, indignación, irritación, se decantarán por alguna de esas vías. Pero yo, simplemente porque parece que nada pasa, que todo anda tranquilo y que todo está controlado desde algunos despachos, no despreciaría la teoría del colapso y la posibilidad de que tanta oferta de experiencias únicas terminen desembocando en una revolución premium.
No descartaría que tras distraer el tiempo por la Isla de los Famosos y estimular las pasiones en un ancestral Juego de Tronos, terminemos siendo los protagonistas de cualquier resistencia, aunque al principio solo nos parezca viable en una Casa de Papel. Nada está escrito. Nunca se sabe.
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