Lo que me llama la atención es ver a personas que se levantan cada día para ir a trabajar, que viven al límite con su salario, que critican que se les suban los impuestos a los de los Lamborghini, como si ellos fueran parte de ese club exclusivo.
Por Isabel Ginés | 8/09/2024
Cuando el presidente dice “Más transporte público y menos Lamborghini”, su intención es hacer una metáfora para entender la desigualdad. Está usando una metáfora para recordarnos que, en lugar de aspirar a un lujo que solo una mínima parte de la población puede permitirse, necesitamos una mejor redistribución de los recursos. Está diciendo que necesitamos un sistema más justo, donde se prioricen las necesidades básicas de todos, no los caprichos de unos pocos.
Lo que me llama la atención es ver a personas que se levantan cada día para ir a trabajar, que viven al límite con su salario, que critican que se les suban los impuestos a los de los Lamborghini, como si ellos fueran parte de ese club exclusivo. Ahí es donde se ve la falsa conciencia de clase: gente humilde defendiendo los intereses de quienes jamás levantarán un dedo por ellos.
Es como si no se dieran cuenta de que esa vida de lujo no va con ellos, de que esas políticas que defienden solo benefician a los que ya lo tienen todo. Están convencidos, gracias al falso discurso de la derecha, de que los problemas son los impuestos o las ayudas sociales, cuando en realidad, los que de verdad están drenando el sistema son los ricos que evaden impuestos, los que no pagan su parte justa mientras el resto cargamos con la responsabilidad.
Necesitamos más pedagogía y cultura de izquierdas para que la gente entienda que no están en el mismo equipo que los que conducen esos Lamborghinis. Que mientras unos muestran sus coches de lujo, hay niños que van al colegio sin desayunar porque en casa no hay suficiente comida. Que hay mujeres trabajando en negro, doblando turnos para enviar dinero a sus familias y apenas pudiendo mantenerse ellas mismas.
Pienso en la clase obrera, la que se sube al bus o al metro cada mañana para ir a trabajar, paga sus impuestos religiosamente y no puede presumir de coches de lujo, sino de manos gastadas, espaldas doloridas y pastilleros llenos para aguantar el día a día. Esa es la realidad de la mayoría, y no tiene nada que ver con un Lamborghini.
Lo que el presidente intentaba decir es que necesitamos menos desigualdad, menos ricos que se escaqueen de pagar lo que deben, y más recursos para los que realmente lo necesitan. Pero parece que el mensaje no cala. En su lugar, cala la burla fácil, el chiste del Lamborghini, y la gente sigue defendiendo a quienes les pisan el cuello.
Es urgente que la clase trabajadora recupere la conciencia de quiénes son sus verdaderos aliados, que entiendan que el enemigo no es el gobierno que quiere cobrar impuestos más justos, sino los que se escapan de pagarlos. Hace falta mucha más educación para que se entienda que el verdadero lujo no es un coche caro, sino poder vivir con dignidad, con la tranquilidad de saber que, al final del mes, va a alcanzar para todo, y eso no se logra con Lamborghinis, sino con políticas justas y redistributivas.
Una sociedad justa se construye a partir de políticas que reconozcan las necesidades y las contribuciones de todos sus miembros, no solo de unos pocos privilegiados. Es fundamental que los ricos paguen más, no como castigo, sino como una cuestión de equidad y responsabilidad social. Son ellos quienes tienen la capacidad de aportar más al bien común sin que esto afecte su calidad de vida, mientras que para la clase trabajadora, cada euro cuenta y puede marcar la diferencia entre vivir con dignidad o en la precariedad.
La clase obrera no puede permitirse defender los intereses de una élite a la que no pertenece y que, en la mayoría de los casos, ni siquiera considera sus luchas y sacrificios. No son lo mismo, y es esencial que esta distinción se entienda claramente. Defendiendo los intereses de los más ricos, la clase trabajadora solo perpetúa un sistema que les explota y margina, alejándolos de las oportunidades que podrían mejorar sus vidas.
El verdadero progreso llega cuando se impulsa una redistribución justa de los recursos, cuando se asegura que todos puedan acceder a una vida digna sin importar su origen o su posición económica. Solo con políticas que promuevan la justicia social y fiscal, y que exijan a los más adinerados contribuir de manera proporcional, se podrá reducir la brecha de la desigualdad y construir un futuro donde todos tengan un lugar. Es hora de recordar que la justicia no es un lujo, es un derecho que debe estar al alcance de todos, no solo de quienes pueden permitirse una vida de lujo.
También hay que educar para que no se valore a las personas por lo que tienen, para que los adolescentes no se cataloguen según el móvil que tengan, para que ir en autobús sea lo normal para todos, aunque solo sea por motivos ecológicos. Para que sea un motivo de orgullo poder pagar mas impuestos y colaborar con ello al bienestar general.