La necesaria batalla cultural

Por Sergio Martos

Este artículo bien podría ser una crítica más a la izquierda reposada que parece no reaccionar realmente a su circunstancia. El discutido discurso actual de Podemos frente al soberanismo catalán, con su «han despertado al fascismo» bien puede merecer una réplica. Algo sencillo y fácil, algo barato. Pero no estamos para desaprovechar discusiones. Yo, en particular, siento mis días cada vez más difíciles: mi salud empieza a flaquear y la pobreza y las dificultades en sociedad me son ya muy hostiles. Así que procuraré no malgastar estas palabras.

La situación que se avecina es difícil, y nos lo parecerá cada vez más. Esta es la actitud de la derrota, y a muchos nos es inevitable tenerla. Los desencantados de Podemos y compañía ya somos muchos, quizá demasiados; y es probable que las próximas elecciones redistribuyan los asientos del Parlamento de forma que los desposeídos ─la clase trabajadora pobre y la clase trabajadora en vía de empobrecerse, porque no existen otras en la España actual─ seamos aun más y peores. Créanme, soy el primero que lo entiende.

Pero una nueva (y comprensible) actitud de derrota no podrá implicar más que una nueva (y esperada) derrota. Todo es posible, y si no pregúntenle a la Revolución francesa, a la Comuna de París o al siglo XX parte a parte. No, por supuesto, esto no quiere decir que esos sean los modelos para hacer algo bien a día de hoy; el mundo es distinto, las personas somos distintas y los cambios van a ser distintos, así que, de la misma forma que hoy la pobreza no significa necesariamente no tener conexión a internet o ser analfabeto, tenemos que rehacer el esquema mental clásico de lo que significaba en los siglos XIX o XX transformar el mundo.

Lo único de aquí que no va a cambiar es el papel de la conciencia en todo esto. La clase es otra, su potencial como clase se diversifica en Europa en las mil ramas del consumo que se nos impone como forma de vida, y la vida como imagen ─como teatro y no como realidad─ invierte nuestro mundo. La realidad de la clase media es la de una expectativa especular, esto es, en forma de espejo, y no como clase empobrecida. Pero esto se ha terminado con la crisis de la última década. Con izquierda o sin ella, la estructura socio-económica de este país está dinamitada en comparación a la anterior. El fruto amargo del neoliberalismo.

Pero como digo, la conciencia va a nacer de aquí o no va a nacer en absoluto. Si recordamos, la interesante lectura de Popper nos pone sobre la pista del programa neoliberal: preconizando una «ingeniería social fragmentaria» que luchara contra el programa “utópico” que Platón y Marx tomaran (exclusivamente porque formaban “sistemas”, o sea, cosmovisiones), el autor aprovechaba la lógica del medio y se refugiaba en el concepto de ciencia que se fraguaba en aquellas décadas. Popper no era un loco, sino una pieza más en un enorme tablero de ajedrez.

«Marx fue el último de los constructores de un gran sistema holístico… Lo que necesitamos no es holismo, sino una ingeniería social fragmentaria» Popper.

Su ascendencia judía (siendo él agnóstico) le hizo topar con el horror del nazismo; se crió en la Viena de principios del siglo XX y su familia, con una tradición de profesiones liberales, se “cayó” de la clase media. Por supuesto, como vienés y judío, las constantes manifestaciones de antisemitismo ─que se irían conjugando con el nacionalismo exacerbado que hoy tenemos conocido por el folklore nazi─ y la tradición familiar le harían posicionarse políticamente en contra de los nacionalismos ─también del sionismo─ y en el eje de lo que hoy llamaríamos, con una cierta reticencia, la “moderación política”.

Su quizá más conocido libro, “La sociedad abierta y sus enemigos”, fue escrito por encargo de Friedrich Hayek, que puede que les suene más. Popper y Hayek desarrollaron también, junto con su actividad política, su actividad científica. Más en particular, Popper es conocido por el habitualmente mal interpretado concepto de “falsacionismo”; y Hayek por sus textos acerca de economía. (No) al margen de esto, ambos hicieron uso activo y pasivo del individualismo metodológico, que, por ahorrar palabras, se sostiene sobre el individuo como eje del método. «Ingeniería social fragmentaria», recordemos. Abandono inmediato de la realidad del proceso, de la interacción activa de las partes del todo. Ingreso de la mónada abstraída del complejo social.

Este ha sido el gran ariete del neoliberalismo fragmentador: una cosmovisión que se presenta a sí misma como otra cosa, sostenida estructuralmente por el individuo ya fragmentado. Pero no nos llevemos las manos a la cabeza. El concepto de “ciencia” de la Europa del siglo XXI ya moldeaba a, y estaba moldeada por, el panorama filosófico del momento; hoy, en cambio ─y como dice Neil Postman en su sencillo Divertirse hasta morir─, el medio y la conexión que a él vivimos nos abren a nuevos conceptos de lo que significa “ciencia”, “información” y “verdad”, de modo es más fácil creer en lo que dice un tipo en la televisión que en un libro. En el auge de las clases medias ─y en España a partir del nacional-catolicismo del franquismo de los años 60─, esta era la cosmovisión más popular. Es la que aún debemos.

Ya no vivimos en los campos y en la miseria de la familia campesina retratada en “Los santos inocentes”, es cierto. Hoy la mayor parte de la miseria está en las ciudades y se debe, entre otras cosas, a la contaminación y el hacinamiento. La vida en España significa casi siempre pobreza, pero en unas variables. Como dicen, se le pone apellidos casi siempre: energética, textil, e incluso monetaria… Pero de aquí se puede sacar otra realidad, una muy distinta. Lo que queda es comenzar a plantear una batalla cultural que no hemos siquiera comenzado.

Y ese es nuestro primer gran error. El neoliberalismo ha tenido su batalla cultural, como ha tenido también sus propios intelectuales, igual que el nazismo, y de la misma forma en que la tuvo (y fue transformándose) el comunismo y el “socialismo real” de la URSS. Pero no hemos tenido aquí una gran batalla cultural real, sino fragmentaria. Decía Debord de manera un tanto críptica: «en un mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso». Pero lo falso se desploma, pedazo a pedazo. Tenemos que darle la vuelta a este mundo.

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