Por Iria Bouzas
A veces tengo pensamientos insistentes y muy pesados.
Mi carácter es todo lo contrario a una personalidad obsesiva, mi espíritu hippy me acompaña siempre y me sirve para ir fluyendo por la vida sin preocuparme demasiado de nada que no sea urgente de necesidad.
Pero hay pensamientos que se me cuelan en la cabeza y se dedican a dar vueltas por ahí, molestando, hasta que me obligan a hacer un esfuerzo para poder sacarlos. He llegado a pensar que esos pensamientos tienen una parte de egocentrismo y que solo buscan dar el salto de mi cabeza, que no es un sitio ni prestigioso ni reconocido, a un artículo donde poder ser leídos por mucha gente y quedar reflejados para siempre.
No me extraña nada que, en un mundo tan lleno de ego, hasta los pensamientos se hayan contagiado de esa necesidad enfermiza de figurar que nos invade cada vez más. No descarto en absoluto que en los próximos días mis pensamientos terminen por abrirse una cuenta de Instagram. No duden de que les avisaré si eso finalmente sucede.
Ayer, mientras conversaba con una compañera, uno de esos pensamientos egocéntricos asomaba la patita por una parte de mi cerebro, y hoy, asumiendo que ha venido para quedarse, he decidido darle salida a base de teclearlo en este artículo.
Cuando hacemos daño a los demás para aliviar nuestro dolor, nuestras inseguridades o nuestras frustraciones, estamos abriendo aún más profundamente nuestras heridas y rasgando de nuevo la piel por donde ya había comenzado a cicatrizar.
Parece que nos hemos habituado a hacer daño a los demás como medida para calmar nuestra propia ansiedad. Sufrimos, y como la mayor parte de las veces que lo hacemos, ese sufrimiento viene dado por una situación injusta o que percibimos como injusta y de la que o no tenemos responsabilidad o no la asumimos como propia, inmediatamente necesitamos buscar un culpable.
“Sufro, y como no es mi culpa y no es justo tener que sentirme tan mal, busco un culpable sobre el que descargar mi dolor”.
Este es un mecanismo perverso de gestión de nuestras emociones porque, el hecho de hacer daño a un ser cercano o el de ir a una red social a intentar maltratar la autoestima de un absoluto desconocido, al final, no crean más que una explosión enorme de dolor aumentado que termina por salpicar a multitud de personas que a su vez tienen que gestionar el dolor que tan gratuitamente les producimos.
Eso de dañar cuando nos duele, es algo muy feo que por desgracia, aprendemos con los años y que yo llevo tiempo intentando desaprender.
Quizás no sea justo sufrir, pero es que la vida no es justa. Eso es algo que cuanto antes asumamos, antes estaremos en posición de ser más libres y por ello, ser más felices.
La vida no es justa porque no tiene la capacidad de adaptarse constantemente a los sentimientos individuales de justicia que tenemos cada ser humano.
La vida es un sitio lleno de injusticia. Lleno de dolor, de sufrimiento, de daño y de tristeza.
Pero también es un sitio lleno de amor, alegría, celebración y aventuras.
Estar por aquí, en esta existencia, implica queramos o no el tener que tragar medicinas muy amargas a cada paso del camino que recorremos.
Cuando las injusticias vienen provocadas por la actuación miserable de alguien que en su provecho genera la desgracia de los demás, nuestro deber es el de protestar y reclamar el cese de esa forma de actuar.
Pero cuando simplemente maltratamos a los demás porque no soportamos la rabia, el dolor o la angustia que nos invaden por dentro, deberíamos tener la capacidad de parar y observarnos a nosotros mismos desde fuera.
Tenemos una vida. Solo una oportunidad. Como dirían los anglosajones, es un “one shot”.
Cada día que pasa, es un día que no vuelve. Un día en el que somos y en el que estamos. Cada mañana cuando nos despertamos, ya no somos la misma persona que se despertó el día anterior. Somos o un poquito más, o un poquito menos.
Cada día nos podemos despertar un poco más llenos, o un poco más vacíos. Podemos levantarnos, tener los ojos aún entornados del sueño y pensar si empezamos ese día con el alma un poco más rota o un poco más curada.
Cuando hacemos daño a los demás para aliviar nuestro dolor, nuestras inseguridades o nuestras frustraciones, estamos abriendo aún más profundamente nuestras heridas y rasgando de nuevo la piel por donde ya había comenzado a cicatrizar.
Esto de vivir no es nada fácil. De hecho, no se me ocurre nada más complicado. Nos han dejado aquí, en medio de un mar desconocido y vamos haciendo lo que podemos para no ahogarnos.
Pero este pensamiento obsesivo que me rebota por la cabeza parece que está bastante empecinado en recordarme que nosotros, también tenemos la capacidad de decidir muchas veces hacia qué lado queremos manejar el barco.
Por cierto hoy, mientras escribo, tengo un día de esos que duelen. Creo que voy a llamar a algún amigo a ver si me da un poco de mimos y me recuerda por qué, cuando somos pequeños, les pedimos a los demás que abracen cuando “tenemos pupa” y no nos dedicamos a darles patadas.
Eso de dañar cuando nos duele, es algo muy feo que por desgracia, aprendemos con los años y que yo llevo tiempo intentando desaprender.
Se el primero en comentar