El genocidio de 1937 fue parte de esta política de “blanqueamiento”, que no solo promovía la expulsión masiva de haitianos, sino también la inmigración europea para “mejorar” la composición racial del país.
Por Isabel Ginés | 29/11/2024
En octubre de 1937, la frontera entre Haití y la República Dominicana fue el escenario de uno de los episodios más brutales y de los menos conocidos del siglo XX: la Masacre del Perejil. Bajo las órdenes del dictador y genocida Rafael Leónidas Trujillo, miles de haitianos y dominicanos de ascendencia haitiana fueron asesinados en una operación que buscaba eliminar cualquier rastro de presencia haitiana en territorio dominicano. Este genocidio, que se prolongó durante varias semanas, dejó profundas cicatrices en la memoria colectiva de ambos países y redefinió la relación entre Haití y la República Dominicana.
Rafael Leónidas Trujillo, el genocida de la República Dominicana desde 1930 hasta su asesinato en 1961, instauró un régimen caracterizado por la represión, el culto a su personalidad y un profundo racismo, entre muchas más atrocidades. Su visión de la “dominicanidad” estaba basada en una noción excluyente y racista que rechazaba cualquier influencia haitiana. Trujillo, en su obsesión por consolidar una identidad nacional homogénea, veía a los haitianos como una amenaza étnica y cultural que debía ser erradicada.
El genocidio de 1937 fue parte de esta política de “blanqueamiento”, que no solo promovía la expulsión masiva de haitianos, sino también la inmigración europea para “mejorar” la composición racial del país. Paradójicamente, Trujillo, quien tenía ascendencia haitiana por parte de su abuela materna, negó sistemáticamente esta herencia y se ufanaba de su supuesto linaje español.
Entre el 2 y el 8 de octubre de 1937, tropas dominicanas, apoyadas por civiles reclutados o coaccionados, llevaron a cabo una purga étnica en la frontera noroeste del país. Los soldados utilizaban una cruel prueba lingüística para identificar a los haitianos: les pedían que pronunciaran la palabra “perejil”. Aquellos que no podían hacerlo correctamente, debido a su acento criollo, eran ejecutados en el acto.
La cifra exacta de muertos varía según las fuentes, pero se estima que entre 9.000 y 35.000 personas fueron asesinadas. Las víctimas, incluyendo hombres, mujeres y niños, eran en su mayoría pequeños agricultores, muchos de los cuales habían nacido en la República Dominicana. Los cuerpos fueron arrojados al río Masacre, que divide a ambos países, aumentando el simbolismo macabro de la tragedia.
El genocidio tuvo raíces tanto raciales como territoriales. Trujillo presentó la masacre como una solución a la “invasión” haitiana que, según él, ponía en peligro la soberanía dominicana. Sin embargo, esta narrativa ocultaba un profundo racismo: los haitianos eran vistos como “los negros”, en contraste con los dominicanos, cuya identidad se definía de manera ambigua, pero siempre en oposición a lo haitiano.
El genocidio también respondió a conflictos históricos sobre la propiedad de la tierra en la frontera. Aunque en 1929 ambos países firmaron un tratado para definir la línea divisoria, las tensiones continuaron. Trujillo utilizó esta disputa para justificar la masacre, afirmando que los haitianos estaban usurpando tierras dominicanas. La Masacre del Perejil dejó una herida profunda en las relaciones haitianodominicanas. Trujillo intentó minimizar las repercusiones internacionales mediante un acuerdo económico con Haití, pero el genocidio consolidó el antihaitianismo como una ideología dominante en la República Dominicana. A pesar de esto, sectores de la población dominicana, especialmente en las zonas fronterizas, continuaron resistiendo esta visión y mantuvieron una convivencia bicultural.
En Haití, el recuerdo de la masacre se convirtió en un símbolo de resistencia frente a la opresión y la violencia racial. A nivel internacional, la masacre ha sido reconocida como un ejemplo de limpieza étnica y genocidio, aunque durante décadas permaneció en la sombra de la historia oficial. La Masacre del Perejil no fue solo un episodio de violencia racial, sino un genocidio orquestado por el Estado dominicano bajo el mando de Rafael Trujillo. Este crimen de lesa humanidad es un recordatorio de los peligros del nacionalismo extremo y del racismo institucionalizado. Es fundamental recordar y reconocer a las víctimas, así como reflexionar sobre las implicaciones de este genocidio en las actuales relaciones entre Haití y la República Dominicana.
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