El último gobierno ha unificado toda la formación en un solo ministerio, pero la formación reglada, la Formación Profesional (FP) en el marco del sistema educativo sigue funcionando de forma distinta y separada de la Formación Profesional para el Empleo (FPE) que se dedica a recualificaciones de personas trabajadoras y desempleadas.
Por Francisco Javier López Martín
El porcentaje de titulados superiores españoles es mucho mayor que en Europa. Sus problemas para encontrar empleo son mucho mayores que en la mayoría de los países de la Unión. Hay quienes achacan el problema a esa ineficaz e ineficiente, a veces inexistente, relación entre las empresas y los centros educativos de Formación Profesional (FP) y de la universidad.
Algo de eso hay cuando nuestras empresas son incapaces de beneficiarse de las capacidades y cualificaciones de nuestros universitarios y nuestros titulados en FP para mejorar sus servicios, sus productos, su capacidad de innovación. Sería un esfuerzo que sindicatos, empresarios y gobiernos deberían acometer sin tardanza y cuanto antes. Un reto que debería abordarse apartándolo de las tensiones políticas, económicas, o sociales, de cada momento.
Los organismos europeos nos llaman constantemente la atención para que mejoremos nuestra formación, para facilitar la formación permanente a lo largo de toda la vida y para facilitar los cambios, las transformaciones, la movilidad de las personas que trabajan.
Sin embargo, nuestros niveles de personas adultas participando en procesos de Formación Permanente se sitúan en el 11% y siguen por debajo de la media europea y muy lejos del objetivo del 25% en los próximos dos años, objetivo al que apuntan tanto desde el Parlamento Europeo, como el propio Consejo de Europa.
Para empezar, uno de nuestros problemas organizativos consiste en considerar la Formación Permanente y la Formación para el Empleo en dos redes distintas. El último gobierno ha unificado toda la formación en un solo ministerio, pero la formación reglada, la Formación Profesional (FP) en el marco del sistema educativo sigue funcionando de forma distinta y separada de la Formación Profesional para el Empleo (FPE) que se dedica a recualificaciones de personas trabajadoras y desempleadas, que dependía hasta tiempos recientes del Ministerio de Trabajo.
La FP presta mucha atención a la formación técnica y las cualificaciones y capacitaciones personales, mientras que la FPE pretende sobre todo mejorar la empleabilidad, la inserción laboral, la atención a las nuevas necesidades del sistema productivo. Flexibilizar ambos subsistemas y que funcionen de forma sincronizada parece un objetivo necesario que nunca se ha conseguido.
La FPE ha recibido diferentes tratamientos y distintas denominaciones que en poco han contribuido a aclarar el panorama. Unos la llamaron Formación ocupacional, poniendo el acento en la consecución más fácil de un empleo, formación continua, o permanente, destacando esa necesidad de formación a lo largo de toda la vida. También la formación de adultos tiene una vertiente de formación profesional y, últimamente, siguiendo la huella alemana, se la ha denominado formación dual.
La FPE ha recibido muchos recursos europeos y ha tenido un desarrollo desigual y desequilibrado. Siempre ha buscado un desarrollo personal y profesional vinculado a la búsqueda de empleo, su mantenimiento, o su mejora, pero con muchos problemas de gestión que han dado lugar a sonados escándalos en diferentes espacios autonómicos, donde se ha descentralizado su gestión.
Intentamos abordar estos problemas con la negociación de la Ley 30/2015 y del posterior decreto regulador que conseguimos culminar en 2017. La formación a lo largo de toda la vida, la mejora de las competencias profesionales, cuidando al tiempo el desarrollo personal, la mejora de la productividad de las empresas, su adaptación a los cambios.
Una ley que se centraba en las personas trabajadoras, la mejora de sus competencias, la correcta acreditación de la experiencia profesional y de la formación adquirida, el acceso a las nuevas tecnologías, abrir definitivamente las puertas a la formación dual.
En aquel momento, los negociadores intentamos ser valientes, aún a costa de la incomprensión de muchas de nuestras organizaciones. Apartar a sindicatos y empresarios de la gestión directa de cursos de formación no podía ser bien visto en algunos ámbitos y eso nos obligó a pagar algunos costes organizativos, e incluso personales.
Sin embargo, lo más importante fue que el diálogo social y la negociación colectiva sí se consolidaron como los ejes capaces de articular las necesidades y permitir que la formación pudiera cumplir su papel en las empresas y en el conjunto de la economía.
En ese momento se consolidaron como derechos los permisos de formación remunerados a cargo de la empresa y las propias cuentas de formación, ahora impulsadas a niel europeo, que permitirían que cada persona pudiera contar con una certificación permanente de la formación adquirida a lo largo de la vida. Se aseguraba el carácter finalista de la cuota de formación y los recursos necesarios para sostener los planes de formación.
El gobierno de coalición ha terminado por aprobar, el año 2022, una Ley denominada Ley Orgánica de ordenación e integración de la Formación Profesional, que ha iniciado los pasos para intentar superar el desorden estructural de los dos subsistemas de Formación Profesional y Formación para el Empleo, con dependencias administrativas distintas y con requisitos y acreditaciones dispares, cuando no contradictorios y confusos.
Se han dado algunos pasos, pero aún no hemos salido del laberinto en el que vivimos instalados desde hace décadas. Queda mucho por hacer en materia de formación profesional.
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