Sólo es posible entender estos acontecimientos retrocediendo a una etapa anterior de esta historia. Fuimos testigos de primera mano el 24 de marzo de 1999, cuando llovieron las bombas sobre toda la Pequeña Yugoslavia (Serbia con Voivodina, Kosovo y Montenegro).
Por Tommaso Di Francesco | Sin Permiso
Luego vino la provocación del primer ministro de Pristina, Albin Kurti, que decidió celebrar elecciones parciales en abril en los municipios donde los serbios habían decidido no participar en el proceso. El resultado fue una farsa, ya que sólo votó el 3%, es decir, los pocos albaneses presentes en el norte, aún de mayoría serbia.
La decisión unilateral de instalar a los ganadores de estas elecciones hizo el resto, después de que hasta el «filosófico» Secretario de Estado estadounidense Antony Blinken se pronunciara en contra, con la vista puesta en la crisis ucraniana.
Pero sólo es posible entender estos acontecimientos retrocediendo a una etapa anterior de esta historia. Fuimos testigos de primera mano el 24 de marzo de 1999, cuando llovieron las bombas sobre toda la Pequeña Yugoslavia (Serbia con Voivodina, Kosovo y Montenegro). Por la noche, en la hermosa Novi Sad, los tres modernos puentes de la ciudad, una delicia para la vista, quedaron destruidos por bombarderos que partieron de la base de Aviano. Pero el verdadero horror fue correr durante días para recoger noticias y restos humanos, como en el cráter de Surdulica, entre casas rurales y repleto de restos de ancianos y niños. Es difícil siquiera transmitirlo: entre los bloques de apartamentos de Belgrado, vimos muchas familias aterrorizadas encerradas en refugios. Mientras tanto, la guerra tenía ahora como objetivo principal la información: los medios de comunicación oficiales estaban pendientes de cada palabra de Jamie Shea.
Era el portavoz de la OTAN y quien no paraba de hablar de «daños colaterales» y «bombas inteligentes». Por el contrario, íbamos descubriendo muchas carnicerías de civiles. Para lograr estos «resultados», se utilizaron 1.200 aviones para un total de 26.289 salidas confirmadas, 10.000 misiles de crucero y 2.900 misiles y bombas durante 78 días de bombardeos aéreos ininterrumpidos. Durante 2.300 ataques, se lanzaron 21.700 toneladas de explosivos -a menudo con uranio empobrecido-, incluidos 152 contenedores con 35.450 bombas de racimo sobre 995 objetivos, entre instituciones, escuelas, hospitales, trenes, mercados, autobuses e infraestructuras. ¿Cómo se puede contar una historia así? A Luigi Pintor se le ocurrió la idea de una portada en blanco para il manifiesto, un gesto que dio la vuelta al mundo. En la parte inferior figuraba la leyenda: «Los niños no nos ven».
Pero había demasiadas páginas obscuras en Italia, como las que trataban de justificar el bombardeo de la cadena de televisión de Belgrado, con 16 víctimas, alcanzada por misiles de crucero en medio de las casas de la gente de Belgrado, con la ropa tendida en las terrazas alrededor. Llovían restos de cables sobre el vecindario como una especie de nieve química.
Veinticuatro años después, ¿qué consiguieron aquella guerra y aquellas mentiras? ¿Como la mentira diplomática de Rambouillet, que obligó a Yugoslavia a contar con tropas de la OTAN? ¿O la mentira de Racak, el casus belli propugnado por el hombre de la CIA, William Walker, que dirigía la misión de la OSCE que debía mediar entre las partes? Porque hasta el 24 de marzo había habido víctimas y refugiados en ambos bandos. Así lo demostró la anterior inculpación del ex primer ministro Ramush Haradinay, jefe del UCK -reconocido como organización terrorista por los Estados Unidos hasta 1998- en Drenica, procesado en La Haya por masacres de civiles romaníes y serbios ya en 1998. Y, como denunció Carla Del Ponte en su libro (La Caccia, «La Caza», de la editorial Feltrinelli), y confirmó un informe del Consejo de Europa, en 1998 muchos civiles serbios fueron secuestrados por el UCK para alimentar un bárbaro mercado de extracción de órganos, por el que ahora está procesado en La Haya Hashim Thaqi, líder indiscutible del UCK y entonces presidente de Kosovo.
¿Acaso intentaban salvar con los bombardeos aéreos a los refugiados albaneses que huían? Huían no sólo por miedo a las milicias serbias, sino, según el Tribunal Penal Albanokosovar que dictó sentencia en un juicio de 2001, también porque estaban aterrorizados por las incursiones de la OTAN. Y tenían razón, porque cientos de ellos fueron literalmente incinerados por las bombas «inteligentes».
Pero los resultados de esa «guerra miserable» -como la llamó Claudio Magris- están aquí mismo, más de lo que nos damos cuenta. La OTAN pasó de ser una coalición defensiva a una ofensiva, desplegada a partir de entonces por todo el mundo. Hubo una contra-limpieza étnica de 300.000 serbios y romaníes, expulsados bajo la vigilancia de la OTAN y que nunca regresaron, junto con la destrucción de 150 monasterios ortodoxos. También se construyó Camp Bondsteel en Kosovo, la mayor base militar estadounidense en Europa. Por último, en 2008 se produjo la autoproclamación de independencia de Kosovo, que aún divide al Consejo de Seguridad de la ONU y a la UE y sólo está reconocida por la mitad de los cerca de 200 países de la ONU. Se hizo despreciando el derecho internacional, porque la guerra de incursiones humanitarias de 78 días terminó con la Paz de Kumanovo de junio de 1999, documento que se convirtió en la Resolución 1244 del Consejo de Seguridad de la ONU: exigía a Serbia la retirada temporal de su ejército, permitía la entrada temporal de contingentes de la OTAN, pero reconocía la soberanía de Belgrado sobre Kosovo.
Ahora ese acuerdo es papel mojado, junto con el propio Derecho internacional, gracias en parte a Italia, que en 2008 reconoció esta última independencia étnica en los Balcanes, después de todas las que habíamos reconocido anteriormente, ayudando a los nacionalismos criminales que demolieron la estructura federal yugoslava. Una independencia unilateral que sentó un peligroso precedente, como demostró ese mismo año el conflicto entre Georgia y Rusia, que se lanzó a las armas para defender «su Kosovo» en Osetia y Abjasia. Y la guerra de Ucrania, con la agresión de Rusia en febrero de 2022, que, sin embargo, había comenzado en 2014 tras los turbios sucesos del Maidán, como una guerra civil, con la secesión del Donbás-Kosovo y la reanexión de Crimea por Rusia, tras su propio referéndum. Tantas heridas son las que se han reabierto, y todas ellas son imágenes especulares unas de otras. Porque, en 1999, en Kosovo, la OTAN protagonizó, desoyendo a la ONU, una guerra de agresión con una operación especial de policía internacional que denominó «guerra humanitaria».
¿Qué señales podría haber enviado esta descabellada decisión -junto con todas las demás guerras, en Irak, Afganistán, Libia, Siria- a la Rusia de Putin, si no es demostrar que también puede hacer esto, demostrar su temple en el belicismo, el hipernacionalismo y el poder militar? Ahora, con una nueva guerra de agresión y crímenes contra civiles, algo también equivalente a impunidad para el propio Putin, que dura ya un año y tres meses. ¿Y qué sentido tenía si la crisis vuelve a estallar, después de 24 años enterrada bajo el manto de la Pax Atlántica? Hoy dice todo el mundo que «Rusia está avivando las llamas». Por supuesto, Putin juega a su juego sucio y aviva las llamas, pero ¿quién encendió en primer lugar el fuego en Kosovo?
Una cosa es cierta. La guerra de 1999 fue la primera guerra postmoderna en Europa, en su flanco sudeste, en un conflicto entre el uso de la fuerza contra la fuerza y el imaginario del poder occidental tras el 89 y la implosión de la URSS, todo ello gestionado por la izquierda atlántica gobernante, en busca tanto del nuevo enemigo como de su propia legitimidad «constituyente» a través del conflicto armado.
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