Aunque los terremotos que estremecieron a Kurdistán, Turquía y Siria produjeron miles de muertes y necesidades urgentes, el gobierno de Ankara sigue empecinado en bombardear a la población kurda del norte sirio.
Por Mauricio Centurión, desde Rojava, para La tinta
La destrucción y el desplazamiento en el pueblo de Zirgan, en Rojava (Kurdistán sirio), afectan a la población desde hace meses. El paisaje de escombros en todo el pueblo no fue causado por el terremoto que afectó tantas vidas en territorio turco y sirio, sino por una constante guerra por parte del ejército de Turquía.
Zirgan está vacío, solo el viento helado parece encontrar camino en los huecos que los ataques dejaron en todo el pueblo. Del 20 de noviembre al 15 de diciembre del año pasado, hubo tantos bombardeos turcos que un tercio de la población abandonó el pueblo. Buscaron un lugar seguro en la casa de familiares que viven en las aldeas cercanas o yendo a los campos de refugiados gestionados por la Administración Autónoma del Norte y el Este de Siria (AANES), los cuales están en su capacidad límite desde que Ankara intensificó sus ataques.
Este pueblo pertenece a Rojava, dentro del cantón de Heseke, en el norte de Siria. A dos kilómetros al norte, limita con la primera base militar de Turquía, de donde provienen todos los ataques de artillería; a dos kilómetros hacia el oeste, con las bases del Ejército Nacional Sirio (ENS), a cuyos integrantes los kurdos llaman “chetes” y acusan de ser mercenarios al mando de Ankara. Por los bombardeos frecuentes y por la amenaza de una invasión a gran escala, esta zona es considerada, en lenguaje militar, como uno de los frentes de batalla.
La mañana aún no se muestra en su totalidad, porque el sol permanece escondido en unas grandes nubes. Unas 30 personas hacen cola fuera de una panadería, esperando que esté listo el pan circular y fino típico de Rojava, llamado “nan”. A 2.000 kilómetros de ese lugar, quizás un comandante turco ordena a sus soldados cargar el armamento de artillería, apuntar donde -gracias a los drones- saben que está la panadería y disparar. “Sus ataques son pensados. En pocos días, atacaron la torre de internet, el tinglado de conexión eléctrica y la torre del agua, la mezquita, la panadería y un parque donde juegan los niños. Días después, atacaron un hospital de niños y, muchas veces, atacaron el generador con el que resolvemos la energía del pueblo cuando no hay luz”, cuenta Harun.
El polaco Ryszard Kapuściński narra en su libro Un día más con vida la liberación de Angola y el protagonismo de una persona que arreglaba el tanque de agua cada vez que era atacado. Dice que sin él, el pueblo quedaba desabastecido y tenía que rendirse. Harun ocupa un rol similar en Zirgan: es el único que sabe cómo reparar el generador que da luz a todo el pueblo y que ya fue atacado dos veces.
“Yo podría haberme ido, lo pensé muchas veces, pero, si me voy, la gente que resiste puede quedarse sin luz. No puedo hacer eso, me voy a quedar hasta el final y voy a arreglar el generador todas las veces que sea necesario. Voy y vengo, tengo a mi familia en un lugar seguro. Cuando voy con ellos, me dicen que por favor no vuelva, que es peligroso, pero tengo que ayudar a mi comunidad. Hay un dicho en árabe que dice: ‘Qué vales si abandonas tu propia tierra’. Me lo digo todas las mañanas”.
“Muchas personas tozudas se quedaron hasta el segundo ataque, hasta el tercero. Mucha gente se fue cuando atacaron el jardín y la escuela. Eso creó un gran miedo a los niños. Solo hubo un herido en ese ataque porque fuimos aprendiendo, con el tiempo, a protegernos, a escondernos, a organizarnos con calma cuando escuchamos el primer estruendo. No es que uno se acostumbra, siempre el miedo está, pero hay algo de la supervivencia que hace que te autoprotejas y vayas adquiriendo experiencia después de cuatro años con la guerra cerca”, cuenta Ali, que era portero de la escuela que fue atacada el 30 de noviembre pasado y hoy está vacía y llena de escombros.
“La escuela fue el límite para muchas familias”, afirma Hale, una vecina árabe que es parte del Concejo de autogobierno en el pueblo de Zirgan. Y agrega: “El gobierno turco no distingue a militares de civiles, hace esto para que nos vayamos y así ganar territorio. Desde mayo de 2022 que Turquía viene anticipando una futura invasión y, luego de culpar a los kurdos del atentado en Estambul, anunció públicamente de avanzar hasta destruirnos”.
A su lado, Ahmed nos invita a pasar a la habitación principal de la comuna. En el centro del espacio, cuelga un retrato de Abdullah Öcalan, el líder kurdo encarcelado en Turquía desde 1999. Junto a la imagen, hay un hueco en la pared que deja entrar el sol. Ahmed apunta y recuerda: “Fue un ataque de artillería, afuera incluso hay un misil que no explotó”. “Nos seguimos reuniendo, afuera y dispersos, por las mañanas unas horas, porque necesitamos encontrarnos y seguir resolviendo los problemas de nuestra gente”, explica.
El espacio principal de la administración autónoma fue atacado cinco veces. Las personas, luego del segundo ataque, volvieron a trabajar, pero después ya fue imposible seguir por la destrucción del lugar y el peligro de otro ataque.
Ya pasaron dos meses y el paisaje es de devastación y desolación. Empezada la mañana, se ven las primeras personas que aparecen con una caminata apurada, bolsas en sus manos y la mirada intranquila. Cuando la tarde empieza a caer, desaparecerán, como yéndose por puentes invisibles hacia un lugar más seguro, dejando el pueblo nuevamente vacío. “Mucha gente que se fue vuelve a regar sus plantas y alimentar a sus animales, casi toda la población vive de trabajar en el campo, van a los campos de refugiados, pero vuelven, algunos todos los días. Es difícil dejar tu hogar, tu tierra, porque es también tu único sustento”, dice Helil, que antes estaba encargada de la organización política de las mujeres de su pueblo y ahora vuelve todos los días a realizar diferentes actividades que demanda la situación actual.
El sonido del agua burbujeando por el calor la detiene. Helil toma la caldera de agua que está sobre la estufa a gasoil, sirve té y continúa su relato: “Las personas llevan cuatro años con la guerra cerca, saben cómo moverse, saben cuándo volver y están las que, cansadas, eligieron no volver y dejar su casa”.
En 2019, Turquía ocupó la ciudad de Serekaniye, con la ayuda del ENS, desplazando a 50.000 personas. “Tenemos un ejemplo muy particular de dos ancianos que viven cerca de la frontera turca. Ellos decidieron quedarse hasta el final, dicen que no se piensan mover. Nosotros intentamos acercarnos a ellos con mucho cuidado cuando podemos y les vamos acercando cosas necesarias, combustible, pan, alimentos. Ellos dicen que, a su edad, no se van a ir a otro lado”, resume Helil.
Un comandante de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) nos recibe en una oficina improvisada, llena de mapas colgados en la pared. Camina y fuma mientras nos da la entrevista y, cada vez que nombra un lugar, lo indica apoyando un dedo en las geografías que empapelan el cuarto. “Todos los pueblos de esta zona son árabes, asirios y encima llegaron muchos internacionalistas de todas partes del mundo a ayudarnos con tareas médicas o militares. Ellos (por Turquía) pueden tener mucha tecnología, pero sus soldados cobran un sueldo, es un trabajo, son mercenarios y, tarde o temprano, saben que están matando al pueblo, a sus hermanos. Nosotros no tenemos tecnología, pero tenemos una causa mucho más grande que nos da fuerzas: sabernos del lado del pueblo luchando por la libertad de todos”.
Tras los ataques del primer día que destrozaron su casa, Muhammad llevó a sus hijos al campo de refugiados. A los pocos días, cuando parecía volver la calma, retornó en su auto con un carro cargado de ladrillos. Solo, y de manera algo torpe, empezó a apilar ladrillos para tapar los huecos que los ataques habían dejado en su hogar. Pero un estruendo a cien metros lo interrumpió y lo hizo abandonar la tarea. Los ladrillos aún están apilados, esperando que Muhammad los una con cemento.
A fines de noviembre de 2022, las intervenciones telefónicas de Estados Unidos y Rusia parecían detener la invasión de Turquía contra los pueblos de Rojava. Pero la calma duró poco y los ataques todavía continúan de manera diaria en algunas zonas, y de forma intermitente y con drones por todo el territorio. El 6 de febrero, un día después del terremoto, en un contexto de caos y desesperación por las vidas que aún estaban bajo los escombros, Turquía volvió a bombardear el pueblo fronterizo de Tell Rifat, excusándose con que fue un ataque en respuesta a supuestas acciones de las FDS.
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