El idioma como arma ideológica: de la Corona de Aragón al 155

Por Kike Oñate

Un idioma forma parte de la identidad de cada persona. Hablar una determinada lengua permite articular una serie de peculiaridades que conforman un tejido social, fruto de la interconexión entre individuos que, a su vez, producen una realidad colectiva única y original. No importa el lugar de procedencia mientras la persona participe consciente o inconscientemente de ese tejido colectivo.
La intensificación e interconexión a través de movimientos demográficos –a lo largo de la Historia–, han hecho confluir a las diferentes culturas del planeta, unas veces anteponiéndose sobre las otras y, en diferentes ocasiones, conviviendo sin problemas. Aunque esto último haya sido posible tras un primer enfrentamiento y una posterior reparación y convivencia.

Centrándonos en el caso ibérico, las diferencias lingüísticas han supuesto un problema político –que no tanto social, salvo en determinados momentos–, durante los últimos siglos. La Corona de Aragón supuso un ejemplo de entendimiento entre las diversas lenguas del territorio que abarcaba –antes de la confluencia castellanoaragonesa–, donde cada región tenia su propio parlamento regional que enviaba sus representantes a las Cortes generales. Aragonés, catalán y latín, como lenguas principales, se sumaban al napolitano, el sardo, siciliano, occitano, castellano e incluso árabe y griego. Por aquel entonces, los idiomas no suponían ningún obstáculo político, algo difícilmente entendible en un contexto –el actual– donde la diversidad parece ser entendida como algo peyorativo, molesto y no enriquecedor.

Con la unión dinástica y la Guerra de Sucesión, llegaría a la Península un nuevo modelo institucional, político y cultural, el centralismo borbónico. Los Decretos de Nueva Planta promulgados por Felipe V, harían gala de ello, suprimiendo las leyes e instituciones propias de los reinos de Aragón, Mallorca y Valencia, además del Principado de Catalunya. El proyecto centralista, irá fermentando a lo largo de las décadas, siendo especialmente exaltado durante el período franquista.
Una vez finalizada la Transición, se abrió un momento de distensión social, política y lingüística, donde el papel relevante de las viejas lenguas ibéricas pudo resurgir, alcanzando después de varios siglos, una situación de entendimiento y mutuo acercamiento. La excepción a destacar sería el euskera que, tras largos años de persecución, seguiría asociándose –por desconocimiento o deliberadamente– al estigma creado entorno al terrorismo de ETA.

Las lenguas también han sucumbido a las leyes del mercado, es decir, cuantas menos personas las conozcan y utilicen, pierden capacidad de ser necesarias y, por lo tanto, no merecen ser preservadas y difundidas. Bajo esa premisa, se consigue crear una idea sobre las lenguas minoritarias –en el caso peninsular, el aranés, aragonés, catalán, asturiano, gallego y euskera–, como un obstáculo para progresar.

En la actualidad, España está inmersa en un proceso de tensión permanente, una ofensiva de las élites que ostentan el Poder, en parte, debido a factores políticos externos –imposiciones austericidas de la UE– pero también internos, como el conflicto catalán o el auge de Ciudadanos y su proyecto recentralizador. Si a principios de los años ochenta, estos tuvieron que ceder frente a los movimientos civiles en defensa de las diferentes lenguas, ahora, nos encontramos en un escenario completamente distinto, donde se cuestiona lo que hasta hace poco había sido consensuado por amplias capas de la sociedad.

Factor nacional e ideologización lingüística

“Ciudadanos quiere prohibir la lengua cooficial como requisito para ser funcionario”, titulaba El Mundo. La propuesta no es casual, más todavía, si vemos cómo renta electoralmente el discurso basado únicamente en la defensa de la unidad nacional, en una situación de crisis económica y de representatividad. “Estos meses hemos asistido a un reagrupamiento de toda la derecha en torno al tema de la unidad de España, desde el fascismo hasta una buena parte del PSOE”, escribía recientemente la periodista Nuria Alabo para El Salto Diario.

Ante un período de crisis orgánica, el factor nacional, ha permitido recuperar todo lo que la crisis de 2009 y la aparición del 15M habían dejado al descubierto. También ha sido el caso de CDC, ahora PdCAT que, pese a estar enmarcado en un contexto complicado y desconcertante –el Procés–, ha podido solventar el peso de los recortes y la corrupción, por el momento, iniciando un proceso de reconfiguración de cuadros y del catalanismo de derechas.

Salvando partidismos, en Catalunya se ha ido gestando una nueva cultura que se siente absolutamente distanciada de la española. Irremediablemente, las dos lenguas –el castellano y el catalán– acaban por confrontarse y, en muchas ocasiones, de forma premeditada. No se puede obviar que la segunda, se encuentra en una posición minoritaria que carece de instrumentos suficientes –culturales, mediáticos, monetarios, etc– que la defiendan, a diferencia del castellano. Es un hecho que el resto de idiomas ibéricos no posea tantos recursos como el castellano. Por eso, cuando se intenta normalizar esa situación ante el panorama político actual –aprobación del Decreto de catalán en la Sanidad balear– se convierte, fácilmente, en un tema político donde apura más la ideologización de la lengua, siendo utilizada como excusa para dividir a la ciudadanía.

Estado-nación y hegemonía cultural

El significado de qué es una «lengua oficial» y qué no, no se puede entender sin comprender la Modernidad y el Estado-nación. Que una lengua tenga o no ese estatus, siempre indica la existencia de un posible germen de aspiración por convertirse en Estado-nación, lo podemos ver en el caso catalán y vasco, aunque no sea este el único motivo. Desde el reinado de Carlos III hasta la actualidad, el españolismo más reaccionario ha tratado de imponerse frente al resto de identidades nacionales. El objetivo, adecuarse a las exigencias de la política internacional a través de un Estado-nación de carácter centralista, una identidad y una lengua. Un modelo muy distinto al suizo, con varias lenguas e identidades, que han apostado por una vía pactista y no impositivo-represiva.

El psicólogo social Michael Billig ofrece varios ejemplos en Nacionalismo Banal, sobre la importancia del idioma hoy en día respecto al Antiguo Régimen. “La sociedad disciplinaria del Estado-nación necesita la disciplina de una gramática común. El campesino medieval no tiene que rellenar formularios oficiales, ni preguntar si el interpelado habla español o inglés. (…) Digámoslo crudamente: el campesino medieval hablaba, pero la persona moderna no puede simplemente hablar. Nosotros tenemos que hablar algo: una lengua.”

El campesino o campesina que habitara algún rincón rural de la Corona de Aragón no se pararía a pensar si hablaba una u otra lengua, se dedicaría a trabajar la tierra de su señor feudal y, cada cierta distancia, su habla iría cambiando, apareciendo variedades de transición o mixtas entre idiomas.
Billig añade la importancia de fijar unos marcos para delimitar conceptos representativos que permitan articular mayorías, excluyendo irremediablemente a otras minorías. “La clase media de las zonas metropolitanas normalmente fijará sus significados en forma de lengua oficial, relegando otros patrones del interior de las fronteras nacionales a dialectos, un término que casi invariablemente connota un sentido peyorativo”. Este proceso nunca se ha podido desarrollar completamente bajo el proyecto basado en un Estado-nación español, como ocurrió en Estados Unidos o en la Francia posrevolucionaria. Las distintas naciones ibéricas no han desaparecido y siguen marcando la agenda política interna del Estado.

El artículo 155 de la Constitución Española, pretende ser usado contra la inmersión lingüística en catalán. Ciudadanos, ha empezado a marcar la agenda del PP, pues este se ve obligado a hacer cesiones si no quiere parecer demasiado tibio frente al asunto catalán. Lo mismo que está ocurriendo en el resto de países europeos, donde la ultraderecha no llega a gobernar pero consigue forzar al gobierno de turno a derechizar sus políticas, está pasando aquí. Los mecanismos del Estado español –da igual quien los gobierne– ha perdido la hegemonía cultural en Catalunya, por lo que la capacidad de ejercer el Poder queda al descubierto a través de la represión –1 de Octubre– o la imposición –art. 155–.

En las Islas Baleares, el popular José Ramón Bauzá intentó hacer lo mismo, pero la sociedad civil se articuló en torno a la marea verda, y poco después obtuvo los peores resultados del PP balear. Dentro de la sociedad mallorquina existe un consenso educativo –transversal– que apuesta por un servicio educativo público y de calidad, que siente el catalán y el castellano como un patrimonio lingüístico común. Si ocurrió en las islas, qué no pasaría en Catalunya.
El factor que demuestra el logro de aquél pacto social –que no tanto político– de la Transición entorno al uso del catalán como lengua vehicular ocurre cuando, al hablar o escribir, no nos damos cuenta en qué idioma lo hacemos, pues se ha alcanzado la igualdad lingüística y nos parecemos un poco más a aquél campesino o campesina del siglo XIII o XIV que no politizaba lo que hablaba.

Sellar consensos para avanzar

En Asturias, el debate sobre la cooficialidad del asturiano está de actualidad. Una oposición que va desde C’s y ciertos sectores del PP hasta grupúsculos twitteros, aupados por los medios regionales. Los detractores, afirman defender la cultura asturiana pero no aceptan un estatus mayor que, se entiende, ayudará a fomentar y transmitir su uso. Creen que, aprenderlo, debe de ser una decisión personal y no puede interferir en la educación de forma obligatoria –todo ello recurriendo a descalificativos y manipulaciones–. Según datos de la III Encuesta Sociolingüística de Asturias, elaborados por el equipo Euskobarómetro, el 53% quiere la oficialidad, solo un 18% está en contra y el resto se muestra indiferente.

Conociendo la decadente situación de las Humanidades en nuestras sociedades resulta verdaderamente ingenua la idea de confiar que, una cultura, sin unos mecanismos básicos para que todos y todas –vengan de donde vengan– la puedan aprender y transmitir, vaya a perpetuarse solamente por iniciativa individual. La banalización cultural y la mercantilización de nuestras vidas no ayuda. Un patrón que se extiende al resto de lenguas e identidades, consideradas por ciertos sectores como meros restos folclóricos de tiempos pasados que no pueden servir para progresar, simplemente para entretener al visitante, consumir y exaltar como adorno en época de fiestas.
“Concluido el rescate de las lenguas cooficiales, amenazadas de extinción por la dictadura, deberíamos estar impulsando su aprendizaje en todo el país. Pues no”, lamentaba el periodista Pedro Vallín. La mayoría de lenguas ibéricas están presentes en nuestros sistemas educativos y enriquecen la identidad de todos y todas, aunque todavía quede mucho trabajo por normalizar, mejorar e impulsar otras como el asturiano. Es por eso que la Educación pública no puede ser tutelada ni convertirse en un servicio de atención al cliente de los padres –como quieren algunos–, iría en contra del propio fundamento y su razón de ser.

La Educación pública surgió de la Revolución Francesa como pilar para emancipar a los hijos de la educación familiar. Con la gran ventaja de contar con una amplia variedad de sensibilidades políticas, pues el profesorado debe acceder a su puesto opositando.
Solamente en ese equilibrio entre pluralidad lingüística, reconocimiento y respeto mutuo entre las diversas naciones ibéricas, se podría construir, algún día, un proyecto común sólido. Algo que la derecha no parece querer y que la izquierda no consigue entender, quedándose paralizada ante la idea de un País –España– que se sostiene mayoritariamente en base a argumentos cuasi teológicos alejados de la razón, como ha dejado claro la letra de Marta Sánchez, por ejemplo.

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