Las nuevas tecnologías se han convertido en objetivo de inversores de todo tipo que quieren depositar ahí su dinero, sabiendo que los beneficios serán altos y rápidos.
Por Francisco Javier López Martín | 7/02/2024
La Inteligencia Artificial (IA) nos demanda cada día más atención, más dinero, más inversiones, mucha inteligencia humana aplicada a su desarrollo. Y, sin embargo, tanto esfuerzo se asienta en motivos que tienen que ver poco con la razón y mucho con la mitificación.
El mito de un potencial creciente de autoaprendizaje, profundo, automático de las máquinas. El mito de las posibilidades infinitas de la nube y de unas herramientas cada vez más poderosas y capaces de procesar datos de forma más eficiente y veloz.
Las nuevas tecnologías se han convertido en objetivo de inversores de todo tipo que quieren depositar ahí su dinero, sabiendo que los beneficios serán altos y rápidos. Todo gobernante quiere contar en su país, en su región, con la presencia de una corporación tecnológica, o un campus entero dedicado a las nuevas tecnologías, cueste lo que cueste.
No pasa un solo día sin que conozcamos un nuevo avance en el desarrollo de la IA que justifique estos furores inversores. Curas milagrosas, avances en tratamientos, soluciones a problemas climáticos, persecución de la delincuencia, gestión de archivos y documentos.
En los últimos tiempos la IA nos permite incluso la atención a usuarios de cualquier servicio utilizando voces humanas, escribir trabajos universitarios, artículos, cuentos y hasta poemas. Por nuestros movimientos al andar nuestro dispositivo móvil puede detectar la aparición incipiente de un problema de Parkinson, o puede alertar de un problema surgido en casa de una persona mayor que vive sola.
Así, los promotores del negocio de la IA nos han convencido de que las nuevas tecnologías son el ungüento amarillo, el elixir mágico, la piedra filosofal que puede solucionar cualquier problema. La IA, según esos negociantes, trabaja mejor que cualquier ser humano, puede sustituirnos y puede solucionar cualquiera de nuestros problemas. Sabemos que es mentira, que es un mito, pero necesitamos creerlo.
Nadie se preocupa de explicarnos que la IA no trabaja como nosotros sino que busca aceleradamente combinaciones de datos hasta lograr clasificar, ordenar, ofrecernos un diagnóstico, una previsión climatológica, una situación de riesgo. Por eso, sigue siendo necesario el papel del ser humano que interprete la pertinencia y adecuación de los resultados obtenidos por la IA.
Dicho de otra manera, la IA puede ganarnos utilizando las reglas de cualquier juego, pero tiene problemas de intuición, de aplicación del sentido común, que no puede resolver. La IA puede “aprender”, pero le cuesta manejar ese nonsense que caracteriza muchos de nuestros comportamientos, convicciones y hasta decisiones.
Hay quienes se han dedicado a convencernos de que muy pronto las máquinas superarán la inteligencia humana, aunque nadie nos garantiza que esa grandiosa capacidad de procesar miles de millones de datos utilizando algoritmos de aprendizaje automático deje de ser propiedad de esas grandes corporaciones que los acumulan y utilizan en su propio beneficio.
Entre unas cosas y otras, cunde la sensación de que nosotros, los humanos, no sólo somos mortales, somos absolutamente prescindibles. Al menos intentan convencernos de que debemos aceptar un destino subordinado a las decisiones que vayan tomando por nosotros los sistemas manejados por la IA.
Nos hacen creer que no trabajaremos y viviremos de una renta básica más o menos cuantiosa. Nadie tiene pruebas de que los empleos que se pierdan no se van a transformar en nuevos puestos de trabajo que requieran nuevas capacidades. Nadie lo sabe, pero todos parecen empeñados en convertirnos en esclavos de un nuevo poder al que llaman IA.
Y, sin embargo, nada está escrito aún, Nadie tiene por el momento el poder de decidir qué futuro nos espera, porque todo depende de si vamos a ser capaces de permanecer atentos al devenir de unos acontecimientos que no necesariamente nos terminarán convirtiendo en esclavos.
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