Historia | La política exterior española en la Restauración

Por Eduardo Montagut

Desde la consolidación del Estado Liberal en el reinado de Isabel II hasta el Desastre del 98 las cuestiones de política exterior desarrolladas por los Gobiernos españoles no ocuparon un lugar destacado en su acción, como tampoco lo hicieron en la historiografía clásica, hasta que Salom Costa y, sobre todo, Jover Zamora abordaron la cuestión ya hace unas cuantas décadas. En realidad, si exceptuamos el dinamismo impreso en esta materia por O’Donnell desde los gobiernos de la Unión Liberal, dentro de un programa político de prestigio internacional, pero con objetivos internos, a través de la potenciación del patriotismo, y con réditos reales bien escasos, no vemos una participación española de envergadura en el ámbito internacional. Es evidente que se debe a que España era una potencia de muyo segundo nivel en el escenario internacional, fruto de la pérdida de su imperio colonial, y por su escaso desarrollo económico, habida cuenta de lo parcial que fue su Revolución Industrial. Pero eso no quiere decir que no tuviera política exterior.

En este trabajo nos acercaremos al estudio de la política exterior en el período de la Restauración borbónica, en el último cuarto de siglo, pero dejando aparte la cuestión del conflicto en Cuba, y el posterior con Estados Unidos, por ser mucho más conocidas.

Cánovas del Castillo llegó al poder en un momento en el que ya había cambiado el panorama internacional. Liquidado el Segundo Imperio francés, aplastada la Comuna y reprimida la AIT, había emergido una nueva gran potencia liderada por un estadista decidido a jugar un papel protagonista como organizador del nuevo escenario internacional. La potencia era Alemania, y el político era Bismarck. Por otro lado, Francia estaba construyendo con fuertes tensiones su Tercera República, y comenzando su expansión colonial, Gran Bretaña se desatendía de Europa, enfrascada en su inmenso imperio en un ámbito global donde se estaba produciendo una verdadera carrera imperialista, y ya se atisbaba el futuro poderío de los Estados Unidos.

En función de esta situación, el político malagueño optó por establecer dos principios básicos que, con alguna variación, marcarían los siguientes años en política exterior. El primero tenía que ver con la conservación de las colonias, y el segundo con la necesidad de mantener buenas relaciones con las grandes potencias.

La instauración de un nuevo régimen político necesita, indudablemente, del reconocimiento internacional. Cánovas era consciente de esta premisa, y a así lo defendió junto con los otros objetivos políticos que se había marcado como prioritarios antes de construir el edificio político, consagrado en la Constitución de 1876, y que eran las terminaciones de los dos conflictos bélicos existentes: la tercera guerra carlista y la guerra de los Diez años en Cuba.

Dentro de su pragmatismo, no inició empresas diplomáticas de envergadura, y procuró evitar conflictos, así como decidir no comprometerse con ninguna potencia o en los nuevos sistemas diseñados por Bismarck. Esa neutralidad produjo un consiguiente aislamiento. Los liberales intentaron alterar, en parte, algo este principio aislacionista. En el Gobierno largo de Sagasta, Segismundo Moret, a la sazón ministro de Estado y, por lo tanto, el responsable de la política exterior, era partidario de incluir a España en las alianzas internacionales para salvaguardar los intereses españoles en el Mediterráneo y en Ultramar. Por ello firmaría un acuerdo con Italia en 1887, redactado por Bismarck, por lo que, en cierta medida, España quedaba incluida en la Triple Alianza, aunque como una participante menor, y sin grandes exigencias por ninguna de las partes. En todo caso, el aislamiento promovido por los conservadores y matizado por los liberales tendría una consecuencia grave cuando España experimentó una gran soledad ante su gran conflicto internacional en 1898.

En relación con la cuestión colonial, España tuvo que abordar dos problemas importantes, el marroquí y el de las Islas Carolinas. Por otro lado, se emprendieron aventuras coloniales nuevas en África que, a pesar de no ser tan destacadas como las de otros países de su entorno, tienen cierta importancia.

En 1880 se celebró la Conferencia de Madrid para tratar de Marruecos. Fiel a no cuestionar el poder británico ni francés, España defendió también la integridad del territorio marroquí, al garantizarse su soberanía sobre Ceuta y Melilla. Eso no fue obstáculo para que en 1893 estallara la tensión ante los ataques de las cabilas rifeñas. Martínez Campos fue enviado con un fuerte contingente militar y se sofocó la tensión. Eso permitió ampliar los límites territoriales y que el sultán Muley Hassan tuviera que pagar una indemnización.

El asunto de las Islas Carolinas es distinto. Alemania, rezagada en la carrera colonial frente a Francia y Gran Bretaña, fijó su atención en estas Islas y en las Palaos, deseando establecer un protectorado, ya que necesitaba una estación de carboneo para sus navíos en la zona. Pero España defendió su soberanía sobre unas islas no muy alejadas de las Filipinas. En la resolución del conflicto intervino el papa León XIII, que emitió un laudo a finales de 1885, ratificado por ambas partes, por el que se estipulaba la soberanía española, pero se permitía el libre comercio y el establecimiento de una estación naval y depósito de carbón para Alemania. En todo caso, Bismarck consideró que eran peores las consecuencias si se presionaba militarmente a España que conseguir su objetivo en la zona, ya que podía optar por acercarse diplomáticamente a Francia, comprometiendo parte del trabajo de aislarla internacionalmente.

Por fin, España estaba interesada en otras zonas de África en los años ochenta. Manuel Iradier emprendió una expedición por Guinea Ecuatorial hasta Río Muni (1884-1886), y Emilio Bonelli en 1881 accedía a Costa de Río Oro, ocupando Villa Cisneros. Por el Tratado de París de 1900 se reconocía la soberanía española sobre Guinea Ecuatorial y el Sahara. Las preocupaciones por África seguirían siendo constantes gracias a la labor de la Liga Africanista Española, creada en 1913, y de la que Bonelli sería uno de sus impulsores. Pretendía defender los intereses españoles en la opinión pública, llegando a publicar dos revistas.

En relación con la política internacional volvemos a citar a Jover Zamora porque en el trabajo que incluimos en la bibliografía realizó un análisis de la opinión pública española en relación con esta materia, bastante reacia a emprender acciones exteriores, pero con un desarrollado y puntilloso prurito de honor cuando estallaban conflictos internacionales. Recordemos la intensa campaña patriótica cuando estalló la Guerra de Cuba en 1895 y se complicó con la llegada de los Estados Unidos al conflicto. Por otra parte, debemos recordar que, a pesar de que no es materia de nuestro artículo, los socialistas comenzaron a destacarse por su crítica a este patriotismo vinculado a lo exterior, además de combatir la guerra por ser un asunto de la burguesía y a la que solamente iban los jóvenes de las clases populares.

Podemos consultar las obras de los autores citados, Julio Salom Costa (1963), España en la Europa de Bismarck. La política exterior de Cánovas (1871-1881). Salom es uno de los grandes pioneros en la historia de las relaciones exteriores en la España del siglo XIX, especialmente de su último cuarto de siglo. La otra obra es del gran maestro, Jover Zarmoa (1976), Política, diplomacia y humanismo popular en la España del siglo XIX.

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