Entrevista a Pablo Batalla: «También nos roban el montañismo. Hay un montañismo neoliberal y uno anticapitalista»

Lo colectivo, lo colaborativo, lo fraterno, lo recreativo, decaen por todas partes, y también en la montaña, en favor de la amalgama del individualismo, la competición, el consumo y la velocidad.

Por Abel Aparicio

¿Cómo surge la idea de escribir el libro; cuál fue la chispa que motivó su escritura?

El libro parte de una constatación que yo hago en un momento dado mi entorno: la de que los clubes de montaña, un tejido asociativo que yo he conocido muy próspero, muy activo, están en decadencia, con cada vez menos miembros, mayor media de edad, menor actividad… Un mundo que declina. Sin embargo, al mismo tiempo, veo, también en mi entorno, con amigos que lo practican, otra forma de acercarse a la montaña que está en auge: todo este mundo de maratones, trails, carreras de montaña, etcétera, todas las cuales van doblando inscripciones cada año, se ven desbordadas porque les llegan muchas más peticiones que plazas, tienen que organizar sorteos, en algunos casos hay una lista de espera de años para poder participar en ellas… Y con muchísima gente joven: la misma que ya no se afilia a los clubes. Yo me pregunto: ¿qué ha pasado ahí?

Y ¿qué te respondes?

Pues que la montaña se ha visto afectada, igual que otros campos, por una gran transformación general, y que esa transformación se llama capitalismo neoliberal y no es meramente un sistema económico, sino que trae consigo toda una cosmovisión; una manera, funcional al sistema y en la que se nos instruye por doquier, de subjetivarse, de entenderse a uno mismo y su posición en el mundo. Se nos convierte en empresarios de sí; en empresas unipersonales que compiten ferozmente con otras y tratan de imponerse sobre ellas en un contexto de darwinismo social despiadado. Lo colectivo, lo colaborativo, lo fraterno, lo recreativo, decaen por todas partes, y también en la montaña, en favor de la amalgama del individualismo, la competición, el consumo y la velocidad.

En el libro hablas, citando a Hartmut Rosa, de un totalitarismo velocitario.

Sí. Todo se acelera en el mundo moderno: las telecomunicaciones, el transporte, pero hasta la comida, la política, la enseñanza o el amor. La comida: todo el mundo del fast food y la comida precocinada…

Y hasta huevos fritos ultracongelados para calentar en el microondas.

Sí, sí (risas). Hay una empresa alavesa que los fabrica, y efectivamente lo cito en el libro, acordándome después, y contándolo, de que la mujer de Nicanor Piñole, un pintor gijonés, le freía los huevos separando la clara de la yema, para freír primero la clara y que quedara cuajada, y echar encima después la yema, que se freía poco y quedaba así líquida. La gran transformación afecta hasta a los huevos.

También hay un fast food montañero.

Sí: todo este florilegio de geles, barritas y pastillas como de astronauta, que te proporcionan un aporte contundente de nutrientes pero pudiendo comértelos mientras corres o en una parada muy breve, pero que yo he visto ser alimentación incluso de gente que no va a la montaña a correr, sino a darse un paseo. Pues bueno, volviendo al totalitarismo velocitario, ya digo: todo se acelera. La política: todo este interés creciente en figuras como el referéndum, que simplifican la realidad a dos opciones mutuamente excluyentes y resuelven o pretenden resolver problemas complejos de un periquete y definitivamente, sin la deliberación democrática paciente en la que creían los griegos. La enseñanza: en el libro cito otro, The slow professor, de unas profesoras canadienses que denuncian cómo hasta en la Universidad se ha ido imponiendo una enseñanza basada en transmitir conocimientos fragmentarios, concisos y prácticos, frente a una visión orgánica de las humanidades que entra en declive. El amor: Tinder, quiero tener pareja y la quiero ya. Bien, pues Rosa dice, y yo lo cito y lo comparto, que esa aceleración generalizada muestra todos los rasgos del totalitarismo: afecta a todos los órdenes de la vida, es imposible escapar a ella… En todas partes, nos quieren y nos exigen más veloces, más eficientes, capaces de hacer más con menos, de hacerlo cada vez más rápido.

Y el deporte se convierte, defiendes en el libro, en una correa de transmisión inmejorable para estos valores.

Claro. En el libro hablo de la moda del running y los maratones y de cómo es aprovechada y alentada por el capitalismo: bancos que se anuncian con imágenes tomadas del running, pósteres motivacionales que se sirven de la figura del corredor, compañías de seguros que montan un equipo de running, manuales del emprendedor, libros de autoayuda y toda esta literatura infame echando mano de metáforas deportivas… El deporte, en general, eufemiza muchas cosas que interesan al capitalismo: el deportista que se sacrifica por su equipo es un trasunto del trabajador que se sacrifica por su empresa, y el hombre obsesionado por el récord es un trasunto del trabajador obsesionado por incrementar su productividad.

¿No resulta excesiva, en el libro, tu visión negativa del deporte?

Quizá, pero no tengo una visión negativa del deporte en sí, sino de en qué se lo ha convertido. Un poco aquello que decía Ángel Cappa: también nos roban el fútbol. Claro que el deporte puede ser una fuerza para el bien: Albert Camus decía que todo lo importante de la vida, los mejores valores, los había aprendido a través del fútbol, y no cuesta nada ver que eso puede ser así. El deporte también puede trabar lazos de fraternidad, de comunidad: no hay más que pensar, por ejemplo, en lo que han significado y significan algunos clubes ingleses para la clase trabajadora británica, o un Rayo Vallecano o un Sankt Pauli para sus comunidades. Mira, aprovecho para recomendar un libro espléndido, Una historia popular del fútbol, de Mickaël Correia, que habla de todo esto y también de lo de Cappa: cómo nos han robado el fútbol como nos lo han robado todo. Hace poco leía una reflexión buenísima de Mark Fisher sobre cómo la tragedia de Hillsborough fue para el fútbol la famosa doctrina del shock de Naomi Klein. Se utilizó aquella tragedia terrible, provocada en gran parte por la negligencia criminal de la policía de Thatcher, para perpetrar toda una invasión neoliberal del fútbol: se cerraron las tribunas populares, se asignó un asiento individual a cada espectador… La multitud fue descompuesta, dice Fisher, en consumidores solitarios, y por las mismas fechas llegaron las SAD, los jeques, la publicidad en las camisetas, la ley Bosman… Últimamente vemos cómo incluso la figura del socio fiel va dejando de interesar. Lo que ves en un Camp Nou o un Santiago Bernabéu es un público formado en gran parte por turistas; gente que está de paso por Barcelona y va a ver un partido. Los clubes dejan de ser entidades arraigadas en un lugar concreto y se convierten en marcas internacionales que flotan en el éter de la globalización, con una relación cada vez más tenue con su lugar de origen. Pues bueno, esto también ha sucedido en la montaña. Carreras de montaña, las ha habido siempre: pruebas muy locales, muy entrañables, que anudaban los mismos lazos de comunidad que traba un club. Tirar un queso cuesta abajo y salir corriendo tras de él, o también carreras propiamente dichas: en Asturias tenemos, por ejemplo, la carrera de la Porra de Enol, que si mal no recuerdo va para un siglo de antigüedad. Pero el capitalismo nos roba también eso: muchos de los grandes trails del momento tienen su origen en carreras populares anteriores que fueron cooptadas, reinventadas y puestas a producir; a rendir beneficios en términos capitalistas. Y en otros casos, se inventa carreras que discurren por parajes por los que aquellas carreras populares nunca se hubieran metido.

En el libro denuncias algunos ejemplos aberrantes: hablas, por ejemplo, del proyecto de organizar una maratón en el protegidísimo bosque asturiano de Muniellos; maratón que llegaría a atravesar cantaderos de urogallos, un animal en serio peligro de extinción.

Sí, sí. Hay hasta un Espeleotrail que atraviesa las cuevas de Valporquero, en León: una catedral de la espeleología que, cuando la visitas, te piden que camines con mucho cuidado, que no hagas ruido, etcétera, para proteger las estalactitas, pero en la que parece que no hay problema con meter a doscientos tipos corriendo a todo lo que dan. Lo de Muniellos es aún más grave y nos habla de muchas cosas. Cerca de allá se celebra el maratón más famoso de Asturias, el Desafío Somiedo, que también ha sido denunciado por los ecologistas por lo agresivo que es para la fauna del parque natural en el que se disputa, los osos pardos singularmente. El proyecto de Muniellos responde a una especie de efecto llamada provocado por esa carrera: municipios rurales, despoblados, deprimidos, pero con un entorno natural llamativo, encuentran en estas carreras una vía de ingresos, y cuando el municipio vecino tiene éxito con una, los vecinos imitan el modelo. Agarran su patrimonio natural, revisan a la baja el reglamento de protección, eliminando aquellas cláusulas que impiden la celebración de competiciones deportivas masivas, y convierten esa belleza natural en un reclamo publicitario. Y se desata una lógica competitiva que hace que se inventen carreras más disparatadas, con la lógica ésta de la economía de la atención: en un mundo saturado de oferta para una demanda no tan grande, tienes que ofertar algo tan llamativo que descuelle sobre el resto. ¡Corra usted por una cueva prehistórica; corra usted por las galerías de una mina; corra usted por el bosque de hoja caduca más grande de Europa! Que es algo que hay que entender, ¿eh? Yo entiendo que un alcalde desesperado por revivificar su municipio no renuncie a esto cuando ve que los vecinos echan mano de ello. Pero no deja de ser prostituir el patrimonio de tu municipio. En el libro comparo esto, salvando las distancias, con lo que hacen en el parque nacional de Białowieża, en Polonia, hogar de los últimos bisontes europeos, de permitir a turistas adinerados como el rey Juan Carlos matar a un bisonte al año, a cambio de miles de euros que sufragan la protección del parque, infrafinanciado por la Administración. Lo mismo: hay que entenderlo, pero no deja de ser una lógica perversa y terrible.

Nuevamente, ¿prostituir no es una palabra muy excesiva?

No, para nada. De hecho, la lógica que hay detrás de esto, a otra escala, de otra manera, es exactamente la misma que la que hay detrás de la prostitución, un negocio que perpetúa la pobreza porque la necesita para existir: nadie se prostituye si no se ve abocada a ello por la miseria. Los gobernantes de un país como Tailandia, que extrae buena parte de su PIB del turismo sexual, no van a mover un dedo por acabar con él y tampoco van a moverlo por acabar con las bolsas de pobreza que lo alimentan. Pues bueno, en este caso (e ínsito: a otra escala, de otra manera), necesitas que exista una España vacía desesperada por llenarse para que estas carreras agresivas para el medio ambiente se organicen.

El Desafío Somiedo, del que hablas en el libro, te permite hablar también del greenwashing.

El lavado verde, sí: dar un barniz ecologista a cosas agresivas para el medio ambiente para aplacar las críticas recibidas. BP cambió su logo por una flor después del desastre del vertido aquél en el golfo de México, y si te fijas, todas estas empresas han ido adoptando una estética verde. Gas Natural Fenosa pasó a ser Naturgy y a adoptar una mariposa como símbolo. Mientras tanto, sigue provocando desastres en Doñana. Pues bueno, el Desafío Somiedo, que como decía ha sido criticado por los ecologistas por cómo perjudica a los osos (atravesando, por ejemplo, las arandaneras a las que van a alimentarse justamente en la época en la que acuden a ellas) organiza una plantación de arbolitos frutales de los que gustan a los osos. Que vale, bien, ¿no? Pero si le das una hostia a alguien, no lo corriges con una caricia. Y uno de los responsables de la prueba, a quien cito, decía literalmente que, con ello, querían combatir la imagen de que los runners destrozan y se van. Es decir, reconocía abiertamente que se trataba de una maniobra publicitaria.

También hablas en el libro de la masificación de montañas emblemáticas como el Cervino o el Everest, convertidas, dices, en mercancías de usar y tirar para quien acude a ellas: gente, muchas veces, no montañera, sino que no ha pisado una montaña en su vida pero se propone el ascenso como un desafío. Esta mercantilización se traduce por ejemplo, apuntas, en que el Everest pueda ser llamado el vertedero más alto del mundo.

Sí, sí. En el Everest hay millones de toneladas de basura, dejada por las sucesivas expediciones: desde kilómetros de cuerda o las botellas de oxígeno vacías hasta las mismas tiendas. Cuando no se va a la montaña movido por un interés genuino en la montaña, cuando de la montaña no te atrae la montaña en sí, sino sólo los guarismos de su cumbre, sucede eso: te da absolutamente igual destrozar la montaña en el empeño; te da absolutamente igual enmerdarla. Enmerdarla literalmente: en el Everest también hay acumulaciones de excrementos congelados que amenazan con provocar aludes que podrían contaminar las cabeceras de ríos de los que la gente bebe después curso abajo. Un amigo mío llama a esto purines de hipster. También hay cadáveres; gente que se muere, cuyo cadáver no es recogido y que se queda allá criogenizada, y hasta se convierte en mojones de la ruta: sabes que cuando pasas al lado de Botas Verdes, o de La Bella Durmiente —porque se les pone esta clase de nombres—, te quedan tantos metros para la cumbre. Personas humanas que tuvieron un nombre, una vida, unos seres queridos, se convierten ellas mismas en mercancía. Incluso, otra vez, literalmente: la gente arranca pedacitos de su ropa como souvenir.

El libro tiene una parte más filosófica, en la que disertas sobre las ramificaciones filosóficas del acto de caminar. Citas a pensadores que defendían su valor para el pensamiento.

Sí: a Kierkegaard, por ejemplo, que decía que la mejor velocidad para pensar eran los cuatro kilómetros por hora. El acto de caminar, el poner las piernas en marcha, facilita la puesta en marcha del propio cerebro; emulsiona el pensamiento de un modo que el correr, de hecho, impide. Cuando corremos, todo el cerebro se concentra en la carrera, en autorrecitarnos una especie de letanía para sostener el esfuerzo: «Tú puedes, tú puedes, tú puedes». En el libro bromeo con algo que leímos en su momento en la prensa: Iñaki Urdangarin corre en la cárcel para no pensar. Cuanto más corremos, menos pensamos, y eso también interesa de algún modo al sistema: concéntrate en el objetivo marcado y no mires para nada más.

En la segunda parte del libro haces una serie de semblanzas de montañeros históricos. ¿Cuál fue el criterio para escogerlos?

Encarnar de un modo u otro la mirada que yo reivindico; toda ella o al menos una parte. Hablo, por ejemplo, del célebre George Mallory, un hombre que se obsesionó con ser el primero con escalar el Everest, por lo que podría vérsele como un ejemplo de esa rispidez deportiva que yo detesto, pero que escribió un libro titulado El montañero como artista, llevaba antologías de poesía y libros de Shakespeare a sus expediciones, estaba muy atento, como su amigo George Winthrop-Young, a la dimensión poética de las montañas y escribía maravillosamente, procurando, como él mismo argumentaba, que las crónicas de sus rutas no fueran una mera enumeración telegráfica de hitos, sino un texto que trasluciese la naturaleza sinfónica que decía que tenían las propias rutas, con sus momentos allegro, sus momentos andante… El reto no era sólo subir: era subir de una determinada manera.

En esa parte del libro, también hace aparición el Che Guevara.

Sí, porque en un momento dado, en México, se obsesionó con escalar el Popocatepétl, lo que acabó consiguiendo, y siempre decía que no había mejor escuela que el montañismo para los rigores de la lucha guerrillera.

Reivindicas el montañismo como espacio para la adquisición de conciencia política contando cómo fue aprovechado, desde el siglo XIX, por distintos movimientos políticos: el nacionalismo, el anarquismo o hasta el esperantismo.

Sí: ir de excursión, aparte de para confraternizar, para practicar el esperanto nombrando en él las cosas que se iban viendo. O, en el caso de los anarquistas barceloneses, para explorar el Pirineo en busca de pasos para que los insumisos o los perseguidos por la policía o la patronal escaparan a Francia; y en el de los nacionalistas del siglo XIX, buscar en los rincones más apartados de la nación a la nación auténtica, con su paisanaje detenido en la Edad Media, etcétera. Probablemente no haya movimiento político que no haya explotado la montaña a su favor. En el libro hablo también, por ejemplo, de los mendigoizales del PNV. Pero la parte que más me gusta de ese capítulo es la que se refiere a cómo en un club de montaña puede adquirirse conciencia política sin querer. Pongo el ejemplo de cómo los clubes de montaña chilenos, más bien vinculados a la clase alta y por lo tanto a ideas conservadoras (en un país tan desigual va de monte quien puede), organizan manifestaciones en contra de algo que pasa allá, que es que hay montañas privadas; espacios naturales, algunos emblemáticos, propiedad de particulares o de empresas que impiden el paso. Algunas fronterizas son un espacio protegido por el lado argentino y  privadas por el chileno. Y a esta gente ya digo que tendente a pija y a conservadora, eso le indigna y le hace oponerse a lo que no deja de ser el capitalismo neoliberal en toda su gloria. Reclaman —quizá sin pensarlo así, pero lo hacen— que lo privado se abra al procomún; que se abran, como quería Allende, las grandes alamedas.

Entre las semblanzas aparece también un misionero católico.

El padre De Agostini, sí: un misionero italiano, oriundo del Piamonte y montañero desde pequeño, que recala en la Patagonia, donde, sin dejar de desempeñar sus labores pastorales, corona montañas que no habían sido ascendidas todavía, cartografía zonas desconocidas, etcétera, y en un momento dado se topa con algo terrible: el genocidio de los indios selknam, los nativos de allá, a los que los empresarios ganaderos, mineros, etcétera, europeos que han ido estableciéndose en la zona están exterminando porque molestan a sus negocios robándoles las ovejas y demás. Contratan a mercenarios que, por ejemplo, dejan una ballena envenenada con estricnina varada en una playa, para que los indios hambrientos se abalancen sobre ella y mueran trescientos de una sentada; y les pagan a tanto la oreja, el pecho de mujer, etcétera. Una cosa espantosa. Pues bueno, este hombre se topa con ella en un momento dado, y utiliza su posición de prestigio para denunciarla con toda la energía que puede. Y no detiene el genocidio, pero toma partido, aplica algo que decía el Che: el conocimiento nos hace responsables. Religioso, conservador seguramente, también era anticapitalista: estaba luchando contra las consecuencias horribles del establecimiento del capitalismo en la Patagonia. Y me gustaba introducirlo en el libro porque me permitía combatir la crítica que pudiera hacérseme de estar haciendo agitprop bolchevique o algo así. Yo hablo en el libro de un anticapitalismo de banda ancha, donde cabe el Che y también cabe este hombre.

Hay dos capítulos sobre feminismo, uno histórico, en el que rescatas tres historias de montañeras ilustres de los siglos XIX y XX, y otro sobre la actualidad, donde hablas de las Cholitas Escaladoras o de alpinistas mujeres iraníes, y también sobre machismo en la montaña.

Sí. En mi proceso de documentación yo descubro algo muy interesante, que es que el alpinismo ha sido para muchas mujeres una vía para la adquisición, primero, de conciencia de su fortaleza; después, de conciencia feminista, y finalmente para la puesta en práctica de ésta. Elizabeth Hawkins-Whitshed, por ejemplo: una mujer enfermiza a la que el médico recomienda en un momento dado que se vaya a Chamonix, a los Alpes, para ver qué tal le sienta el aire saludable de las montañas, y un día sale de ruta. Aquello le gusta, va más allá de la meta que se había propuesto, va más allá, va más allá, y un buen día acaba coronando el Mont Blanc, y después se convierte en una de las alpinistas más grandes de todos los tiempos. No era una mujer débil, sino todo lo contrario: una muy fuerte, y lo que la debilitaba era el encierro doméstico. Y es la montaña la que le hace descubrirlo. Luego acaba fundando el primer club alpinista para mujeres, el Club Alpino de Damas. Y por las mismas fechas, otra alpinista de época, Annie Smith-Peck, va aún más lejos. Le pasa lo mismo: enfermiza, empieza a dar paseos, descubre que aquello le gusta y acaba siendo una grandísima alpinista; y comienza a aprovechar la resonancia que consiguen sus gestas para hacer campaña feminista. Planta en las montañas dificilísimas que corona una bandera que dice «Vote for women», sabiendo que eso va a generar un impacto en la prensa, que se va a publicar la foto y que eso va a ser por sí mismo un argumento inapelable en defensa de la fuerza de las mujeres. Y sí, de fechas más recientes, hablo de Leila Esfandiary y de Parvaneh Kazemi, dos alpinistas iraníes que también han utilizado la montaña como caja de resonancia de una reivindicación feminista. Esfandiary murió en el Himalaya hace unos años, y Kazemi corona sus montañas con una camiseta con su foto y el lema «Iranian women can».

¿Qué hay del machismo en la montaña? ¿Qué clase de cosas cuentas en el libro a este respecto?

Pues cosas como los altos índices de acoso sexual que se dan en expediciones mixtas, lo habitual que todas las alpinistas aseguran que es recibir mansplaining de alpinistas menos expertos o cómo, en las carreras de montaña, ha llegado a suceder que al campeón de la prueba masculina se le hiciera una gran fiesta y a la de la femenina tuviera que colgarle la medalla su novio porque no había nadie allí para agasajarla, y después no se incluyeran sus imágenes en el vídeo con los mejores momentos de la carrera. Hay una corredora cántabra, Azahara García de los Salmones, que se dedica a denunciar estas cosas. También me lamento del muchísimo menor impacto que generan en prensa las gestas montañeras femeninas. Yo, por ejemplo, no sabía de la existencia de una aventurera española tan asombrosa como Chus Lago hasta que empecé a documentarme para este libro.

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