En 2014 se produjo un importante brote de Ébola en Liberia. Según los datos de la Organización Mundial de la Salud a 31 de octubre de ese año, la epidemia había infectado a más de 13 000 personas y causado la muerte de casi 5 000. Pocos días más tarde se observó una inesperada estabilización del número de casos tras meses de crecimiento exponencial.
No era lo previsto. Como es habitual en epidemiología, con el fin de ajustar los datos y proyectar la futura incidencia de la enfermedad se habían usado modelos matemáticos. Pero las predicciones erraron, superando hasta en un factor diez la incidencia observada.
Los modelos epidemiológicos no son infalibles. Simulan el futuro a partir del presente, asumiendo por defecto que las condiciones actuales se mantendrán invariables. Como es fácil imaginar, esta suposición acaba por incumplirse más pronto que tarde.
En las predicciones sobre la dinámica del brote de Ébola se obvió el cambio de hábitos inducidos por la propia epidemia. La respuesta de la población no fue solo resultado de medidas coercitivas sobre la actividad de los ciudadanos, sino también de campañas informativas sobre la forma de transmisión del virus. Entre otros, fue importante explicar el riesgo que entrañaban ciertos rituales funerarios, que la población se avino a modificar para evitar el contagio.
Reuniones universitarias en Illinois
No es el único caso de predicciones desafortunadas. La universidad de Illinois en Urbana-Champaign (EE. UU.), aconsejada por expertos de impecable trayectoria profesional, puso en marcha un exhaustivo plan para garantizar la seguridad en el comienzo del curso 2020-21. Un modelo de la dinámica del campus que incluía los movimientos diarios de unas 46 000 personas (y también un buen número de fiestas universitarias) predijo un retorno seguro a las aulas si, entre otras cosas, todos los estudiantes se sometían a un test COVID-19 al menos dos veces cada semana.
El plan poco tardó en fallar a causa de que el modelo no contemplaba la posibilidad de que estudiantes con test positivo se saltaran la preceptiva cuarentena. Como resultado, hubo que decretar un confinamiento estricto, a la vez que aumentó la severidad de las sanciones contra los infractores de las normas.
La información y el comportamiento cambian la dinámica epidémica
Ya hace años que sabemos que la difusión de información sobre un brote epidémico localizado puede reducir y potencialmente detener su propagación. El mismo conocimiento de la existencia de una epidemia mortal genera una respuesta social cuya repercusión es difícil de prever.
La pandemia de COVID-19 ha desencadenado el mayor esfuerzo conocido por explicar la dinámica epidémica y, sobre todo, por predecir su curso futuro. Durante casi un año, hemos sido testigos de numerosos intentos de pronosticar «puntos de inflexión» en el número de afectados, el «pico de incidencia» o el momento de finalización de la primera, segunda, o tercera ola de la pandemia. A estas alturas ya hemos aprendido que las predicciones a medio y largo plazo no son fiables. Ello se debe a datos incompletos, a modelos poco ajustados a la realidad, a la sensibilidad de las predicciones a variaciones en los parámetros y, de manera destacada, a las acciones de los individuos.
Cansancio, allegados y tradiciones
El año que acabamos de dejar atrás ha sido duro para todos. Estamos cansados de limitar nuestros encuentros, de estar encerrados en casa, de reducir e incluso evitar visitas a locales varios. De ahí esa sensación, a las puertas de las Navidades, de que nos habíamos ganado un respiro, un abrazo, de que merecíamos unos momentos de olvido. No nos hemos resistido a compartir mesa con nuestros allegados, a visitar a familiares y amigos, a reunirnos y a mezclarnos.
Apenas un par de semanas más tarde, la nueva sensación es que quizá no reflexionamos adecuadamente, como sociedad y como individuos, sobre el precio a pagar. Sobre todo porque el número de positivos y de fallecimientos se ha disparado en el primer mes de 2021 como no lo había hecho en el año que llevamos conviviendo con SARS-CoV-2 y la enfermedad que causa.
Es difícil establecer una relación causal entre la incidencia de COVID-19 y las inconstantes y con frecuencia relajadas medidas preventivas tomadas desde las instituciones públicas. Pero no lo es tanto distinguir el efecto que nuestros hábitos sociales han tenido en el aumento de casos.
La información sobre la propagación del Ébola en Liberia fue esencial para inhibir el brote de 2014, al provocar que una población consciente del riesgo modificara sus costumbres. La información sobre la propagación de COVID-19 en España (y en muchos otros lugares) no ha surtido el mismo efecto. Pero ya no podemos alegar ignorancia. La respuesta colectiva de una población es impredecible, y se agrava ante un acatamiento variable y cada vez menos decidido de las laxas medidas impuestas por las autoridades. Es la tormenta perfecta.
Debemos exigir la debida responsabilidad a nuestros gobernantes, a la par que confiar en que la administración de la vacuna irá, poco a poco, contribuyendo a la inhibición de la propagación. Pero también debemos saber que la modificación de nuestros hábitos es una clave esencial para proteger y protegernos y para contener, en el marco de un esfuerzo cooperativo, la propagación de esta pandemia.
Susanna Manrubia
Investigadora en Sistemas Evolutivos, Centro Nacional de Biotecnología (CNB – CSIC)
José A. Cuesta
Chair professor, Universidad Carlos III
Mario Castro Ponce
Profesor e Investigador en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería (ICAI), Universidad Pontificia Comillas
Saúl Ares
Associate research scientist, Centro Nacional de Biotecnología (CNB – CSIC)
Se el primero en comentar