Bajo la cruel lógica del capital, la clase trabajadora es obligada a arriesgar incluso su propia vida, aun cuando la tragedia había sido previamente advertida por meteorólogos y expertos.
Por Dani Seixo | 31/10/2024
“Cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!“.
Karl Marx
“La misma nueva sociedad, a través de los dos mil quinientos años de su existencia, no ha sido nunca más que el desarrollo de una ínfima minoría a expensas de una inmensa mayoría de explotados y oprimidos; y esto es hoy más que nunca.”
Friedrich Engels
“La humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre.”
Julio Cortázar
Mientras escribo estas líneas, al menos 95 personas han perdido la vida en Valencia a causa de las inundaciones provocadas por la DANA. Personas que se encontraban en sus puestos de trabajo, debido a que políticos y empresarios decidieron no dar la voz de alarma para evitar perder un día de explotación de su fuerza laboral. Esto no es una simple tragedia natural, es un crudo recordatorio de la brutalidad inherente al capitalismo. Esta tragedia no sólo revela la magnitud de los desastres asociados al cambio climático, sino que expone una crisis creada y amplificada por las condiciones de explotación, especulación y alienación propias de un sistema económico en el que el valor de la vida humana ha quedado totalmente subordinado al lucro capitalista.
La mayoría de estas muertes tuvieron lugar en polígonos industriales a los que sus trabajadores habían acudido acuciados por sus jefes. La codicia de la burguesía y la extrema precariedad de una clase trabajadora que no puede permitirse perder su puesto de trabajo, forzada a garantizar el plato diario en la mesa de sus hogares, obligaron a estos trabajadores a presentarse en sus puestos pese a las alertas, el tacto del agua bajo sus botas y la sombra de una tragedia anunciada. Este panorama desolador arroja luz sobre el rol que el trabajo asalariado juega en el sistema capitalista: una cárcel únicamente sostenida por la quietud social que nos impide sentir el peso de nuestras propias cadenas. En relación laboral capitalista, el obrero queda alienado, indefenso al carecer de control sobre su propio tiempo, sus condiciones laborales o incluso la seguridad de su propia vida. El obrero se convierte en otra propiedad de sus jefes.
De este modo, bajo la cruel lógica del capital, la clase trabajadora es obligada a arriesgar incluso su propia vida, aun cuando la tragedia había sido previamente advertida por meteorólogos y expertos. Porque en la realidad capitalista, los trabajadores no son vistos como seres humanos, sino como simples instrumentos de producción, herramientas para la acumulación de riqueza en las manos de sátrapas como Juan Roig Alfonso. No hubo suspensión de la actividad laboral, las máquinas continuaron en marcha en los polígonos industriales mientras la vida humana quedaba atrapada en una red de obligaciones forzadas, sin opción a desobedecer. Miles de obreros atrapados entre la realidad del agua sobre sus cuellos y la perspectiva de quedarse sin empleo, sin la posibilidad de llenar la despensa familiar o incluso de enfrentarse al desahucio a las puertas del frío invierno. El obrero, encadenado a su trabajo, a las facturas que no esperan, a sus deudas, a sus necesidades básicas cada día más inalcanzables debido al encarecimiento de la vida… El obrero que no puede cuestionar la orden de presentarse en su puesto de trabajo, incluso cuando está en juego su propia vida. La esencia de la explotación capitalista provoca cientos de muertos por el terrorismo patronal ante el silencio y la complicidad de los responsables políticos y los sindicalistas vendidos al capital.
¿Y cuál es la respuesta del Estado español ante esta tragedia? Movilizar morgues portátiles, enviar helicópteros en los que los precarios servicios de emergencia arriesgan su vida para rescatar a quienes las dinámicas capitalistas han puesto en peligro y promover llamados a la calma cuando los muertos ya se cuentan por decenas, en un cínico intento de contener la ira popular. Una desesperada estrategia para minimizar el escándalo de sus propias negligencias y omisiones. El aparato estatal capitalista, incluso sus organismos de seguridad y rescate, no están diseñados para prevenir ni para proteger, sino únicamente para intentar paliar los daños, para amortiguar las consecuencias cuando el sistema ha fallado. Algo demasiado habitual en un sistema precisamente diseñado para fallarle a la clase trabajadora. Un sistema abocado a la necropolítica, en el que empresarios y políticos burgueses deciden quienes merecen vivir y quienes deben morir en un juego macabro en el que se nos priva de cualquier tipo de decisión real.
Cuando un gobierno privatiza servicios esenciales, como la Unidad Valenciana de Emergencias, siembra el terreno para la tragedia y juega impunemente a la ruleta rusa con la vida de cientos de trabajadores. Bajo el capitalismo, todo aquello que supone un derecho para el pueblo, como lo es la infraestructura básica de seguridad, es percibido por las élites burguesas como una oportunidad de negocio o un posible nicho para aplicar recortes. En el colmo de la desfachatez y la barbarie, incluso pueden aplicar esos recortes para invertirlos directamente en el asesinato de ritual de animales, para goce y disfrute de lo más casposo y sádico de la burguesía «patria». Cuando el gobierno privatiza servicios destinados a sostener al pueblo en los peores momentos, lo hace porque, en su lógica, la eficiencia no reside en salvar vidas ni en proteger a la población, sino en reducir costos y maximizar la ganancia para el sector privado. No olvidemos nunca el claro carácter de clase del Estado burgués, convertido únicamente en un ente que busca asegurar que todo el sistema se incline en favor del capital, incluso si esto significa dejar desprotegida a la gente cuando literalmente el agua le llega al cuello.
En Valencia, la DANA ha desbordado los ríos, ha inundado calles y ha puesto de relieve la fragilidad de este sistema capitalista, evidenciando que no es la naturaleza la que castiga al ser humano, sino que es el propio capitalismo el que arroja la gasolina que provoca estas tragedias. Cuando el capital controla todos los recursos disponibles, cuando la vida y el trabajo están únicamente al servicio de unos pocos, cuando la prevención se convierte en un negocio y el empresario decide acerca de la vida de sus trabajadores, las tragedias se suceden una tras otra esperando a que el pueblo olvide, esperando a que todo pase, para que la carne de cañón regrese a sus puestos de trabajo hasta que se suceda la siguiente víctima de la codicia capitalista
El capitalismo lleva dentro de sí la semilla de su propia destrucción, incapaz de resolver las crisis que él mismo genera. La destrucción que hoy vemos en las calles inundadas de Valencia no refleja únicamente los efectos devastadores producto de una tormenta, sino que refleja también un sistema en crisis, incapaz de garantizar la vida, la seguridad y la dignidad de quienes lo sostienen. Ahora toca decidir cuantos muertos más podemos soportar antes de romper con las reglas impuestas por la necropolítica capitalista, cuanto dolor podemos soportar antes de levantarnos para, por fin, decidir sobre nuestras propias vidas, nuestro propio tiempo, nuestro futuro.
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