Su transversalidad consiste en ir a buscar el voto de quien no pensaba votarles ni de broma, haciendo para ello el ridículo si hace falta, siempre con la idea fija de conseguir los votos suficientes, de donde sea, para poder gobernar, cogobernar o pillar cacho en un ministerio.
Por Ástor García
Hace varios años que irrumpió en la política española el término “transversalidad”, supuestamente encaminado a superar el eje izquierda-derecha en el tablero político. Desde los primeros años de la década anterior, varios partidos han querido hacer bandera de la transversalidad, al menos durante un tiempo que generalmente ha coincidido con períodos electorales. Recuerden la transversalidad que alegaban Ciudadanos y Podemos en sus inicios y vean cómo han acabado siendo, cada uno, la muletilla de aquella organización a la que pretendían sorpassar.
La vieja dicotomía izquierda-derecha es potente todavía porque es lo suficientemente difusa y flexible. Porque no existe un criterio del todo claro para categorizar y porque soporta todo tipo de aparentes contradicciones. En definitiva, porque esta dicotomía se asienta sobre la existencia de un gran partido hegemónico que viene a marcar el canon de lo que es izquierda y de lo que es derecha, y a partir de ahí se desarrolla todo lo demás, sin muchas más disquisiciones.
Esa dicotomía izquierda-derecha hoy no significa mucho más que la defensa de una u otra forma de gestión del capitalismo, y quienes se quieren presentar como transversales no proponen ninguna novedad en ese sentido. Aspiran a mantener o a reformar el capitalismo existente, se inspiran en modelos más viejos o más recientes, añoran tiempos pasados que nunca fueron como ellos imaginan y visten con ropajes novedosos la vieja idea de mantener vigente la explotación. Su transversalidad consiste en ir a buscar el voto de quien no pensaba votarles ni de broma, haciendo para ello el ridículo si hace falta, pero siempre con la idea fija de conseguir los votos suficientes, de donde sea, para poder gobernar, cogobernar o pillar cacho en un ministerio. Por eso unas se van a ver al Papa y otras se ponen a citar a Julio Anguita. Su carrera por tratar de quitarse las etiquetas que les han colgado resulta patética por el oportunismo que destila, por lo artificial, calculado e impostado de cada uno de los pasos que dan para ser “aceptables”.
Pero mientras hacen el paripé se olvidan de que hay algo que sí es transversal en este país. Da igual el idioma que cada uno hable, con quién se acueste o a qué dios le rece. Es la explotación que sufren 17 millones de trabajadores y trabajadoras asalariados cuyas condiciones laborales y de vida van a peor día tras día. Mientras estos 17 millones -y los que no constan en las estadísticas oficiales- estén entretenidos en discutir sobre la última ocurrencia de la Díaz o de la Olona, y no sobre que Díaz, Olona, Sánchez y Casado coinciden en mantener el estado de cosas que favorece a quienes les explotan cada día en sus centros de trabajo, todo irá a peor. Va siendo hora de romper con todo este circo ya.
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