Países como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos llevan años ayudando a Egipto con una generosidad interesada. Han enviado, y siguen enviando, miles de millones de dólares a El Cairo para apuntalar a Al Sisi
Por Eugenio García Gascón / Globalter
La situación económica y política de Egipto es alarmante desde hace años. La crisis global derivada de la guerra de Ucrania ha incidido muy negativamente en este país de más de 100 millones de habitantes que desde 2013 gobierna con mano de hierro el presidente Abdel Fattah al Sisi, y donde las expectativas de la población, en su mayor parte pobre, no son halagüeñas y el deterioro social tampoco para de crecer.
Países como Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos llevan años ayudando a Egipto con una generosidad interesada. Han enviado, y siguen enviando, miles de millones de dólares a El Cairo para apuntalar a Al Sisi, pero esas ingentes cantidades de dinero no han logrado estabilizar la economía de un país que se desangra a diario.
Arabia Saudí y los Emiratos han diseñado un ambicioso programa para evitar que el islam político se establezca en cualquier parte del mundo árabe, y Egipto es un país capital que no pueden dejar caer, lo que explica su generosidad. Sin embargo, la pregunta que revolotea en el aire es si Al Sisi podrá mantenerse durante mucho tiempo más en el poder en estas circunstancias.
La pregunta no tiene una respuesta sencilla. No puede descartarse que a corto o medio plazo, si el deterioro se mantiene a este ritmo, sea apartado del poder y sustituido por otro autócrata. Las posibilidades de que los islamistas asciendan a lo más alto son prácticamente nulas si se tiene en cuenta que las cárceles están repletas de ellos y la cúpula islamista ha decidido no recurrir a la violencia.
Un reciente informe en Foreign Policy se muestra partidario de poner fin a la era Al Sisi, y acusa al presidente de destinar fortunas inmensas a proyectos faraónicos que no mejoran las condiciones de vida de la sufrida población. Sin embargo, la población no ha salido a protestar a las calles hasta ahora, como ocurrió en 2011 con el presidente Hosni Mubarak, probablemente porque el miedo a Al Sisi es mayor que el miedo a Mubarak.
En 2011, el presidente Barack Obama no respondió a las desesperadas llamadas de auxilio de Mubarak y le dejó caer. Este verano el presidente Joe Biden se reunió con Al Sisi enviando una señal que puede calificarse de ambigua, pero que en cierta manera respalda sus políticas. Está claro que ni las potencias occidentales ni las regionales quieren experimentos de ningún tipo con los islamistas, incluidos los que han renunciado a la vía violenta.
El vector que más puede desestabilizar Egipto es el alimentario. En este frente, el margen de maniobra de Al Sisi se ve limitado por la crisis internacional. La guerra de Ucrania ha sacudido los mercados mundiales de cereales y Egipto, a pesar de ser un notable productor, precisa de importaciones para satisfacer el mercado interno.
Paralelamente, Al Sisi no ha abandonado ninguna de sus grandes inversiones, incluida la construcción de una nueva capital administrativa, la ampliación del Canal de Suez, por donde discurre el 12 por ciento del comercio mundial, un reactor nuclear y armamento. Su idea es que esas gigantescas inversiones arrastren la economía hacia el crecimiento, algo que de momento no ha ocurrido.
El presupuesto previsto para la nueva capital administrativa es de 60.000 millones de dólares. Todavía no se le ha puesto un nombre a esa incipiente ciudad situada 45 kilómetros al este de El Cairo y en construcción desde 2015. El gobierno prevé que acoja los ministerios, las representaciones diplomáticas y que se convierta en un gran centro financiero. Muchos egipcios se quejan de que la nueva capital solamente servirá a las élites y no a las clases populares.
A mediados de agosto dimitió el gobernador del Banco Central después de siete años en el cargo. Los egipcios temen que esta renuncia marque un deterioro mayor de la economía, con una nueva devaluación de la libra que se certificó a finales de octubre, así como otras medidas que sin duda implicarán un alza en el coste de la vida que la gente corriente tendrá que soportar como ya ocurrió en 2016.
La situación es tan alarmante que Arabia Saudí, los Emiratos y Qatar se han comprometido a invertir 22.000 millones de dólares en Egipto. Arabia Saudí y los Emiratos sienten horror ante la posibilidad de que los islamistas tomen el poder en el país árabe más populoso, algo que no parece probable en las actuales circunstancias, pero no puede descartarse completamente a medio plazo.
Si el deterioro continúa, lo más razonable es pensar que algún militar tome el control. De momento el presidente, que también proviene de la carrera militar, sigue contando con la generosa ayuda del Golfo Pérsico y mientras esa ayuda llegue, lo más probable es que él siga al mando, o que lo sustituya algún militar que no varíe sustancialmente las conocidas políticas anti-islamistas. Egipto es un país demasiado grande para abandonarlo a su suerte, puesto que su situación podría repercutir en todo el mundo árabe.
La represión que practican los cuerpos de seguridad es muy fuerte y los egipcios corrientes no quieren arriesgarse a entrar en las cárceles en unas circunstancias realmente complicadas, de ahí que sea difícil imaginar revueltas populares como las que han ocurrido en Sri Lanka o Ecuador. Pero la resignación de la población también tiene un límite y la situación económica puede empujar a la gente a salir a las calles.
Si un alto responsable militar sucede a Al Sisi, tendrá una tarea no menos complicada, puesto que la situación económica es desesperada. Aunque algunos analistas sostienen que el principal problema es su mala gestión, es evidente que el visible deterioro de la situación global no facilita el gobierno de un país tan necesitado de ayuda exterior.
Puede decirse que Egipto está en una balanza en la que sus dos platillos todavía no se han inclinado en ningún sentido. En el primer platillo se halla la ayuda exterior, vital para Egipto, que tiene un límite al que todavía no se ha llegado. En el otro platillo está la resistencia de la población al coste de la vida, que de momento no se ha traducido en protestas callejeras.
Ante esta disyuntiva, Occidente se ha puesto del lado de los autócratas y contra el islamismo, incluido el islamismo moderado. Aunque ahora un cambio parezca difícil, en un momento u otro, el precario equilibrio de la balanza puede decantarse en el sentido opuesto a los intereses de Al Sisi y abrir una época más convulsa no solo en Egipto sino en toda la región.
Eugenio García Gascón ha sido corresponsal en Jerusalén 29 años y es premio de periodismo Cirilo Rodríguez.
Egipto camina con paso firme hacia el colapso económico y político
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