Donald Trump y nuestros malos perdedores.

Por Domingo Sanz

Aún no ha ganado Biden pero no puedo dejar de pensar en Trump y su amenaza de recurrir a los jueces para buscar la victoria que le habrían negado los votos. Por culpa de lo mal que le sientan las derrotas al aún presidente, es probable que tampoco pueda saber usted el nombre del vencedor antes de terminar esta lectura.

Entonces es cuando regresa el recuerdo de tantos políticos españoles que llevan toda la vida demostrando su cobardía más vil a la hora de enfrentarse a los avatares de su “trabajo” pues eligen, como Trump, el camino fácil de los juzgados como treta contra el adversario ganador, o contra quien propone negociar un futuro en el que no quieren ni pensar.

Se han convertido, estos líderes de nuestra derecha que jamás han criticado a Trump por muchas burradas que dijera, en el clásico vecino picapleitos, sobre todo cuando no están gobernando. Se consideran los máximos defensores de la iniciativa privada, pero si fueran directivos de empresas de las que se ganan la vida compitiendo y su estrategia fuera presentar demandas judiciales para ejercer presión contra clientes o proveedores, no durarían ni una semana en el despacho.

Se trata de la judicialización de la política que, para “triunfar”, necesita de unos jueces que se consideran llamados a bloquear, con tecnicismos, las ilusiones que dibujan los cambios que el progreso necesita para hacerse realidad.

Como no recordar a Pablo Casado impidiendo la renovación del Consejo General del Poder Judicial cuando vemos a Trump nombrando jueces del Tribunal Supremo de USA hasta conseguir seis de nueve, la última a cuatro días de las elecciones.

Y como no recordar también a un juez Marchena sin la decencia de rechazar cualquier destino que pudiera dar pábulo al mensaje que Ignacio Cosidó envió al resto de senadores del PP informando que con él tendrían “controlada por detrás” la Sala que más les interesa del Tribunal Supremo. ¿Algún juez de guardia llamó al senador para pedirle explicaciones? Tampoco.

Y tampoco es posible olvidar a Mariano Rajoy llevando al Tribunal Constitucional una ley aprobada por un Parlamento autonómico, por el Congreso de los Diputados y en un referéndum absolutamente legal. A un TC al que se le recusó uno de sus miembros para asegurar el dictamen que buscaba el PP demandante, que no fue sino una decisión política envenenada por doce togados que lo que terminó consiguiendo fue cultivar todos los odios que caben en el grito de “¡¡A por ellos!!” animando a miles de policías y guardias civiles que, armados de violencia, embarcaban para ejercerla contra cientos de miles de personas que solo pretendían dejar constancia del futuro que querían.   

Mientras pienso en nuestros malos perdedores, en este pueblo donde vivo son las cuatro de la tarde del 5 de noviembre y está nublado, pero no llueve. Tampoco lo llamaría viento, aunque las hojas de los árboles se mueven. Y la temperatura es tan cómoda que puedo elegir entre ponerme una chaqueta de entretiempo o ir en manga corta.

He salido a pasear y hay poca gente por la calle. Bicicletas infantiles regresando de la escuela o acudiendo a extraescolares. He olvidado el maldito móvil, un error imperdonable. Me quito las gafas empañadas por culpa de la mascarilla y me siento en la terraza del bar de una de las esquinas.

Pienso en lo lejos que vivo de las calles donde algunos comercios a ras del suelo han elevado barreras contra los tumultos que veo en las pantallas. En la prensa de papel leo que Biden y su mensaje de regresar a la decencia está consiguiendo derrotar al miedo cultivado por Trump con su última amenaza, la increíble de no aceptar la derrota. No cabe duda de la clase de voto que ha buscado el presidente.

Hablando de los amigos de Trump, leo entre paréntesis que el hijo mayor de Bolsonaro, Flavio, no debe ser gay, pues su padre declaró que en ese caso preferiría verlo muerto. En cambio, la fiscalía lo está investigando por cuatro delitos, todos los cuales riman con corrupción. Si además pierde Donald, a Jair más le valdrá no intentarlo de nuevo. Y aún quedan fiscales, como uno de Suiza de apellido Bertossa y cuyo trabajo está sobrevolando Alpes y Pirineos.

Cierro Brasil y nuestra monarquía corrupta para pensar también en lo peligrosa que podría ser una segunda y última legislatura de Trump por lo mucho que lo han sido otras. Por ejemplo, cuando, siendo candidato, Aznar se comprometió a solo dos intentos para parecer más demócrata que nadie. Soy de los que piensan que si hubiera tenido que competir en las urnas de 2004 se habría pensado mucho más lo de embarcarnos en la guerra de Irak pues demasiados millones estábamos activamente en contra, incluido un tal Pedro J desde las portadas de “El Mundo”. No obstante, soy partidario de la limitación de mandatos y muchos otros cambios contra el siempre peligroso bipartidismo.

Recuperada la conexión leo que a Trump le faltan 50 votos electorales más que a Biden para conseguir los 270, pero nunca se sabe. Desde este momento hasta que termine el recuento, más todo el tiempo que el peor de los peores perdedores que recuerdo quiera seguir enredando con sus jueces siempre lentos, pensaré que en Europa y en España los peligrosos seguidores del peligroso Donald, confesos o no, tendrán que volver a inventar miedos de su propia cosecha para asustar lo suficiente.  

Gobernar en tiempos revueltos es difícil. Por eso, la política que sigue la derecha española consiste en delegar ciertas obligaciones en los jueces porque saben que con ello irán encarcelando la democracia dentro de la legalidad vigente, sin necesidad de golpes de Estado ni guerras civiles, pero también cerrando cualquier posibilidad a que sus víctimas puedan romper los nuevos grilletes y recuperar la libertad.

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