Le duele la cabeza: aspirina. Le duele la espalda: ibuprofeno. Tiene ansiedad: lorazepam. No puede dormir: rohipnol. Su hijo no atiende en clase: focalin. No se preocupes si no funciona, porque por cada uno de ellos hay una versión “natural”. Un remedio por cada situación. Pero esto supone algo incómodo, tan incómodo que resulta difícil verlo: son las situaciones más cotidianas las que provocan esos problemas. Es más sencillo tomarse una pastilla, da menos dolores de cabeza.
El mundo es un negocio, un buen negocio. La industria armamentística, la telecomunicación o la alimentación son solo tres ejemplos; pero no hay un aspecto de la vida que no tenga detrás toda una industria organizada para el lucro. La salud misma es un buen postor, pero cuando la salud se convierte en un negocio con desregulación insana, la vida de los usuarios comienza a peligrar.
Este es un pequeño esquema de la situación:
Como todas, la industria farmacéutica tiene nombres, siglas y datos; y como todas, la industria farmacéutica es una completa desconocida de cara al debate y la opinión públicas. Podemos hacernos una idea de la magnitud de la cuestión con un dato: el complejo FarmaIndustria (Asociación Nacional Empresarial de la Industria Farmacéutica establecida en España) produjo en 2016 un total de más de 15.000 millones de euros, lo que supone prácticamente una cuarta parte de la inversión pública española en Sanidad el año anterior, que ronda los 65.000 millones, según datos oficiales.
La respuesta a la pregunta «¿quién paga?», que siempre debemos hacernos, tiene una doble cara. La otra pregunta complementaria es: ¿quién se deja pagar? Sin hacer un juicio sumario del tema ─porque no pretendo enfocar la cuestión a ese punto─, los datos publicados dicen que la industria farmacéutica vertió 193 millones de euros en eventos, 112 millones para los profesionales, 81 para la organización. Estos eventos ─congresos y reuniones esencialmente─ funcionan para promocionar activamente los intereses comerciales de la industria, de manera que los «profesionales» se ven también beneficiados en su carrera por acudir.
Esto señala un terreno menos conocido de la industria: las otras puertas giratorias. Estas no conectan a miembros de gobiernos o parlamentos en las empresas, sino que establecen una cierta relación entre complejo industrial y servicio. Los servicios se refieren tanto a consultas médicas como a simple y llana publicidad. Así se puede maquillar un tratamiento de cáncer en fase experimental como un impresionante logro técnico por parte de Roche, que en cierto congreso aseguraba resultar en «beneficios prometedores».
Pero en aquel congreso no contarían la historia de Tobeka Daki.
La historia de Tobeka Daki no es muy diferente de la de muchos otros pacientes que no han recibido su tratamiento, por culpa del alto precio de los medicamentos específicos. No es muy diferente de la de los pacientes de hepatitis C que fallecieron tras la negativa del gobierno de tomar cartas en el asunto con el Sovaldi. Tobeka murió porque los intereses comerciales de Roche eran demasiado grandes para ella: no pudo costearse el medicamento. En esa línea, la misma empresa que comercializaba el Sovaldi puso a la venta el 2011 otro tratamiento, este para el VIH; las 30 cápsulas del paquete se venden por más de 200 euros.
Como si de vender agua en el desierto se tratara, la industria farmacéutica no ha dejado de aumentar sus beneficios.
Pero esto es solo una parte del problema. Los intereses comerciales no se basan simplemente en paliar los problemas más tangibles, porque los beneficios se verían limitados. El negocio que triunfa es siempre el negocio que más abarca, y el que más abarca es el que crea aquellos problemas de los que se puede lucrar. Y aunque ejemplos de ello los hay en toda la industria, el mundo de la psiquiatría parece el idóneo para mostrar el principio de «una persona, una pastilla».
[Este es el primero de dos artículos sobre “El negocio del diagnóstico”. El siguiente ocupa el
caso del diagnóstico psiquiátrico].
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