Por Juana Lo Duca | Ilustración de Vuelibrelula
¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse en niño? El niño es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir “sí”. Hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir “sí”.
Así habló Zaratustra (1883)
Que jugar es propio de la infancia y por ¿contraposición?, la gente adulta debe hacer cosas serias y aburridas. Que el divertirse es una pérdida de tiempo y que cuando crecemos, necesariamente, los recuerdos lúdicos de la niñez tienen que transformarse en la nostalgia de aquel pasado libre al que ya no se podrá nunca regresar. Habitamos un sentido común que nos instala en una ficción dolorosa, porque ¿acaso no genera dolor el distanciamiento con aquello que en algún momento nos hizo felices?
Tratando de exponer las posibilidades de transformación social e implicancias políticas que representa el acto de jugar, es preciso definir previamente qué entendemos por juego.
En la Antigüedad romana el término «ludus» (que puede entenderse como “juego”, “ameno”, “recreo”, “diversión” o “propio del juego”) fue implementado para definir a las primeras escuelas primarias elementales, donde se recibían jóvenes de hasta doce años. Del mismo concepto se derivan otros términos como «preludio» o «interludio», que designan piezas musicales de ejercicio o recreo.
Siguiendo el recorrido por su etimología, un tiempo después la noción de «ludus» fue reemplazada por «iocus» (relativo a “bromear”, “juego de niños”, “hacer con alegría”) la cual dejó huellas más evidentes sobre la palabra «juego» como la conocemos.
Resulta interesante, entonces, retomar la última acepción y proponer algunas reflexiones: si el juego representa un hacer con alegría, ¿por qué concebimos el acto de jugar como algo propio y exclusivo de lxs niñxs? ¿En qué momento el término se significó de un modo restrictivo que inhabilita a lxs adultxs a jugar? ¿Con qué fines?
Se conoce por adultocentrismo a la categoría que designa en nuestras sociedades una relación de poder asimétrico y tensional en el vínculo entre jóvenes y adultos. Fruto del patriarcado, la noción no solo establece que la organización de la vida social debe quedar en manos de un hombre, sino que, además, debe imponer orden siendo ya adulto.
La infancia, tal como la entendemos hoy, no es sino una categoría moderna que define al niño como un “ser carente de voz”. Al encontrarse percibido como tal, el joven admite la necesidad de ser sometido a las subjetividades y directrices adultas: debe adaptarse, acatar, y –sobre todo– sentir de acuerdo a lo que inculcan quienes, en teoría, han superado la etapa que él atraviesa, quienes ya tienen una voz, aunque no se cuestionen cuánta producción propia conlleve la misma.
En palabras de Dina Krauskopf en Participación social y desarrollo en la adolescencia, esta relación de poder: “[…] Se traduce en prácticas sociales que sustentan la representación de los adultos como un modelo acabado al que se aspira para el cumplimiento de las tareas sociales y la productividad. […] Se traduce en la rigidización de las posturas adultas frente a la inefectividad de los instrumentos psicosociales con que cuentan para relacionarse con la gente joven. Los cambios acelerados de este período [la posmodernidad] dejan a los adultos desprovistos de suficientes referentes en su propia vida, para orientar y enfrentar lo que están viviendo los jóvenes sin tomar en cuenta sus perspectivas».
Sin embargo, si consideramos que mucha gente adulta participa en programas de preguntas y respuestas (o se juegan desde las casas), asiste al casino y disfruta experimentando juegos de roles durante su intimidad, ¿podemos afirmar que lxs mayores no juegan?, ¿o será que la acción de jugar es admitida y bien recibida solo cuando tiene una ganancia capitalista?
Al momento de jugar se ponen sobre la mesa modos de comunicación, de producción discursiva, que difieren de los que manejamos habitualmente: nos presentamos al mundo sin tener que decir de qué trabajamos ni qué estudiamos. Elegimos ser parte de reglas que podemos poner en discusión si no nos gustan o dificultan la diversión. Aprendemos algo del otro y entregamos un poco de nosotros y nuestros significados. Intercambiamos una complicidad cuyo único fin es la sana alegría de sentirse a gusto en un grupo (sea de dos o más personas). Quizás lo más revolucionario del juego radique justamente en eso: nos propone una forma de entender lo social desapegada del interés económico. El juego no puede ser entendido como “una herramienta para”, no intenta ser una excusa para transmitir otro contenido, es un fin en sí mismo. Resulta una práctica política altamente subversiva para sociedades donde las relaciones –a nivel general– se racionalizaron al punto de tener lugar solo en función de las economías personales.
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