«Desconfío de la paz de las líneas rectas». Francisco Carreño conversa con Ignacio Castro sobre ‘Ética del desorden’

Francisco Carreño es poeta (Calblanque, Gabinete de sombras, Todos los días, Una luz tan exacta). Ha escrito también obras narrativas (La segunda vida) y ensayos, principalmente de crítica literaria. Ha sido comisario de exposiciones (Madrid, puerto de mar). Es también autor de cortometrajes (Cuestión de escalaLínea perdida).

Francisco Carreño: Me gustaría empezar preguntando por el título, un título feliz que surge de una contradicción. Hay numerosas paradojas a lo largo del libro. Me atrevería a decir que es un rasgo fundamental de tu estilo. El título también lo es. El significado de ética, sea en su sentido etimológico de costumbre o en el ya más evolucionado sentido aristotélico, como conjunto de virtudes que sirven para la realización del orden de la vida del Estado, se opone semánticamente a la palabra desorden. Oposición desde el punto de vista lingüístico y oposición también cultural y filosófica frente al famoso título de Spinoza (Ética demostrada según el orden geométrico), título este que ya era todo un desafío. ¿Hay en esa escolástica postura de la coincidentia oppositorum una señal de que nos vamos a encontrar con un libro que intenta luchar contra el mal sin reprobarlo? ¿O más bien se abre ante nuestros ojos una exposición del orden de lo que no tiene orden, del sentido de lo que no tiene sentido? ¿O quizá estamos más bien ante un tratado sobre las virtudes del mal?

Francisco Carreño

Ignacio Castro: Primero, me temo que cualquier verdad es una paradoja. ¿Qué podemos pensar a partir del simple hecho de que respiremos en mitad de una vida mortal? El Tao está lleno de paradojas, así como el Antiguo y el Nuevo Testamento. Las películas de Sokurov o Malick, los textos soberbios de Benjamin, Lispector, Agamben o el Comité Invisible también lo están. Me reclamo de esa tradición, aunque tenga una difícil historia. En cuanto al título, he de decir que es un modesto juego de palabras muy poco complicado. Nadie ha dicho, y menos que nadie Spinoza o Nietzsche, que la ética haya de ser un orden determinado contrapuesto al desorden con el que ocurren las vivencias. Una vez más, me temo que en este punto no estoy inventando nada. Los estoicos, de los que mi libro está ahíto, ya lo han dicho todo al respecto: como amorfati, lo ético es atender al signo de lo que ocurre, bajando de la nube de nuestros dogmas familiares.

En cuanto al intrincado problema del mal…. Como ética de lo que viene, lo que acontece sin ser llamado ni elegido, mi libro hace un esfuerzo desesperado (lo digo desde el Prólogo) por intentar entender «el mal» como un signo de lo nuevo que, al dañarnos, dice algo de nuestro ser y reclama atención. Desconfío de la paz de las líneas rectas e intento comprender el orden oculto en el aparente caos. No estoy contra toda forma de violencia, y menos contra una que encare «el mal», pero antes de masacrar lo que se ha quedado en nosotros habría que intentar escucharlo. Vencer el mal abrazándolo: esta vieja sabiduría, que tiene manifestaciones incluso en alguna medicina moderna, no es ajena al esfuerzo de esas arduas más de cuatrocientas páginas. No defiendo ningún masoquismo suicida. Pero es absurdo, y reduplica el mal, intentar erradicar el «accidente» que se ha pegado a nuestra piel o a nuestra conciencia. Algo que ha entrado en nosotros no es un accidente más, sino un signo que hay que atender. Habría que infiltrarse en ello para extraer alguna lección que nos cambie. El mal, en el sentido de lo que duele, es el más antiguo amigo del conocimiento. No soy culpable de que la caricatura que algunos profesores llaman «Kant», ignorando su arriesgada investigación nouménica, haya oscurecido la posibilidad insólita que se abre en un dolor que persiste. Lo que llamamos mal es, en principio, la escuela de nuestras posibles virtudes. De acuerdo en que esto no hace nuestra vida fácil, pero nadie (salvo periodistas, políticos y distintos expertos en formas actuales de la «salvación») nos había prometido que existir es un camino de rosas. Nada inhumano nos es ajeno: no me entristezco por ello.

Francisco Carreño: Supongo que ese abrazar el mal tiene que ver también en cierto modo con la propuesta continua en el libro de descender a lo sensorial. Se defiende a lo largo de muchas páginas una profundización en la realidad inmediata de la sensibilidad, que se opone explícitamente a la frialdad conceptual. Hay, sin embargo, sobre todo al principio del libro, páginas en las que lo real parece coincidir con lo ideal en una vivencia que pretende alcanzar la plenitud. Cabe, pues, la duda, ante semejante paradoja, de si el autor estaría dispuesto a defender que la reprobada aversión por lo inmediato pudiera ser también un odio hacia lo ideal. Quizá un mundo que siente repugnancia por la densidad de lo real es un mundo desarmado precisamente en el terreno de las ideas, un mundo en el que los hechos, el destino, sea o no amado, se ha apropiado absolutamente de nuestra conciencia, abominando previamente de todo aquello que le resulte demasiado abstracto. ¿No es la otra mueca de un mismo gesto despectivo de hombres que han olvidado lo que es la vida con toda su potencia  esa altivez telúrica con la que miramos hacia las ideas como abstracciones despreciables que nos impiden el acceso a lo real? ¿No será que las ideas, mucho mejor que los hechos –y aquí podríamos decir que el estoico podría ser en su amor fati el primer periodista, algo así como un Urjournalist– son capaces de inaugurar, de ofrecer en una complejidad sintética los mil matices de un mundo terriblemente empobrecido por una visión que se niega a ver más allá de sí misma, aferrada a la simplicidad de acontecimientos sin horizonte?

Ignacio Castro: Efectivamente, así es. Mi libro es muy largo porque se propuso rescatar la épica de nuestra especie, salvando para cierta grandeza infraleve una infinidad de fenómenos, situaciones y seres que hemos sepultado bajo una plancha, primero de cemento y ahora de plasma. El universo que somos, que es la vida de cada uno de nosotros, entra por los sentidos, por una percepción a la que estamos empeñados en no darle la palabra. Cuando nos dejamos vivir percibimos inmediatamente una constelación de sentido, una corriente de ideas asombrosamente nuevas. Para protegernos de ese mundo de la inmediatez flotamos entre consignas, conceptos precocinados y sensaciones diseñadas.

Estoy por tanto de acuerdo, y es una certeza que recorre por entero Ética del desorden, en que nuestra aversión a la inmediatez sensorial lo es a la profundidad de la idea encarnada en los sentidos. De hecho, un concepto no tiene en principio nada de «frío», pues es el resultado de una encuentro con el estado salvaje de las cosas. Hasta en la ciencia, cuando es atrevida, se puede notar esta «tormenta abstracta del afuera» que se precipita en lo sensorial, en las ideas que vivimos materialmente. Con frecuencia, de hecho, nuestros conceptos no son lo suficientemente abstractos para estar a la altura de esa enorme complejidad de lo percibido. Los hechos, configurados según el esquema empirista y contable que nos domina, del cual proviene el poder del periodismo, son el peor enemigo de la singularidad de una experiencia que, como decía Benjamin, se ha empobrecido considerablemente. Es en nuestra experiencia, en su reflejo en la conciencia, donde se ha producido el primer recorte, y esto no es algo de ayer. No existe hoy una «crisis del papel», sino una crisis de la piel. En algún lugar de mi libro recuerdo que si la lectura ha caído en picado es debido a que ha entrado en crisis la vivencia, la presencia real, a favor de una ficción social que nos tiene retenidos en un interior gigantesco que interactúa sin cesar. No necesitamos leer porque ya no necesitamos darle palabras a una experiencia física, sensorial y conceptual que ha retrocedido, alejándonos de la inmediatez donde se precipita el mundo. La oferta cultural de las tecnologías promete el retiro, establece una confortable distancia entre nosotros y los otros, entre cada hombre y el mundo. En el fondo, esa distancia, este racismo sensorial es lo que llamamos «cobertura».

Para protegernos de ese mundo de la inmediatez flotamos entre consignas, conceptos precocinados y sensaciones diseñadas.

Francisco Carreño: Si hablamos de vivencias, no podemos dejar de pensar en las mil anécdotas que parecen salpicar el discurso de Ética del desorden. No son exactamente interrupciones del discurso filosófico, aunque tengamos la tentación de acudir a esa palabra para nombrarlas. Yo diría más bien que acompañan a las palabras, a modo de ilustración, como los motivos florales o monstruosos de un códice que pretende a toda costa mantenerse ligado a la experiencia. No parecen hablar directamente de lo que se cuenta en otro plano, a modo de ejemplos, como las narraciones medievales. Son más bien palabras que arraigan y se despliegan en un ambiente que desafía siempre con un infatigable fondo de sentidos insospechados. Tienen (¿sin proponérselo?) un tono desafiante hacia la atención del lector, quizá demasiado acostumbrado a seguir una sola línea de pensamiento. Y en esto tengo la impresión de que este libro es de alguna manera una forma de retomar el impulso fundacional de Roxe de sebes (¿tu primer libro?), volviendo los oídos a lo que zumba en la memoria, ansioso de forma. ¿Estás ahí, todavía, en la montaña desde la que adiestras tus sentidos para cargar de experiencias tus palabras?

Ignacio Castro: Cuando la lógica de la «salvación», haciendo una mezcla de la Stoa y un paleo-cristianismo que no está lejos de Nietzsche, se arraiga en la más íntima perdición de las cosas, sin poder decirle que No a nada que esté vivo, el horizonte de lo importante abarca hasta el más ínfimo detalle. Por eso lo anecdótico, autobiográfico o no, es tan presente en mi libro. De ahí también que se considere que en él no hay una sola línea de pensamiento, sino varias a la vez, un ancho caudal. Desde él se entiende incluso que la línea recta es inmoral. Hay un cierto pánico en Ética del desorden a decirle no a algún camino, como si todos los caminos debieran estar en cada uno. Alguien me comentó lo sorprendente de algunas conexiones que se abrían en cosas y casos mínimos, y así debe ser. Como en la mónada de Leibniz: en cada ojo de pez, todos los mares. Me gusta por lo demás la palabra tentación: dejarse tentar y seducir por cada ser, aunque sea un poco monstruoso. La contingencia de lo inesperado es la forma en la que se manifiesta la más extrema necesidad. El inventor del cálculo infinitesimal escribe: «Cuando Dios calcula, tiene lugar el mundo». Nunca salgo, por tanto, del viejo tema judeocristiano, espinosista y nietzscheano, que le otorga una relevancia cósmica a lo pequeño. En mi caso, esto ha aliado una épica de lo «salvaje» con la anónima nimiedad cotidiana. Es necesario hacerse el muerto para que las cosas ocurran. Los grandes acontecimientos se acercan sigilosamente, casi siempre con pasos de paloma.

Es posible, ciertamente, que Roxe de sebes sea «mi primer libro»… en cuanto se abre a lo que pulsa en la memoria, ansioso de forma. La montaña fue el modelo de una distancia que había que poner en cada cosa, el inevitable rodeo necesario para abrazar la enormidad de su aura. Cada ser es inmenso, así que la montaña es el signo del relieve secreto que espera en cualquier llano. Creo que allí conquisté una relación fiel con el silencio del mundo, más oriental que occidental, que hoy me permite fluir en muy distintas escenas urbanas. Si hoy he de estar en la ciudad, y no en las montañas, es porque llevo aquel silencio pétreo dentro. Esto también tiene relación con la tarea ética de recuperar los cien mil rostros de múltiples seres, pero desde un fondo sombrío que no tiene rostro. Como dice un clásico del pasado siglo, el desierto (de ahí sus innumerables ecos) es la suma total de nuestras posibilidades. Hablas de adiestrar los sentidos: sí, es necesario cada día escalar la cima del propio corazón. Y esa cima diaria no solo se conquista intelectualmente, es preciso además sentirla, acogerla, quererla. La mujeres siempre han sido superiores en este plano de inmanencia. El amor intelectual de Spinoza debe hoy dirigirse a cada una de las pequeñas cosas que nos influyen.

Ignacio Castro

Francisco Carreño: En algún lugar de este libro se dice que el autor en realidad no se pronuncia éticamente, que no propone salvaciones, que de alguna manera se sitúa de modo natural ante un mundo irremediable. Sin embargo, leo la palabra salvación, unida a lógica, justo antes de declarar que la línea recta es inmoral. ¿Es inmoral renunciar a la totalidad, al infinito? ¿Es inmoral no tomar todos los caminos a la vez, no entregarse a todo, no zambullirse en ese desbordado caudal de pensamiento? Según esa lógica ¿es inmoral la cordura de elegir, en la encrucijada, un solo destino? ¿No admites que alguien pueda encontrar a todos los hombres en un solo hombre, a todas las mujeres en una sola mujer? ¿O más allá, que se pueda buscar  la síntesis total del universo en una sola persona, en una sola cosa? Es cierto que hablas de la enormidad de cada cosa, de los mares que encierra cada ojo de pez, pero intuyo una inmensidad solitaria representada por el desierto, por el silencio, por el prestigio edénico de un estado incomunicable que deja fuera a las palabras, como si estas ya determinasen excesivamente el camino, reduciendo las posibilidades infinitas que yacen en la percepción salvaje y muda.

Ignacio Castro: Es cierto que mi libro, la filosofía en la que vivo desde hace más de treinta años («Lo que no cesa» es un texto anterior al periodo de la montaña) está muy lejos de una ética que pretenda localizar el mal en los otros y proponer recetas para superarlo o erradicarlo. Pienso mal de cualquier moral que no busque el mal dentro. Pero no es que Ética del desorden no «tome partido» ni se comprometa, limitándose a flotar elegantemente por encima del bien y del mal, en un nuevo limbo para elegidos. Por el contrario, esas numerosas páginas militan constantemente en lo absoluto de cada existencia, en una inmediatez común que es siempre contingente y singular: este aquí, este rumor de la hora, estos seres queridos… Tal «absoluto local» es la única universalidad posible, real e incondicionada. Y esto porque bebe en un común fondo sombrío que se precipita en cada punto. «Universalidad sin concepto»: lo que Kant reserva para lo estético, otras filosofías (desde los presocráticos, desde Aristóteles y Agustín) lo afirman en la inmediatez ética. El propio Sartre, según algunos un pensador menor, decía que frente al existencial «absoluto de la decisión» el conjunto atronador de una época es algo relativo. ¿Significa esto subestimar lo colectivo y mundial, retirarse al egoísmo individual? No. Significa subordinar lo histórico a la soberanía de cada forma de vida, a la singularidad (nouménica, dice Kant) donde se cumple lo comunitario. No fue un error que antes emplease la palabra «salvación» con comillas. Me refería a una salvación que no intenta erradicar el pecado del mal, el del atraso o de la perdición. Toda nuestra lógica histórica actual, heredera de un canon de las Luces que ha mutilado a Occidente en sus raíces, vive de este maniqueísmo.

¿El consumo multiplica los entes sin necesidad? No, lo hace con la obsesión de tapar la necesidad, cegando unos cauces sensitivos y afectivos que nos indican que vivir es peligroso y que jamás superaremos la supervivencia.

Información, desarrollo, revolución tecnológica, elevación del bienestar, del consumo y del nivel de vida… Con los dos hemisferios cerebrales, hay que sumergirse en una «revolución» que se repite en cada anuncio. Estamos inmersos en una oferta secularizada de salvación que incluye injuriar constantemente lo atrasado, lo agrietado y terrenal, también el cuerpo (ahora en manos médicas), la infancia (entregada al consumo) y las culturas extranjeras, acosadas económica y militarmente. No son los otros sino nosotros, dirigidos por un Norte sonrientemente puritano, los que impulsamos el programa nuclear de las otras naciones. Lo hacemos con lo que Simone Weil llama «superstición de la cronología», una armada carrera hacia adelante que procede de una caricatura de la teleología cristiana. Muy lejos de Marx, la macroeconomía ha sido vista por muy distintos pensadores como una rabiosa metafísica de la separación: conciencia frente a mera existencia, sociedad frente a individuo, cultura frente a naturaleza, civilización frente a barbarie… Etcétera. Por esta vía no entendemos nada, somos cada día más infelices y peligrosos, tanto para nosotros mismos como para los otros. Propongo un giro copernicano hacia la espiritualidad de la materia. Cuando un pensador que amo, con todos sus errores, pronunció la famosa frase «Solo un dios puede salvarnos todavía» se refería también a salvarnos de esta legión de salvadores que inyectan sin cesar el miedo y la solución, el demonio del atraso y el dios del despegue. Fiel a Leibniz, a la Antigüedad que él hereda de un modo infinitesimal, me siento a años luz de la furia redentora de nuestra «línea recta». Lo que propongo es elegir, siempre en la encrucijada, un destino curvado que espera en cada uno de nosotros, en una intimidad más vasta que cualquier exterior turístico. Esto significa, como muy bien dices, encontrar a todos los hombres en un solo hombre. Y significa también ser capaces de dialogar con el desierto silencioso que nos sigue, esa infancia que nos acompaña como una sombra. Nada que sea salvaje es mudo. Permanece más bien vibrando, a la espera de unas palabras que han sido prohibidas. Casi todos los monstruos que tememos se amansarían al oírlos.

El desierto no tiene nada de edénico, está poblado de huellas, demonios, tribus y palabras. Es imperioso, vital y éticamente, volver a escuchar esa multitud no elegida. No conozco otro camino para recuperar la palabra, el afecto y la comunidad humana, que reinventar, a contrapelo de nuestro dogma histórico, una relación moral con lo inhumano que nos roza. No conozco otra forma de liberarnos del aislamiento elitista en el que vegetamos, de esta despiadada seguridad que amenaza con convertirnos en zombis. ¿El consumo multiplica los entes sin necesidad? No, lo hace con la obsesión de tapar la necesidad, cegando unos cauces sensitivos y afectivos que nos indican que vivir es peligroso y que jamás superaremos la supervivencia. ¿Es esto pesimista? Una vez más, no: solo lo es con respecto a nuestra oferta de salvación técnica, social e histórica. Una oferta envenenada, pues deja a la humanidad atrasada, que todavía pervive en nuestra alma, fuera de los elegidos.

Francisco Carreño: ¿El peligro de la vida es, pues, la salvación? ¿No renunciar a lo atrasado, a lo afectivo, a lo que todavía no tiene forma? ¿Es ahí donde surge el dios posible? ¿No existe el riesgo de privilegiar una especie de vuelta a la animalidad, a una naturaleza sin hombre? Y esa regresión, ¿no podría ser un último, irónico y semiinconsciente esfuerzo por humanizar lo que supera al hombre, por despejar la incógnita que nos desafía ilimitadamente, el enigma que nos ha hecho pensar, eliminándolo por comodidad, como niños que no quieren enfrentarse a las dificultades? ¿No estamos dejándonos condicionar demasiado por los excesos de la civilización? Llegas a apostar en algún momento del libro por la eliminación del pensamiento. Creo, sinceramente, que el no ético a determinadas perversiones de lo humano puede llegar a hundirnos en un abismo poco edificante. Dudo mucho de que exista algo interesante más allá del pensamiento. No sé si compartes ese temor, esa intuición de que para llegar a Dios no se puede superar ni rebajar al hombre.

Ignacio Castro: Creo que para ser humanos, y también verdaderamente modernos, hay que conservar la «alta indefinición» de cierto atraso atávico, que todavía no tiene forma o nunca la tendrá. John Cage no sería nada sin ese dios potencial de lo posible, ni Bill Viola. Tampoco Loznitsa, Malick, Sorrentino o Sokurov sería nada sin ese registro de umbral. Por no hablar de los poetas y escritores contemporáneos, de Zambrano a Lispector, de Whitman a Vallejo y Joyce. No hay una posible vuelta a la animalidad porque nunca hemos salido de ella. El animal no es una cárcel, sino una forma de nombrar el misterio de la presencia. Es posible que nunca sepamos del todo qué significa habitar la tierra: La soledad, la lluvia, los caminos. Desde luego, lo animal no es en primer lugar este bestial darwinismo que nos rodea por doquier en las series televisivas, en la feroz rivalidad sexual y económica, en una competencia informativa que busca el «no va más» en la serie de impactos brutales. Lejos de esta ideología terrorista, siempre que hay algo de generosidad entre nosotros vuelve el eco de una dulzura natural que está en nuestro pecho. Hasta se podría decir que cierta alegría, estableciendo conexiones insospechadas, supone el regreso triunfal de la planta en nosotros. No hay por tanto, creo, naturaleza sin hombre. La physis anida en nosotros. Lo que ella tiene de inmensa y peligrosa es igual a lo que el hombre tiene de enigmático. La «indiferencia de los árboles a la historia» (Baudrillard) es también la indiferencia del rostro humano a la historia. De hecho, como demuestra la maestría de Chéjov y otros escritores rusos, cada persona es compleja como un clima, un turbulencia imprevisible. También el hombre, como la naturaleza, «ama esconderse». No sé por qué tenemos que esperar a las catástrofes, efecto de rebote de un fondo sombrío continuamente denegado, para aceptar un suelo trágico sin el que no es posible ninguna alegría.

Efectivamente, como sugieres, creo que somos víctimas de un exceso de positividad que, al huir de cualquier zona de sombra, nos hace más vulnerables. El cáncer es un efecto secundario de esa aversión al misterio del reposo, así como nuestro cansancio, la depresión larvaria y la soledad de la gente en las grandes urbes. Así pues, si te entiendo, creo que tienes razón: la trascendencia está encerrada en nosotros y trabajar por un retorno de cierta espiritualidad es esforzarse por otro modo de atender al hombre, con un cuidado que permita escuchar los espectros que le habitan. Lo trascendente solo es el eje oscuro de la inmanencia. Es necesario un humanismo no antropocéntrico que tome en serio el allende que está clavado en el pozo negro de nuestras pupilas. Lo que defiendo en mi libro es llevar tan lejos el pensamiento como para que pueda volver, renunciando a separar sus conceptos «universales» de la vida al desnudo. La filosofía es una forma de desmantelar la metafísica de oposiciones a la que tiende Occidente, regresando a cierta universalidad de lo contingente, una llaneza ordinaria por encima de la cual no hay ninguna cima. Es más o menos la sabiduría nietzscheana del Niño frente a la del León: el tiempo es solo un enigma que juega. Es preciso recuperar la «dulce necedad» sin la cual la vida mortal se torna imposible, peor aún, letal. Sería volver a escuchar la leyenda del Idiota, a la vez tarado y visionario, aislado y conectado. Fíjate en este fragmento poco atendido de Wittgenstein: «El solipsismo coincide con el puro realismo. El yo del solipsismo se reduce a un punto inextenso y queda la entera realidad coordinada con él» (Tractatus, 5.64). Es posible que este místico y hombre de ciencia, igual que lo hizo Alan Watts, nos esté intentando decir algo que todavía no hemos entendido.

No hay otro Dios que el que anida en eso que llamamos hombre, algo que nunca ha sido otra cosa que un puente hacia la exterioridad, para siempre intratable. Es posible que en este punto otras culturas, que tildamos rápidamente de atrasadas, nos lleven una enorme ventaja cognitiva. Para indicarnos, por ejemplo, que en el cristianismo originario se daba la certeza de una hermandad en el abismo que siempre fue una locura intentar superar. El nacionalsocialismo solo es un triste episodio en esta larga ofensiva militar que hemos emprendido contra el silencio remoto que nos une, a los hombres y a cualquier otra cosa. No hay «teoría de la evolución» ni ninguna superstición cronológica que nos libre del laberinto oscuro que es cualquier presencia material. Huir de eso, construyendo nuestros espectaculares conglomerados del aislamiento, explica la irónica queja de Sokurov ante nuestra obsesiva doctrina de la Seguridad: «Ustedes los occidentales están muy solos».

Francisco Carreño: El capítulo quinto está dedicado al lenguaje. Me interesa especialmente saber si concibes la existencia de un pensamiento más allá o más acá de las palabras. A juzgar por tu última respuesta («un silencio remoto que nos une») la comunidad de los hombres estaría fundada por una forma de eternidad natural e instantánea, permíteme el oxímoron, que tiene más que ver con la materia muda que con la voz humana articulada. Sin embargo, la palabra, tengamos o no en cuenta su paradójica relación con el silencio, es aquello que se comparte. Quizá nuestros problemas de convivencia no se deban tanto, o no solo, a un difícil entendimiento con el enigma intratable de la materia, de la vida, como a una especie de logofobia fundada en una sistemática traición a las palabras, en un desprecio por ese audible canto de la eternidad que no deja nunca de sonar cuando hablamos; en un error de percepción que nos hace pensar que las palabras vienen después de los hechos, cuando son, a mi modo de ver, los hechos, los que siempre vienen después de las palabras, incluso aquellos hechos (el periodismo) que solo creen en los hechos y consideran las palabras como meros instrumentos para transmitir esos mismos hechos. ¿No son las palabras las que dirigen siempre el mundo? ¿Este último capítulo («Formas de hablar») es el reconocimiento de que no solo hay que aprender a sentir, como indicas en otras partes del libro, de que también hay que aprender a hablar?

Ignacio Castro: Hay que aprender a hablar una y otra vez, sin descanso. El lenguaje, ante todo el natal, es una tarea interminable… y no hay gramática que nos libre de la necesidad de una invención constante. El español, el ruso, el inglés son idiomas desconocidos que exigen una reinvención. Creo que el lenguaje es la forma del pensamiento y sin él no hay nada, ni vivencia ni interioridad. En el principio era el verbo también quiere decir que la forma más primaria de experiencia ya es una forma verbal. La simple percepción requiere palabras y si quien mira u oye no tiene un lenguaje mínimamente configurado, tampoco podrá ver y oír claramente. Los niños ferinos tienen también un problema de relación con el exterior, de percepción, aunque imagino que para sobrevivir acaban inventando un desesperanto nuevo. En el principio era el verbo: esto quiere decir que si tenemos delante piedras, cuidado, no son solo piedras, pronto habrá más cosas. Lo cual no quita para que, a la vez, debamos admitir que la primera lengua no es la natal, sino un amasijo de ecos quebrados, silencios amortiguados y murmullos que tienen una gramática informal, apenas estructurada. Los niños hablan sin parar y solo después se les convence («La letra con sangre entra») de que existe la autoridad de una gramática. Después de Nietzsche, si Wittgenstein tiene algo de razón y es cierto que, antes de toda estructura, va el juego del lenguaje, también tenemos que admitir que antes de toda articulación va un devenir «desarticulado» de significados, difícilmente traducible a ningún idioma.

Por tal razón, en este V Capítulo mi libro insiste en que la labor de traducción, con su dosis de traición, ya está en la lengua materna. Casi nunca atinamos a expresar bien lo que antes, o a la vez, hemos vivido en un magma sensitivo que no es fácil de entender y atender. Del mismo modo que buena parte del día sentimos, sin llegar a articular esas vivencias en pensamiento claro, también pensamos sin llegar a articular eso en frases. El diario es una forma de hacerlo, escribir es una forma de hacerlo, así como la conversación y las cartas, pero tal vez esta corriente expresiva está hoy en desuso, a manos de una expresión obscena que no tiene detrás más que otras expresiones servidas, también bastante obscenas.

Si Pasolini logra hacerle decir «Buenas noches» a un actor con sesenta (!) significados distintos es porque el lenguaje puramente verbal está envuelto por uno gestual y corporal sin el cual las palabras (como ocurre en esas ridículas traducciones de Google) apenas son nada. Tal vez no hablamos con la boca, sino con todo el cuerpo. A pesar de cierto Aristóteles leído con prisa, la articulación, en los momentos culminantes del lenguaje, apenas se separa del grito, de la «desarticulación» de una vivencia impetuosa que no siempre tiene tiempo de buscar la articulación de su intensidad. Necesitamos aguantar en el desorden de las vivencias para que haya lenguaje, expresión y ética. En este punto, las prisas histéricas de nuestra libertad de expresión, cara externa de nuestra nula capacidad de acción, recortan a la vez la experiencia y el lenguaje, que se han empobrecido preocupantemente.

Hay quizás un «más acá» y un «más allá» de las palabras, razón por la cual la frase más acabada del mundo (Speak daggers and use none, escribe Shakespeare) tiene detrás mil momentos de vivencia insignificante y, delante, otros mil equívocos de interpretación y significado. El lenguaje es un Babel en sí mismo, sin garantizarnos nada. Hablando se entiende la gente, pero también se mata la gente. Incluso acompañado de actos («Nos definen nuestra acciones, no nuestras palabras», escuchamos en la encantadora Captain fantastic) tampoco el lenguaje significa inequívocamente. Vivimos en una ambivalencia que a veces ninguna traducción arregla.

Eternidad instantánea es una expresión que me gusta. «Parece una broma, pero somos inmortales». Si Cortázar tiene aquí algo de razón es porque el instante es el eje incalculable donde se precipita el tiempo. Y ese relámpago, que genera el acontecimiento del encuentro, es difícilmente traducible a ningún idioma. De ahí la gloria y la impotencia de la poesía o de la música. No existe, estoy de acuerdo, ninguna materia muda, pues cada fragmento de vivencia está cargado de un sinfín de palabras por descubrir. Por eso a veces nos cuesta tanto expresarnos: la eternidad del instante pesa demasiado. Pero no solo las palabras; afortunadamente, también el silencio se comparte: en la calma del atardecer, cuando «pasa un ángel»… Creo que las naciones y culturas se malentienden dramáticamente debido a que, por así decirlo, atienden demasiado a sus respectivas gramáticas y demasiado poco al fondo de silencio que está detrás de las lenguas. La gramática nos separa, la expresión nos acerca. En este aspecto, aún atendiendo a las tesis del «relativismo lingüístico», me siento más cerca de una especie de absolutismo sensitivo. Desde ahí se puede decir que, en contra de la mitología turística, todas las lenguas son en el fondo la misma. En el citado Capítulo V aporto algún dato al respecto. La expresión es algo más vasto que el idioma. Entre mi primo y yo, que hablamos la misma lengua, puede haber más abismos que los que mantengo con un británico afincado en Madrid, aunque malamente se desenvuelva en español.

Comparto la idea, sin embargo, de que asistimos a una especie de logofobia, aunque el idiota racismo actual hable tres lenguas. No solo la voz retrocede a manos de los mensajes sintéticos, sino que las lenguas se recortan por la economía acelerada de la expresión. ¿Por qué corremos tanto, también al expresarnos? Para poder no decir nada, no comprometernos con nada: en suma, no tener destino. Es sintomático de este tiempo la nulidad mental que puede ser experta en varios idiomas. Como se decía al final de la inolvidable La grande bellezza, un «bla, bla, bla» interminable es clave para no sentir la vergüenza de vivir en este mundo.

De acuerdo finalmente en que las palabras son hechos. Pero las palabras apenas cuentan, pues se las lleva el viento de las noticias, alimentando la alarma social. Creo en el poder de la palabra, pero es indudable que hoy está en entredicho. Habría que volver a hablar, y aprender a expresarnos, si quisiéramos salir de la guerra civil que es nuestra vida en sociedad. Pero no está claro que queramos eso. El enfrentamiento es muy cómodo, pues nos libra de ser infiltrados por un exterior que espera, preñado de palabras no dichas.

Por miedo al peligro de una ilusión óptica no debemos dejar de desear y de buscar.

Francisco Carreño: Una última pregunta. Tu pensamiento parece convivir bien con lo desconocido. Reconozco en él una filosofía que ama nombrar lo inalcanzable, lo que está más allá de la razón. Descubro en tu discurso una lógica del devenir que se corresponde con un estilo sinuoso, cíclico, de palabras que giran sobre sí mismas, arrastradas por una fuerza que parece dejarse llevar por una permanente necesidad de sorpresa. En esa corriente a veces tengo la impresión de que se producen algunos espejismos, cierta confusión en los reflejos, quizá provocados por el empujón de lo inconsciente, por una visión instintivamente apresurada. No reconozco al Hegel que afirma que «el contenido de la filosofía no es lo irreal o abstracto, sino lo real», aquel que no duda en decir que «la inteligibilidad es el devenir» y que reconoce en la naturaleza «un ser inmediatamente lógico». ¿Crees que para alcanzar un pensamiento propio es en cierto modo necesario interiorizar a los otros y oponernos a nuestros propios hermanos (prefiero no llamarlos padres) con el fin de revelarnos en una diferencia relativa? ¿No hay cierta contradicción entre ese estilo que parece más bien fruto de la espontaneidad de un sujeto de personalidad desatada y esa otredad un tanto paralizada a veces? ¿Asumes conscientemente esa galería de fantasmas que hablan a través de ti, para darte y quitarte la razón? ¿Es la filosofía un caso de posesión? ¿Debemos liberarnos de los espectros o entregarnos completamente a ellos? En caso de ser un fantasma y pasar a la posesión activa, ¿preferirías hacerlo como crónica o como oráculo?

Ignacio Castro: Tal vez convivir con la naturalidad de lo desconocido no es una característica de mi pensamiento, sino de toda filosofía. Más aún, quizás sea una obligación de cualquier vida humana, pues nos rodeapor dentro una lejanía inagotable. No hace falta leer a Machado o Lorca para saber del enigma. En cuanto a la necesidad de la sorpresa, tienes razón. Estoy en contra del arresto domiciliario de la humanidad y creo en una épica necesaria para sobrevivir a la violencia cotidiana. Soy de la idea de que la verdad de las cosas y las personas se manifiesta en las dificultades, cuando se rompe la hipocresía de las normas. Pienso incluso que hay que aprender a morir, en mil accidente mundanos, para saber empuñar y hacer propia una muerte final. También los que no somos nadie somos inmortales, qué le vamos a hacer.

Sinuoso y cíclico, dices. Sí, soy admirador del barroco y desconfío del puritanismo norteño. Pienso que lo recto es engañoso, siempre esconde un laberinto. La frase más breve («Cambiando descansa») puede dar lugar a cien interpretaciones que se bifurcan. En este aspecto, no me angustia ser víctima de algún espejismo. La sed del desierto que pisamos, este silencio que resume la cifra total de nuestras posibilidades, puede generar espejismos, a veces difíciles de distinguir de los oasis reales. Por miedo al peligro de una ilusión óptica no debemos dejar de desear y de buscar. Porque además, el pragmatismo es otro espejismo; la positividad histérica también, así como el realismo social y sus mil ofertas de cobertura.

Tu expresión «instintivamente apresurada» me gusta. Para acercarse hoy a la inmediatez, a esa lentitud que se demora fuera de campo, hace falta mucha energía y una multiplicación de tentativas y caminos. Es cierto que, después de muchos rencores, admiro a Hegel. Pero no debo fidelidad a ninguna escuela de sus supuestos seguidores, sean Adorno o Žižek, sino a la experiencia de lo absoluto impersonal que su pensamiento encarna. No tan lejano de Leibniz o Schelling, también Hegel sabía que lo real, tocado por la irrealidad de la muerte, es lo más abstracto: «La vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento». De Borges a Handke, toda la literatura que amamos vive de esta certeza, así como la ficción de segunda mano que hoy consumimos. Con frecuencia nuestros conceptos no son suficientemente abstractos para rozar siquiera la complejidad real. En este punto, no sé si hace falta insistir, me siento más cerca de Sokurov o Sorrentino que de Black Mirror.

Inmediatamente lógico es una expresión misteriosa. Si el logos real carece de mediaciones, es lo que Heráclito llamaba physis, una naturaleza que «ama ocultarse». Esto nos recuerda que la espontaneidad (la figura nietzscheana del niño) es algo muy difícil de lograr, pues se encuentra al final de un ciclo de esfuerzo que casi nunca nos atrevemos recorrer completo. Tendrá sus defectos, sin los cuales además no es nada, pero mi libro es producto de ocho años de trabajo paciente y de cien repasos minuciosos. La espontaneidad de lo percibido que ahí se intenta captar, su fuerza impersonal, es lo más alejado y difícil del mundo. Requiere un trabajo ingente y solitario. Desde luego, lejos de la caricatura que Hegel hacía de Schelling, yo no he realizado mi trabajo a la vista del público, sino en una clandestinidad a veces muy negra. Tengo que decir, sin embargo, decir que Ética del desorden no se opone a nadie, ni siquiera a los personajes con los que tomo distancias, sean Hume o Marx. Creo mantener una buena relación con casi todos los fantasmas, en los que con frecuencia reconozco una paternidad. Ellos nos permiten arrancarle al presente sus capas sumergidas. Como decía un clásico del pasado siglo: «Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí».

En cuanto a las obsesiones, aquello que vale la pena crear y atender es siempre un caso de posesión, de pasión obsesiva. Como decía Pasolini: un poco de fiebre, por favor. Nada que carezca de cierto tipo de intensidad religiosa me interesa, sea en literatura, en filosofía o en cine. De ahí que, como norma, aborrezca las series televisivas. Pienso que para ser policialmente correctos ya está la información, con su ridícula pretensión de objetividad estadística. Lejos de ese nuevo sacerdocio, cualquier realismo que pretenda acercarse a lo imposible que vive en nosotros debe rozar un delirio especulativo.

No existe ninguna fórmula para aproximarnos hoy a lo real, en todas partes bloqueado por el consenso de una cultura terciaria. No creo que se trate ni de liberarnos de lo que nos asusta ni de entregarnos a ello. El espectro real exige la violencia inclusiva de la forma, una crueldad que se demora y nos permita ser amables. Es un arte de la cercanía y la distancia, la magia de un término medio que va y viene. Como decía Cage, hace falta ser muy pueril para percibir, para acercarnos hoy a la fuente del sentido. Debemos pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. En palabras del Tao (XVIII): «El que posee la virtud, se asemeja a un recién nacido. Las cosas cuando se hacen fuertes envejecen, se apartan del dao«.

Fíjate que la tarea no es tanto adivinar el futuro, sino los movimientos secretos del presente, esa tensión subterránea donde se está preparando lo que todavía no tiene nombre. En este aspecto, toda buena crónica de lo que despunta, en un acontecer emergente que aún carece de testigos, es un oráculo de lo que está llegando, casi siempre con pasos callados. Pensar debe abrir una línea de brujería, decía Deleuze. Me temo que esta posibilidad está lejos del impresionismo tecnológico que nos envuelve, que es adolescente en el peor sentido de la palabra.

Se el primero en comentar

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo no será publicada.




 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.