Entrevistamos al historiador David Jorge, autor del libro «Inseguridad Colectiva: la Sociedad de Naciones, la guerra de España y el fin de la paz mundial».
Por Jayro Sánchez
David Jorge (Lugo, 1987) es historiador. Formado bajo la dirección del eminente estudioso Ángel Viñas, la mayoría de sus trabajos versan sobre la crisis del periodo de entreguerras y la dimensión internacional de la Guerra Civil española. Hoy hablamos con él sobre su libro Inseguridad Colectiva: la Sociedad de Naciones, la guerra de España y el fin de la paz mundial (2016, Tirant lo Blanch), en el que narra de manera inédita la compleja situación internacional creada en torno a esta contienda.
En su libro, usted asegura que la hasta ahora llamada Guerra Civil española (1936-1939) debe pasar a ser considerada como el acontecimiento que inició la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). ¿Por qué?
Porque los ciudadanos españoles no fueron los únicos que se enfrentaron en ella. La lucha tuvo una clara proyección internacional, y su definición como un mero «conflicto civil» ya fue cuestionada en su momento por algunos de los más importantes líderes de la II República (1931-1939) y de la comunidad internacional.
Esta no es solo una discusión académica o intelectual. Tiene implicaciones prácticas de primera importancia, ya que la legislación internacional de la época, articulada en torno al Pacto de la Sociedad de Naciones (1919), condenaba las agresiones como las que Alemania e Italia llevaron a cabo contra la República entre 1936 y 1939.
Por ello, en mi investigación concluyo que la guerra de España fue la primera fase de la Segunda Guerra Mundial, aunque el orden impuesto en la Conferencia de Versalles (1919) había sido quebrado de manera previa por la invasión japonesa de Manchuria (1931) y la ocupación italiana de Etiopía (1935).
Es muy discutible que la Segunda Guerra Mundial empezara con el ataque alemán sobre Polonia y las declaraciones de guerra de París y Londres contra Hitler. EE. UU. y la Unión Soviética no entraron en combate contra el Eje hasta 1941, y los Gobiernos de Tokio, Madrid, Pekín, Roma y Berlín ya llevaban años implicados en diversas contiendas.
Estos hechos demuestran que la cronología más utilizada para fechar la Segunda Guerra Mundial está marcada por los intereses de Reino Unido, que también influyó en la categorización del conflicto español como exclusivamente «civil» para que Francisco Franco, aliado de Adolf Hitler y Benito Mussolini, pudiera permanecer en el poder tras la derrota del nazifascismo en 1945.
Usted afirma que el término con el que se alude de forma tradicional a la guerra de España fue creado por un grupo de historiadores anglosajones para ocultar la existencia de estos intereses. ¿Cuáles eran?
El bloqueo de una posible expedición militar italiana sobre las Baleares y el mantenimiento de la soberanía británica en Gibraltar, así como el aseguramiento de los derechos de propiedad que algunos inversores ingleses poseían sobre las minas de Río Tinto, en la provincia de Huelva.
La cuestión geoestratégica en el Mediterráneo importaba mucho tanto en el seno del Ejecutivo como en el de la oposición londinenses. Y me atrevería a decir que unos y otros pensaban que la victoria del bando sublevado les vendría mucho mejor que la del legítimo Gobierno español. De hecho, el sistema político de Gran Bretaña se basaba en una monarquía parlamentaria que fue hostil a la República desde su nacimiento.
Cuando se inició la guerra, estaba claro que Reino Unido no iba a hacer nada para favorecerla. Los discursos y comunicaciones de líderes como Winston Churchill y Anthony Eden lo demuestran. Este último fue uno de sus grandes enterradores. Meses después se arrepentiría de la postura que mostró hacia España. Pero no porque esta le importara lo más mínimo, sino porque comprendió que era imposible evitar la confrontación con el nazifascismo. Hitler siempre quiso la guerra.
Asimismo, los británicos creyeron durante mucho tiempo que la victoria de los rebeldes conllevaría una restauración monárquica. Despertaron de ese sueño a lo largo de la década de 1940, aunque preferían que Franco permaneciera en el poder por la amenaza que les supondría la existencia de un Ejecutivo demócrata con participación comunista en Madrid.
En la posguerra, extenderían su desconfianza a Francia y a Italia por el papel que sus líderes y militantes obreros habían tenido en las organizaciones de resistencia antifascista de esos dos países.
«Los hispanistas estadounidenses, franceses y británicos abrieron terreno en un momento en el que para nuestros propios historiadores era muy difícil publicar trabajos serios»
Si estos expertos proporcionan un relato sesgado sobre el conflicto, ¿por qué se considera que los trabajos historiográficos extranjeros sobre él son más imparciales que los realizados por los propios españoles?
Los hispanistas estadounidenses, franceses y británicos abrieron terreno en un momento en el que para nuestros propios historiadores era muy difícil publicar trabajos serios. Fueron ellos quienes empezaron a labrar una versión más rigurosa y académica de la guerra de España
Sin embargo, esos mismos estudios están caracterizados por los estereotipos, los prejuicios y la limitación de fuentes. Esto último es así porque, en países como Francia o Reino Unido, buena parte de los archivos correspondientes a la contienda todavía tardarán décadas en abrirse.
A medida que terminó el franquismo y que se consolidó un régimen parlamentario democrático en España, investigadores nacionales como Ángel Viñas o Enrique Moradiellos aportaron versiones mucho más completas, con acceso a nuevas fuentes y sin la carga de prejuicios que había hacia la República en el exterior. Estos se daban sobre todo en el Reino Unido, donde siempre se la consideró como una democracia en minoría de edad.
En cambio, el Gabinete francés de la época sí sentía simpatías por el régimen español. Resulta curioso que no le ayudara…
Es cierto. En este caso, entraban en juego otras motivaciones. La más importante era el miedo. La experiencia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) en suelo propio generó un trauma en París que jugó un papel fundamental en su posición hacia España. El presidente del Consejo de Ministros, el socialista Léon Blum, no quería desligarse de Reino Unido ante la amenaza de una invasión alemana.
A finales de julio de 1936, en los instantes que siguieron al intento de golpe de Estado, Blum y su ministro de Asuntos Exteriores, Yvon Delbos, viajaron a Londres para establecer una política conjunta respecto a la confrontación. Como Gran Bretaña sabía que Francia la necesitaba, ejerció presión para que esta no prestara la ayuda que estaba obligada a proporcionarle al Gobierno español.
Posteriormente, en el otoño de 1937, un nuevo Gobierno del Partido Radical presidido por Camille Chautemps valoró cambiar la postura francesa respecto a la guerra porque los ingleses intentaron formar una alianza con la Italia fascista a sus espaldas. Pero, al observar este movimiento, los británicos convocaron la Conferencia de Nyon (1937) y advirtieron a sus aliados de que, si abandonaban la política de «no intervención», ellos se desentenderían de la defensa de sus territorios en caso de que les agredieran.
Esta reunión supuso el último esfuerzo del primer ministro británico, Neville Chamberlain, por separar a Mussolini de Hitler. Viendo que era imposible, intentó realizar un pacto entre Francia, Reino Unido, Alemania e Italia plasmado en los Acuerdos de Múnich (1938), que también fracasaron y que, además, supusieron la pérdida de casi todas las esperanzas de victoria para la República española.
Lo único por lo que esta pudo sostenerse a partir de entonces fue por la política de «resistencia funcional» desplegada por el segundo Ejecutivo de Negrín, que buscaba salvar al mayor número posible de personas significadas con el régimen republicano a través de una mediación internacional. Y tal arbitraje solo podía darse si los territorios en manos del Gobierno legítimo seguían resistiendo.
Ya que menciona al último presidente del Consejo de Ministros republicano, en su obra, usted realza las desde hace tiempos denostadas figuras de Juan Negrín y Julio Álvarez del Vayo como las de dos estadistas competentes y comprometidos con su labor. ¿Qué razones esgrime para ello?
Los dos fueron muy maltratados por la historiografía y por su propia formación política. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) los expulsó y generó una versión de lo que fue la guerra, y, en concreto, de lo que fue a partir de la caída del Gabinete de Francisco Largo Caballero, que no se corresponde en absoluto con la realidad.
La figura de Negrín ya ha sido recuperada en las dos últimas décadas por historiadores como Gabriel Jackson, Ángel Viñas y Enrique Moradiellos. Aunque, a pesar de su rehabilitación, siguen persistiendo muchos mitos generados por los socialistas «antinegrinistas» y el régimen franquista.
Algunos de los compañeros de Negrín, como Largo Caballero o Indalecio Prieto, se dedicaron a lanzar falsedades sobre él mientras intentaban justificar su propia actuación durante la guerra de España.
Y los republicanos no fueron reinstaurados en el poder tras la Segunda Guerra Mundial gracias a, entre otras cuestiones, la negativa de Prieto a tomar una postura unitaria con el resto de dirigentes exiliados durante la génesis de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en la Conferencia de San Francisco (1945).
Para bien o para mal, la posteridad no ha recordado tanto a Álvarez del Vayo como a Negrín. No obstante, ocupó varios cargos de enorme importancia en el aparato estatal republicano durante la guerra…
En su época, fue un personaje de gran renombre desde el punto de vista internacional. Fue ministro de Estado del Frente Popular, y siempre fue muy respetado en el exterior. De hecho, su nombre fue el único de los que se mantuvo en los borradores de los hipotéticos gobiernos republicanos que se hubieran formado si los Aliados también hubieran «liberado» a España.
A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, dejó de tener relevancia. Y su figura fue bastante manipulada por las tesis en clave de «guerra fría» que lanzaron Julián Gorkin y Burnett Bolloten, marcadas por las inversiones monetarias de la CIA a través del llamado Congreso por la Libertad de la Cultura.
Este tipo de relatos sobre la guerra de España sostenían que, entre otros, Negrín, Álvarez del Vayo y la diputada socialista Margarita Nelken intentaban pervertir la democracia republicana de forma soterrada para proclamar un supuesto régimen socialista. Por supuesto, esas teorías nunca han tenido el menor sustento.
Uno de los principales objetos de estudio en su ensayo es la Sociedad de Naciones, ideada por el presidente estadounidense Woodrow Wilson para mantener la paz global tras la Primera Guerra Mundial. ¿Por qué no restauró esta organización en el poder al legítimo Gobierno de España?
Porque los conflictos de Manchuria y Etiopía ya habían asentado un precedente violatorio del pacto que otorgaba su poder a la Sociedad de Naciones. Además, en última instancia, las actuaciones de este organismo dependían de la voluntad de las grandes potencias que lo representaban.
Las guerras de agresión llevadas a cabo por Japón e Italia supusieron dos golpes muy graves contra la credibilidad del sistema de seguridad colectiva, pero su remate definitivo lo provocó la instauración de la política de «no intervención» en España.
«En el mejor de los casos, el Comité de No Intervención era alegal»
Para hacerla cumplir, se instauró el famoso y polémico Comité de No Intervención…
Sí. Su sede estaba situada en las mismas estancias que la del Foreign Office, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Esto no es casualidad. La constitución del Comité tenía el objetivo de desviar el marco de discusión respecto a la guerra de España del seno de la Sociedad de Naciones, que es donde tenía que haberse dirimido la cuestión.
Hoy se conservan actas de las discusiones que tuvieron lugar en él, aunque, en su momento, los debates no eran del dominio público. Sus fundadores no permitieron que la España republicana mandara una delegación diplomática. Tampoco aprobaron la presencia de Estados observadores, y a sus reuniones solo podían asistir diplomáticos de las naciones europeas.
En el mejor de los casos, el Comité de No Intervención era alegal. Entraba en abierta contradicción con el Pacto de la Sociedad de Naciones, y fue el que acabó con ella. Su última sesión tuvo lugar en enero de 1939, a pocos meses de la victoria franquista en España.
«Roosevelt sabía que no podía declararle la guerra a Cárdenas porque parecería un fascista»
Los únicos miembros que apoyaron las legítimas reclamaciones de la II República española fueron Nueva Zelanda, México y la Unión Soviética. ¿Por qué?
Estos tres países tenían diferentes motivaciones. El presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, sentía ciertas simpatías políticas por el Gobierno español. Asimismo, México era vecino de unos EE. UU. cada vez más poderosos que representaban una clara amenaza para su soberanía nacional.
Los representantes del Gobierno Cárdenas en la Sociedad de Naciones, Narciso Bassols e Isidro Fabela, supieron interpretar el concepto de la soberanía como la clave de la situación en España. Sin embargo, sus labores en apoyo del Frente Popular español se complicaron cuando la propia República admitió la política de la «no intervención». Incluso Álvarez del Vayo reconoció que su antecesor, el ministro «azañista» Augusto Barcia, había cometido un error garrafal al aceptarla.
Su defensa en pro del cumplimiento de la legalidad internacional hizo que México ganara un enorme prestigio. A su vez, este hecho explica que EE. UU. no le atacara cuando expropió y nacionalizó los pozos petrolíferos ubicados en sus territorios. Al presidente estadounidense, F.D. Roosevelt, le disgustaron estas disposiciones, pero, en aquel contexto de crisis, sabía que no podía declararle la guerra a Cárdenas porque parecería un fascista.
El caso de Nueva Zelanda, que era una colonia británica, también tuvo ciertas implicaciones «imperiales», pues su Gabinete no quería que la metrópolis londinense impusiera sus propios criterios en el ejercicio de su política exterior. Y, además, prestaba un sincero apoyo a la causa republicana por su orientación democrática y antifascista.
¿Era distinto el caso de la URSS?
Sí, porque entonces ya era una potencia internacional de primer orden. Stalin acudió en auxilio de la República por distintas razones que él mismo fue interiorizando a lo largo de los meses de agosto y septiembre de 1936. En primer lugar, Moscú intentó aliarse con las democracias occidentales para hacer frente a la amenaza nazifascista.
A partir de la llegada de Hitler al poder, en 1933, su política exterior y la de la Komintern, la Internacional Comunista, dieron un giro de 180 grados. Un año después, la primera entraba en la Sociedad de Naciones y aceptaba el sistema de seguridad colectiva, y, en 1935, restablecía sus relaciones diplomáticas con EE. UU. Por su parte, la segunda instaba a los partidos comunistas del resto de Europa a formar coaliciones antifascistas con otras fuerzas progresistas.
Aunque Stalin entendía que las aliadas naturales de la República española eran las demás democracias europeas, decidió ofrecerle su ayuda de manera temporal para demostrar a Hitler que no iba a permanecer pasivo ante el expansionismo alemán.
Además, estaba obsesionado con no dejar que España fuera un escenario de legitimación para el trotskismo y otras corrientes heterodoxas del movimiento comunista internacional.
En cambio, Inglaterra, Francia y EE. UU. obstaculizaron los esfuerzos realizados por el Frente Popular para comprar armamento con el que derrotar a los oficiales militares que se habían sublevado contra él. ¿Qué motivos les llevaron a proceder así?
Como explicaba antes, los británicos tenían intereses económicos y geoestratégicos que proteger en España, y los prejuicios de sus gobernantes hacían creer a estos que una victoria de los rebeldes era el mejor resultado posible para Reino Unido. Por esta misma razón, infravaloraron la voluntad expansionista de la Alemania de Hitler.
Por su parte, Francia tenía miedo de revivir su experiencia en la Primera Guerra Mundial y apoyó la postura de Gran Bretaña con respecto a España para tener su apoyo en la nueva guerra que se avecinaba contra el Eje.
¿Cuáles fueron las razones que impulsaron al presidente Roosevelt a no intervenir?
Para empezar, EE. UU. nunca perteneció a la Sociedad de Naciones, por lo que no tenía la obligación de cumplir sus dictámenes. Tampoco participó en el Comité de No Intervención, porque era un Estado americano. Pero sí que desarrolló su propia política, en este sentido, con un embargo armamentístico «moral» que, más tarde, se transformaría en otro de carácter «legal».
La denominación del conflicto como «Guerra Civil española» jugó un papel muy importante en la toma de postura de la nación estadounidense, ya que sus leyes prohibían su participación en las contiendas civiles. Durante un tiempo, el Gobierno Roosevelt, que sentía predilección por el bando republicano, dejó que México comprara armamento en EE. UU. y lo enviara a las autoridades españolas.
Pero tuvo que parar de hacerlo por las críticas de sus adversarios políticos y de la opinión pública, los cuales no guardaban buenos recuerdos de la participación norteamericana en la Primera Guerra Mundial. Además, el presidente no podía justificar una intervención en España cuando las propias democracias europeas no se habían molestado en ayudar a su homóloga.
Aun así, en febrero de 1939, reconoció ante su embajador en territorio de la República, Claude Bowers, que se habían equivocado al no apoyarla. Y admitió que aquella confrontación había sido la última oportunidad para contener la agresividad nazifascista con unas consecuencias limitadas.
«En buena medida, la República aguantó durante 32 meses gracias al suministro de material bélico soviético»
Otro aspecto muy discutido respecto a la guerra es el de si la victoria de los sublevados se debió a la intervención de Italia y Alemania en su favor. ¿Cuál es su opinión sobre este asunto?
La participación de los países que luego conformaron el Eje fue determinante, al igual que la indiferencia mostrada por los regímenes liberales. Si la República aguantó en pie durante 32 meses, fue, en buena medida, por el suministro de material bélico soviético.
Pero, desde luego, este estaba lejos de poder igualar la combinación de la implicación nazifascista y el desinterés de Gran Bretaña y Francia. En septiembre de 1936, el presidente de la República, Manuel Azaña, hizo un análisis muy realista cuando afirmó que la República tenía la guerra perdida si el escenario internacional no cambiaba.
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