En torno a la II República: democracia, transición y revolución

La proclamación de la República se concibió en un sentido revolucionario y popular. Sus partidarios se imaginaban a sí mismos como los herederos de los liberales más radicales del siglo XIX y los continuadores de la labor inacabada de las Cortes de Cádiz.

Por Jayro Sánchez | 17/09/2025

El de la II República (1931-1939) ha sido uno de los episodios más polémicos de la historia de España. Para algunos historiadores, el establecimiento del régimen republicano supuso la materialización de un proceso modernizador cuyo origen se remontaba al Desastre de 1898 y que fue dirigido por los representantes socialistas de la clase trabajadora y los burgueses progresistas, muchos de ellos respetados intelectuales de la época.

Por otro lado, varios autores defensores de la dictadura franquista (1939-1975) denuncian a la República como la última etapa de la mascarada que fue la Restauración. Según ellos, esta se constituyó en un modelo parlamentarista y democratizador ajeno a la tradición gubernativa autoritaria del país y acabó causando el estallido de la Guerra Civil (1936-1939).

En La Segunda República Española (2015, Editorial Pasado y Presente), el historiador Francisco Cobo Romero explica que «el republicanismo fue un movimiento político y cultural que desde sus orígenes decimonónicos aspiraba a resolver la exclusión política y social del pueblo e integrarlo en un sistema de gobierno democrático».

Hasta la proclamación de la II República, España solo había vivido una corta y parcial experiencia democrática marcada por la Revolución Gloriosa (1868) y los vaivenes institucionales del Sexenio Revolucionario (1868-1874).

Décadas más tarde, el carácter despótico y elitista de la Restauración (1874-1923) y de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930) provocó que muchos de sus habitantes comprendieran que la forma de Estado republicana era «la antítesis de la Monarquía, en tanto que esta última era un régimen detentado por una oligarquía que excluía al pueblo de los derechos de ciudadanía».

Revolución por la democracia y la modernidad

Por lo tanto, la proclamación de la República se concibió en un sentido revolucionario y popular. Sus partidarios se imaginaban a sí mismos como los herederos de los liberales más radicales del siglo XIX y los continuadores de la labor inacabada de las Cortes de Cádiz (1812). Creían que «por medio de la movilización y la participación activa a través del voto […], el renacido pueblo republicano alcanzaría la condición de ciudadano con igualdad y plenitud de derechos, incluidos los sociales y culturales».

En este sentido, pensaban que la modernización del país solo era posible a través de su integración en Europa. Y por ello buscaban establecer «un orden social laico, abierto al mérito, fraternal y dotado de vocación igualitaria».

Según los datos manejados por el historiador Antonio Viñao Frago en su artículo Del analfabetismo a la alfabetización. Análisis de una mutación antropológica e historiográfica (2010), un 30% de los españoles de 10 o más años eran analfabetos en 1930. Aunque esta cifra había mejorado con respecto a su homóloga de mediados del siglo XIX, España seguía siendo uno de los Estados europeos más afectados por ese problema.

Y la transformación del pueblo en un cuerpo de ciudadanos maduros y activos implicaba su educación y concienciación en los valores democráticos universales propios de los entramados institucionales modernos.

Así, los dirigentes republicanos se basaron en el modelo de la escolarizante III República francesa (1870-1940) para construir un régimen en el que la desigualdad social sería combatida mediante la promoción de la educación, el ejercicio del voto y el intervencionismo estatal.

El parlamentarismo, ¿un avance o un peligro?

Desde el punto de vista de Cobo Romero, «la declaración de derechos inserta en la Constitución de 1931» se correspondía «con esa visión del pueblo soberano como condición de la ciudadanía». Para el estudioso, está claro que «la República significaba cambio, modernidad y ampliación de derechos, pero para unos grupos esto equivalía a una reforma democrática y para otros a una auténtica revolución».

Los partidos republicanos burgueses fueron los que apoyaron con más entusiasmo la configuración de la democracia parlamentario-liberal de 1931, aunque «no en todos los casos ni circunstancias». En sus inicios, la mayoría de las izquierdas obreras también la corroboró en contraposición a la vieja monarquía borbónica, asimilándola como «un estadio —necesario pero transitorio— hacia la verdadera revolución, que debía ser social».

Sin embargo, gran parte de las derechas la contempló «como una patología, una secuela demagógica de la crisis del parlamentarismo liberal que la dictadura de Primo de Rivera había tratado en vano de resolver con métodos autoritarios. De ahí que acabasen por condenar indistintamente república, revolución y democracia».

Conclusiones

Según los autores de La Segunda República Española —uno de los estudios más completos sobre este periodo en lengua castellana—, es necesario asumir que, durante el periodo de la II República, «prevaleció una voluntad de participación en la escena pública como nunca antes se había producido en la historia española».

En él «se experimentaron vías alternativas a la representación liberal clásica, como la democracia igualitarista (la que propiciaba una redistribución de la renta y de la riqueza […]) y la democracia participativa: un sistema de toma de decisiones […] en que los ciudadanos participan indirectamente mediante el voto, pero también directamente a través de asociaciones voluntarias de tipo sectorial».

En consecuencia, «el reproche conservador y neoconservador que cifra el fracaso de la experiencia republicana en su carácter […] rupturista, excluyente y voluntarista, silencia la condición […] más rupturista, excluyente y voluntarista de los regímenes dictatoriales que la precedieron y sucedieron».

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