Daniel Palacios defiende la necesidad de restablecer conexiones entre la «memoria histórica» y la economía

Palacios alega que algunos ciudadanos han promovido la gestión de proyectos de memoria al margen de las instituciones. / NR

El investigador cree que la relación entre las «víctimas» del franquismo y sus convicciones políticas se niega de manera interesada

Por Jayro Sánchez

El ganador del First Book Award 2023 de la Memory Studies Association (MSA), el doctor en Filosofía Daniel Palacios González, publicó el artículo Towards an economy of memory: Defining material conditions of remembrance en la prestigiosa revista científica Memory Studies hace tres semanas.

En él, reflexiona sobre la desvinculación existente entre los «estudios de la memoria» y el enfoque teórico-analítico del materialismo histórico. Afirma que «las exhumaciones de fosas comunes han demostrado ser el componente fundamental de la memoria en España».

«Eso ha atraído la atención de los estudiosos», por lo que la sección local de los «estudios de la memoria» que se ha constituido en este país da una especial relevancia a esa imagen «traumática» de los lugares de enterramiento colectivos concernientes al pasado de muchos ciudadanos españoles.

Ello ha propiciado la asociación del concepto «memoria» con el de su «restitución a través de la recuperación del cuerpo de una persona asesinada, a la que se le ha negado cristiana sepultura y también de cualquier trasfondo político que pudiera haberla convertido en sindicalista, comunista, anarquista, socialista, sufragista o masona».

Una desconexión interesada

Por lo tanto, según Palacios, los represaliados por el régimen franquista «hoy son» considerados «meras víctimas» de una guerra civil y una dictadura a las que nunca se podría relacionar con el intento de perpetuar la dinámica de explotación económica por parte de las élites capitalistas españolas en las primeras décadas del siglo XX.

«La perspectiva de las reformas agrarias, el nuevo papel de los sindicatos como agentes fundamentales en la contratación de jornaleros y la representación ante los empleadores, la participación de las mujeres en el sufragio y la política institucional o la separación de Iglesia y Estado resultaron en una amenaza a la propiedad del capital por parte de quienes siempre lo habían detentado, respaldados por un régimen de violencia», explica en su artículo.

En consecuencia, la sublevación militar de julio de 1936 fue una respuesta armada contra el intento de «reforma del modo de producción» contenido en los proyectos políticos de las izquierdas republicanas —tanto en los de carácter socialista como en los de corte liberal y socialdemócrata—.

Tal reacción conllevó el empleo de «una violencia represiva masiva» y la devolución del «capital a manos del Estado, los terratenientes, los empresarios y la Iglesia» en un claro golpe involucionista que «aseguró la reproducción del capital en el corporativismo».

La paradoja de la legitimación

Además, la victoria del bando franquista en la guerra civil permitió la generación de «una superestructura» que, bajo diversas formas culturales, justificaba la instauración de un orden económico de explotación durante la dictadura. Palacios afirma que, como ha declarado la historiadora Zira Box, «las políticas de memoria del Estado español apuntaron a generar una imagen permanente de España. Una historia épica, mitológica y fetichizada caracterizada por una estrategia ritual fascista-católica».

Medidas como la de «la recuperación de los cadáveres de quienes combatieron con el ejército rebelde durante el conflicto o de quienes dieron apoyo político a los golpistas» son una de las pruebas que sostienen esta teoría.

Tanto el Estado franquista como los representantes del sector privado de la economía española se comprometieron a organizar y financiar estas políticas de memoria, y también se aprovecharon de ellas para obtener cuantiosos beneficios mediante la utilización de «mano de obra esclava».

Alejados de las instituciones

«Sin embargo, la memoria oficial, institucionalizada y formulada en torno a objetos culturales, también inspiró resistencia». Tanto durante la dictadura como en la Transición (1975-1982), se organizaron numerosas iniciativas para mantener la memoria de los represaliados por el régimen: visitas ritualizadas a fosas comunes, duelos clandestinos, enfrentamientos con las autoridades militares…

Aunque carentes «de recursos y medios para producir una contranarrativa» tan potente como la de «la memoria cultural promovida por el Estado, los capitalistas y la Iglesia», estos proyectos, autogestionados por algunos ciudadanos al margen de las instituciones, florecieron a medida que los representantes de estas se veían forzados a sustituir las ideas de «beligerancia y martirio» por las de «consenso y paz».

Ya en la Transición, «hubo permiso y apoyo pasivo de los ayuntamientos» para realizar ese tipo de acciones. «El peso de estas prácticas memoriales se basó en el trabajo voluntario y de organización entre familiares de las personas asesinadas, militantes comunistas, socialistas, anarquistas, sindicalistas y vecinos».

La privatización económica y cultural de la memoria

Aun así, «el capital acumulado mediante la violencia seguía circulando en las mismas manos» y «también los medios de memoria cultural». Pero las políticas privatizadoras de corte neoliberal implementadas por los Gobiernos de las décadas de 1980 y 1990 complicaron todavía más su gestión, ya que «la sociedad civil aceptó que las empresas privadas recibieran subsidios de la administración pública» para ejecutar las exhumaciones a partir del año 2000.

«En una sociedad de clases, ciertos grupos acumulan no sólo capital económico, sino también una mayor capacidad de intervenir en un campo específico», dice el investigador, cuyas tesis coinciden con las del sociólogo Pierre Bourdieu. En este caso, «el desplazamiento del conocimiento popular sobre el cuerpo ejercido por las comunidades locales en favor de la “especialización” de las exhumaciones de fosas comunes por parte de» arqueólogos, antropólogos, historiadores, psicólogos y agentes gubernamentales «ha marcado una clara división» cultural entre los que producían y producen las memorias sobre los represaliados de las fosas comunes.

«Si en el pasado los más pobres y excluidos recordaban las fosas comunes, ahora los recuerdos son gestionados por una clase profesional con mayores ingresos, títulos universitarios y estatus social», detalla.

Las «víctimas» y su derecho a la «dignidad»

El artículo de Palacios expone abundantes evidencias sobre la forma bajo la que las élites capitalistas usan la memoria para legitimar su «derecho» a la explotación económica de los trabajadores.

Uno de los conceptos que más utilizan con este objetivo es el de «totalitarismo», que les permite «garantizar la hegemonía democrático-liberal denigrando cualquier crítica a la democracia liberal desde la izquierda, equiparando las alternativas radicales de esta última como gemelas del fascismo de derecha».

En España, tanto los dirigentes de las fuerzas políticas izquierdistas como los de las formaciones derechistas abandonaron hace décadas sus programas más «exigentes» en favor de un «consenso» liberal que les ha permitido configurar sus identidades en torno a la idea del victimismo.

De este modo, han orientado sus políticas memorialistas en esa misma dirección. Por eso los Ejecutivos de José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez han configurado planes legislativos e institucionales dedicados a la memoria histórica planteando que los represaliados por el franquismo son «víctimas» cuya «dignidad» se debe recuperar.

Otro modo de recordar

En su trabajo, Palacios asegura que los «estudios de la memoria» deben adoptar un enfoque que dé la importancia debida al hecho de que las personas que ocupan esas fosas fueron asesinadas por sus convicciones políticas e ideológicas, las cuales amenazaban la hegemonía de las clases capitalistas y su objetivo de mantener el orden de explotación económica sobre los integrantes de la clase trabajadora.

Así, sus descendientes y conciudadanos no tendrían que encargarse de restituir su «dignidad», sino la «memoria» de la lucha que mantuvieron para cambiar el sistema económico que les alienaba por uno en el que ya no fueran explotados por las élites.

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