Por Fernando Salgado
En los miles de publicaciones que abordan la II Guerra Mundial, Lousame no cuenta con un solo apunte a pie de página, y en los balances del Puerto de Vilagarcía tampoco aparecen anotaciones de las salidas de barcos cargados de wolframio con destino a Alemania.
Es lógico. La España de Franco enarbolaba una neutralidad que no impidió al ejército de Adolf Hitler abastecerse en las minas situadas en un pequeño municipio de la provincia de A Coruña de un metal necesario para endurecer las aleaciones con las que construía su armamento.
Era transportado por medio de embarcaciones desde Taragoña (Rianxo) hasta Carril (Vilagarcía), y desde este lugar se trasladaba la carga a los barcos utilizados para llevarlo hasta su destino final. De este modo, el III Reich cubrió en la Ría de Arousa una demanda que dejó de atender China, su anterior proveedor, cuando comenzó el conflicto bélico.
Se convirtió en un metal de valor estratégico, su precio pasó de 13 pesetas el kilo a 300, y el impacto generado por su explotación alcanzó unas dimensiones descomunales. El fenómeno fue similar a los generados por la búsqueda del oro en California o Alaska.
«Tolearon co ouro negro», puede escucharse entre quienes fueron testigos de la fiebre que provocó encontrarse ante un inesperado filón de riqueza inmediata enterrado en la montaña de un pueblo sumido en el atraso, cuyos habitantes estaban condenados a la miseria o la emigración.
Aunque las primeras referencias de la existencia del estaño datan de la Edad de Bronce, su extracción en las minas de San Finx de Lousame comenzó en 1897 de la mano del inglés residente en Santander Thomas Jakes Burbury. Al frente de esta actividad se mantuvieron compatriotas suyos a través de distintas compañías.
En el subsuelo también abunda un metal cuyo color negro contrasta con el blanco de las piedras de cuarzo del que está rodeado. Es el wolframio, que carecía de uso entonces. Las minas fueron nacionalizadas en 1940, Industrias Gallegas, de Barrie de la Maza se convirtió en su propietario, y la maquinaria de la muerte multiplicó su valor.
La población se echó al monte. La explotación minera, que estaba en manos del Gobierno, necesitó incrementar su mano de obra, que nunca era lo bastante para dar respuesta a la súbita demanda.
Unos encontraron ocupación en Industrias Gallegas, que llegó a disponer de los más modernos medios de producción de Europa, mientras que otros buscaron el wolframio en la superficie, rastreando la llamada zona libre, o introduciéndose en las minas que habían quedado abandonadas, ante la impotencia, en unas ocasiones, y la complicidad, en otras, de los vigilantes, que siempre eran insuficientes ante la avalancha.
Otros acudieron a las vetas que habían abandonado los ingleses y seguían sin ser explotadas, y un tercer grupo, formado por mujeres mayoritariamente, realizaba la búsqueda en el suelo. Esta actividad se conocía con el nombre de ‘a roubacha’.
El sonido de las explosiones se hizo tan habitual como el olor que desprendía la pólvora. La mayor parte trabajó legalmente, pero no por eso dejaba de aprovecharse de la falta de control para robar el mineral escondiéndolo en los bolsillos o en los dobladillos de los pantalones.
Las hileras de millares de trabajadores dirigiéndose hasta San Finx, cuando todavía no había amanecido, se convirtieron en una estampa habitual. Era tal la demanda que todos los brazos no bastaron. Llegaron de municipios limítrofes. Pero la guerra pedía más, y también acudieron desde Portugal y Extremadura. En plena diáspora hacia Europa y América, la población de Lousame pasó de 4.900 habitantes a más de 6.500.
La Guardia Civil también participaba en el negocio, y el principio que inspiraba sus acciones era el siguiente: un buscador de wolframio no produce si está en la cárcel. En coherencia con este planteamiento, ninguno acababa en el Cuartel, aunque muchos sufrieron palizas por negarse a entregar a los agentes una parte del botín. Un guardia, conocido como O Marelo, causaba pánico por sus métodos brutales, y cuando los buscadores escuchaban su nombre, huían despavoridos por el monte.
En una ocasión sonó un disparo y murió una chica de 18 años y embarazada. O Marelo no fue su autor. Dicen que apretó el gatillo el cabo Ríos, muy aficionado a arreglar las cuentas pendientes a culatazos.
En este ambiente, un vecino de Lousame, tan pobre como casi todos, consiguió la concesión de una zona por parte de Industrias Gallegas, que no tenía capacidad para trabajarla. Llegó a contratar a 300 personas. Se convirtió en millonario de la noche a la mañana y lo perdió todo con la misma velocidad que lo había ganado.
Todos conocían por el apellido a aquel personaje, Vilariño. Era de los que acudían con asiduidad al Casino de Noia, una localidad notablemente más importante que Lousame, cuya primera línea telefónica había sido una prolongación de la que fue instalada para dar servicio a las minas de San Finx.
Junto a una pista de baile de madera se encontraban las mesas con el tapete verde sobre los que se disputaban partidas que se prolongaban durante toda la noche y finalizaban con el día abierto. Las cartas fueron la perdición de no pocos nuevos ricos.
Prácticamente arruinado y consumido por el vicio, Vilariño llegó a jugarse a su esposa. Y la perdió. El ganador no quiso cobrar la deuda, pero su familia aún hoy se avergüenza de lo acontecido.
Manejar dinero era todo un acontecimiento en una sociedad rural en la que el trueque era el método más utilizado para acceder a los bienes más básicos.
Hombres jóvenes, desarraigo, dinero a raudales, alcohol, armas, esperanza de vida reducida por la penosidad del trabajo… y la prostitución.
También se multiplicó esta actividad, y como es habitual, nadie admitía que las putas fuesen de su pueblo. Todos apuntaban a las localidades vecinas como lugar de procedencia.
Estados Unidos y Francia lograron cortarle el suministro de petróleo a España ante la complicidad de Francisco Franco con Adolf Hitler, y Gran Bretaña, que se percató de la dependencia germana, se sumó a la lucha por medio de otro recurso: la compra de wolframio a precios más altos que los que pagaban los alemanes.
El Casino Noia era el punto habitual de encuentro de espías de los dos países. Era el escenario de otra partida. Allí se cerraban las compras de grandes cantidades, mientras que esta tarea, piedra a piedra, la realizaba los intermediarios en las tabernas de Lousame a plena luz del día. El mineral que adquirían los nazis se trasladaba desde Carril (Vilagarcía), donde hace varias décadas se encontraron varios prismáticos en el monte de San Roque que un día fueron usados para controlar la salida de los barcos.
El que conseguían comprar los ingleses acabó mucho más cerca del lugar donde fue extraído, porque carecía de utilidad para ellos, ya que solo se usaba entonces para fabricar los filamentos de las bombillas. Lo embarcaban en Noia y los barcos lo descargaban en la ría, cerca de Muros.
“De once anos comecei a ir á mina de Vilariño. Saía da casa ás seis da mañá, e cando chegaban os mineiros marchabamonos nós. Tamén traballei á roubacha na zona libre e na escombreira. Vendía a precio de estraperlo. Tiñámoslle moito medo ó Marelo. Pola tarde ía á escola”, recuerda Josefa Romero Martínez.
“Logo empezaron a vir os gardas, pero un deles, de Rois, era amigo dunha que viña conmigo e axudábanos, porque había guardias malos e bos. Nos íamos cedo, e cando viña moita xenta mandábanos marchar para que non tivesemos problemas”, expone Digna Castro Cobas.
Eran los primeros tiempos, pero la voz se fue corriendo. En una Galicia sin apenas infraestructuras de comunicación, el hambre y el boca a boca hizo el resto. “Empezou a vir máis e máis xente, parecía a festa de Noia. De todos os lados: Serra de Outes, Vilagarcía, Boiro. De todas partes”, agrega.
Entonces, para deshacerse de la competencia, las mujeres lousamianas usaban un recurso infalible. “Para escorrentar á xente e quedarnos soas, só tiñamos que dicir ¡que ven O Marelo!, ¡que ven O Marelo! E marchaban todos”, recuerda Digna Castro.
Los dos testimonios fueron recogidos por Mayte Sobradelo, una estudiosa del tema, responsable del centro de interpretación situado en San Finx, cuya construcción promovió el Concello de Lousame.
Fueron cuatro años de frenesí, entre 1941 y 1945. Con el final de la II Guerra Mundial dejó de interesar el wolframio. La guerra de Corea, entre 1951 y 1953, reactivó el interés por este mineral, pero repuntó con una intensidad notablemente inferior. Fue el canto del cisne.
Como entonces, la guerra sigue siendo uno de los negocios más lucrativos del mundo, pero los materiales estratégicos necesarios para la fabricación del armamento se encuentran hoy a miles de kilómetros de Lousame, y la función de proveedor que se realizó desde esta localidad corresponde ahora a países situados muy lejos de sus montañas.
Quienes supieron aprovechar la oportunidad ahorraron dinero con el que construyeron nuevas viviendas, abrieron negocios o adquirieron propiedades como pisos, terrenos o embarcaciones, pero la mayor parte gastó de noche lo que ganó durante el día, y cuando finalizó el conflicto bélico se encontró con los bolsillos vacíos de nuevo.
(Este reportaje fue elaborado en octubre del año 2012)
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