Cultura | Nuevos formatos audiovisuales: Antes de…

Por Jose Arcangelo Beatrice 

Cuando era pequeño (en los ochenta, que están tan de moda) los miércoles por la tarde eran mi momento preferido de la semana. Intuyo a muchos recordando el bocadillo de nocilla pero, por esta vez, no estoy apelando a la nostalgia. Va de otra cosa.

En un canal de la tele hacían un maratón de dibujos animados. Principalmente se trataba de series japonesas como Dragon Ball o Caballeros del Zodíaco, pero estaban aderezadas con otras ficciones tipo Alf o Salvados por la Campana. Cuando tocaba algo que no me apetecía, hacía zapping.«¿Heidi? ¡No es para mí!, soy un machote de 7, 8 o 9 añazos, y creo que hay algo de violencia con moraleja simplona al final, en el otro canal». Terminaba mi sesión de 3 o 4 horas de tele, cuando realmente los límites teóricos de las autoridades de la casa eran 2 horas, habiendo visto cosas muy molonas y alguna otra de relleno. Incluso, a veces, algunos anuncios. Obviamente, no era selectivo, pero más allá de lo que echaban por la tele y unos cuantos VHS muy gastados, no tenía más opciones audiovisuales de entretenimiento.

Algunas series de dibujos animados que tenían una estructura episódica de pequeñas búsquedas, conformando entre todo un viaje mayor, parecían realmente no tener un fin escrito. En Marco, Dragones y mazmorras, Vuelta al mundo en ochenta días, y otros, los protagonistas parecían estar condenados a perseguir lo inalcanzable. Mucho más tarde comprendí que esto podía deberse a que no conocía la duración de la serie, ni el número de temporadas ni el de episodios por cada una de éstas. No sabía si la serie había sido cancelada a medias (ni siquiera conocía este término) o si había concluido con un final definitivo. ¡Iba totalmente a ciegas!, y añado que no siempre se emitían los episodios ordenados y, a veces, sin haberles dado una conclusión, comenzaban con las repeticiones. Era frustrante, pero uno terminaba acostumbrándose e imaginando que el final simplemente no existía. Luego crecí un poco, perdí el interés y olvidé el tema.

También era habitual tener conversaciones en el recreo en las que tal o cual compañero aseguraba haber visto secuelas japonesas, obviamente inventadas, de algún producto. No había manera de comprobar la información, con lo que existía en ese terreno un amplio margen para la imaginación y la fantasía. Todo esto le daba a la tele un halo de misterio, grandes secretos que alguien, en algún lugar, debía conocer.

En resumen: arbitrariedad, escasa especialización temática y escasa información sobre los productos (o al menos un acceso más complicado a ella). Y, por parte del televidente: Indulgencia y mucha paciencia. ¡El público ideal, oiga! Capaz de compensar todas las carencias con su habilidad para ilusionarse.

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Y bien, ¿qué ha cambiado? Aparecieron nuevos canales, el teletexto, internet… y pronto llegaron las plataformas digitales con todavía más canales (y de temáticas concretas). Además, se mejoraron notablemente las conexiones para navegar llegando a un punto en el que todo ha confluido y ahora podemos disfrutar de cine y televisión, así como de música, radio y videojuegos prácticamente a la carta.

Eso no quita que todavía permanezcan, en gran medida, las costumbres de entonces. Aunque los canales tradicionales de televisión pierden adeptos, su supervivencia y estado de salud actual demuestra que muchísima gente no ha cambiado el chip. Se sigue haciendo zapping y aprovechando pausas publicitarias para ir al baño. Son hábitos que, personalmente, considero obsoletos atendiendo a lo evitables que son, pero me pregunto qué porcentaje de la población consumidora lo hace por elección y cuántos por simple falta de información.

En estos últimos años, y con su punto culminante a lo largo de este 2016, se ha dibujado un nuevo escenario. Hablaremos de él la próxima vez.

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