El hombre que no puede ofrecer más que su trabajo […] está condenado por la naturaleza a encontrarse casi completamente a merced del que lo emplea. (William Eden)
Por Mario del Rosal, profesor de Crítica de la economía política
La inmensa mayoría de la población de cualquier país sometido al régimen capitalista vive gracias a su salario. Es decir, al ingreso que las empresas (o, en su caso, el Estado) pagan a los trabajadores a cambio de la venta de su fuerza de trabajo. Y quienes vivimos así no lo hacemos por gusto, sino porque no poseemos ni individual ni colectivamente los medios de producción que dan derecho sobre los productos del trabajo social. Por tanto, nos vemos obligados a vender nuestro tiempo, nuestros conocimientos y nuestro esfuerzo como mercancías a los propietarios del capital para poder sobrevivir.
Ese salario puede ser salario directo —cuando se está trabajando—, salario diferido —cuando se está jubilado o en paro— o salario indirecto —cuando se utilizan los servicios públicos pagados con los impuestos que sufraga en su mayor parte la propia clase trabajadora—. En cualquier caso, se trata de un precio que, como tal, es la expresión monetaria de un valor. En este caso, el valor de nuestra fuerza de trabajo, es decir, el tiempo de trabajo socialmente necesario para nuestro sostén material y el de quienes dependen económicamente de nosotros.
La fracción de la población que se ve obligada a vender su fuerza de trabajo no ha hecho más que aumentar desde los inicios del capitalismo. Primero, por medio de la desposesión original de medios de vida que dio nacimiento al sistema capitalista en sí y que suele identificarse con el término de acumulación originaria. Y, después, mediante la desposesión paulatina, pero imparable, que hemos ido experimentando a medida que el régimen mercantil y salarial ha invadido cada vez más esferas de la vida en paralelo a la concentración de la riqueza en cada vez menos manos. Ese proceso se conoce habitualmente como asalarización.
Esta dinámica puede medirse mediante la llamada tasa de asalarización, que se calcula dividiendo la suma de asalariados y desempleados entre el total de personas activas. En la siguiente gráfica puede verse cómo esta ratio no ha parado de crecer a un ritmo sostenido en España desde los ochenta hasta la década de 2010, momento en el que se estanca debido a las consecuencias de la Gran Recesión y la posterior Larga Depresión sobre los mercados laborales.
Estos datos evidencian que la parte de la población que se gana la vida trabajando a cambio de un salario es cada vez mayor. Por tanto, la situación material y, con ello, las posibilidades de desarrollar un proyecto de vida a futuro, depende del salario cada vez para más gente.
Pues bien, ese salario no ha hecho más que empeorar en términos relativos a lo largo de las últimas cuatro décadas. E, incluso, en el caso español, también en términos absolutos. Para comprobarlo, vamos a analizar brevemente su evolución en sus dimensiones principales.
En primer lugar, echemos un vistazo al salario real en nuestro país. Recordemos que, mientras el salario nominal indica el número de unidades monetarias que recibimos los trabajadores, el salario real expresa la capacidad de compra que ese dinero permite tener, puesto que incorpora el efecto devaluador que provoca la inflación. Por tanto, nos muestra la situación material de la clase trabajadora.
En la gráfica siguiente podemos constatar que el salario real en España quedó completamente congelado desde los primeros años noventa hasta la crisis de 2007/08. Y, de ahí en adelante, observamos cómo, tras un incremento debido a la destrucción de empleo, que acabó con los puestos peor remunerados, el salario real no sólo se ha estancado, sino que ha caído.
Si identificamos la tasa media anual acumulada de crecimiento del salario real en España por décadas, como hace la siguiente gráfica, vemos claramente dos cosas. En primer lugar, que la situación material de la clase trabajadora ha mejorado muy poco en los ochenta, los noventa y los dos mil, con aumentos anuales en nuestra capacidad adquisitiva del 1,09%, el 0,77% y el 0,99%, respectivamente. Y, en segundo lugar, comprobamos con inquietud que, en la segunda década del siglo XXI, nuestros ingresos reales han caído cada año a un ritmo promedio del 0,22%. El resultado es que en 2020 éramos un 2,13% más pobres que en 2010. Imaginemos lo que ocurrirá cuando incluyamos los datos de 2021 y 2022.
Aunque estos datos son muy reveladores por sí mismos, no resultan suficientes para comprender en toda su magnitud el empobrecimiento relativo creciente que venimos sufriendo los trabajadores en España. Para ello, debemos comparar la evolución de los salarios con la de las ganancias del capital, puesto que estos son los dos destinos primarios de la producción social. Una herramienta para ello es el salario relativo, es decir, el cociente entre la masa salarial (capital variable, en términos marxistas) y el producto nuevo (plusvalor más capital variable). Esta magnitud nos indica la parte de la producción neta que se destina a los ingresos de la clase trabajadora.
En el caso de España, reflejado en la siguiente gráfica, de nuevo vemos que el salario relativo, con altibajos, ha mantenido una tendencia de claro estancamiento a lo largo de los últimos cuarenta años.
Sin embargo, el salario relativo, aun siendo un dato fundamental, no tiene en cuenta la tendencia a la asalarización que comentábamos al principio de este texto. Es decir, que no incluye el hecho de que la clase trabajadora no es estática, sino que el número de sus componentes está creciendo continuamente. Esto significa que, si el salario relativo se estanca y, al mismo tiempo, la tasa de asalarización crece, entonces cada trabajador va a recibir cada vez una fracción menor del producto total, puesto que habrá más personas entre las que repartir esos ingresos salariales.
Esta cuestión se puede medir fácilmente a través del coeficiente salarial, también llamado salario relativo ajustado, que divide el salario relativo entre la tasa de asalarización. Esa ratio se aproximará tanto más a 1 cuanto mayor igualdad haya en los ingresos recibidos en promedio por los asalariados y los propietarios del capital.
La evolución de ese dato en el caso español está representada en la siguiente gráfica. En ella se ve con claridad cómo el coeficiente salarial se ha desplomado en las últimas cuatro décadas, lo que no sólo explica gran parte de la desigualdad de ingresos en nuestro país, sino, sobre todo, la creciente concentración de la riqueza en manos del capital y el consiguiente empobrecimiento relativo acelerado de la clase trabajadora.
Todas estas gráficas y datos no son más que la constatación estadística de algo que tú y yo sabemos de sobra por propia experiencia, al igual que todas las personas que viven de su trabajo: que cada vez vivimos con más agobios económicos y laborales, menos perspectivas de futuro y mayor angustia vital. Nada de eso es consecuencia accidental de la inflación, la guerra o la pandemia, sino el resultado inevitable de un modo de producción, el capitalista, cuya lógica de funcionamiento sigue basándose, como siempre, en la explotación. Una explotación que no puede dejar de crecer, puesto que es la única vía que encuentra el sistema para perpetuarse en el tiempo. Una explotación que no es un medio, sino un fin en sí misma, y que convierte la satisfacción de las necesidades del ser humano en un efecto colateral eventual del sistema cada vez más improbable.
(Nota: todas las gráficas han sido construidas a partir de datos de AMECO, la base de datos oficial de la Comisión Europea).
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