Cine | Tiempos digitales, héroes sin alma

Por Jose Jiménez Peroy

Hace unos días leí que, siguiendo la nueva y estúpida costumbre de Hollywood de fijar fecha de estreno sin tener siquiera dos líneas de guión escritas, el remake de The Crow llegaría a cines en 2019, protagonizada por Jason Momoa en la piel de Eric Draven, y dirigida por Corin Hardy, responsable de la curiosa «The Hallow» y «The Nun» (que está a punto de estrenar).

Lejos de alegrarme al ver la noticia, sentí miedo. Y todo, por una pregunta: ¿podrá este remake superar o igualar la cinta original de 1994 del irregular director Alex Proyas? Obviamente, la respuesta es NO. ¿El motivo? Que ya no se hace ese tipo de cine.

TIEMPOS DIGITALES, HÉROES SIN ALMA

Si lo piensas fríamente, el desarrollo de la historia de «The Crow» es de lo más sencillo: una pareja es asesinada brutalmente y, un año después, el chico regresa de la muerte para eliminar, uno a uno, a todos los responsables en una sola noche. Sin mucho esfuerzo, podrías nombrar unas cuarenta cintas en las que la venganza sin piedad es el hilo conductor de la narración.

Pero entonces ¿por qué «The Crow» es tan diferente y fascinante? Por los detalles. Detalles como la ambientación, la brutal banda sonora, los diálogos, los personajes… Elementos que, en el cine actual, no tienen cabida. En una historia de violencia y venganza, no destacan las escenas de acción, sino esos ingredientes, ya que son una delicia para los sentidos. Ahí reside la magia de esta cinta.

Música, ambientación y Eric Draven

 El malogrado Brandon Lee, en su rol de protagonista, consigue regalarnos una interpretación maravillosa de Eric Draven. Brandon venía de protagonizar un puñado de películas de acción muy montoneras (Little Tokyo, Rapid Fire) en las que primaban sus dotes para repartir golpes, por encima de cualquier otra cualidad. Pero nuestro Eric Draven no es un luchador, es un guitarrista al que le han arrebatado todo. Todo menos un carisma infinito, que consigue conectar con el espectador de forma casi instantánea. Sus flashbacks de tiempos felices con su amada Shelly golpean nuestra retina, haciéndonos partícipes de su dolor. Su pérdida ahora es la nuestra. Brandon desborda un inusitado carisma en cada una de sus apariciones, alejando a su Eric Draven de convencionalismos baratos, que suelen aflorar en cintas de acción.

Se podría decir que The Crow funcionaba porque conseguía unir con brillantez todas estas piezas tan dispares (música, ambientación, buenos personajes y mejores diálogos), bajo el manto de una venganza convencional.

Y ahora, volvamos al principio de toda esta reflexión: ¿Os imagináis a Jason Momoa haciendo algo en pantalla que no sea desmembrar con sus propias manos a todos sus enemigos, mientras lo rodean un montón de explosiones generadas por ordenador?

Aquellos maravillosos años 80

En esta era digital en la que podemos crear cualquier tipo de efecto especial usando un ordenador, seguimos sin poder crear héroes reales que conecten con nosotros. En las películas de acción actuales, sus protagonistas se comportan todos igual, como si no fueran más que repeticiones de estereotipos que hemos visto en cien ocasiones, y no son capaces de transmitir nada que no sea el ruido que producen sus puños al impactar en la cara de los chicos malos. Como ocurría en la serie de Netflix «Altered Carbon», los héroes actuales cambian de funda, pero su esencia sigue siendo igual de vacía que siempre.

Atrás quedaron personajes como los agentes Martin Riggs y Roger Murtaugh, a los que conocimos en 1987, en la icónica «Arma Letal» del gran Richard Donner. Y digo «conocimos» porque parte de la grandeza de esa cinta, reside en el tratamiento que reciben nuestros protagonistas, interpretados por Mel Gibson y Danny Glover, respectivamente. El guion dedica muchos de sus minutos a construir, desde el odio y el rechazo, una amistad creíble entre nuestros dos héroes. Lo inaudito es que, para ello, la película ni renuncia a mostrarnos escenas de acción espectaculares, ni permite que el metraje se dispare en exceso (apenas dura 110 minutos). No prima el espectáculo visual, priman las relaciones humanas.

Con «Arma Letal» comenzó el género de «buddy-movie» que luego, con el paso del tiempo, se iría diluyendo hasta quedar reducido a la mínima expresión. El típico ejemplo de dos agentes muy dispares que deben formar equipo para resolver un peligroso y complicado caso, pero antes… ¡atención!… deben aprender a confiar el uno en el otro, no como en el 90% de los guiones de ahora, en los que estos compañeros forzosos se conocen, se ponen caritas, intercambian un par de frases de macho-machote y, en la siguiente escena, se súper quieren y ya están dispuestos a arriesgar sus vidas para salvar la del otro, en alguna carísima escena de disparos y explosiones. No interesa ni su amistad, ni sus vidas, porque no hay tiempo que perder… ¡Hay cosas que tienen que explotar!

Sin embargo, a toda esta involución de los personajes de películas de acción, podemos ponerle nombre y apellidos: John McClane. El legendario personaje de Bruce Willis en «La Jungla de Cristal», cuanto más pasaban los años y las secuelas, más se adentraba en el lado oscuro del cine de acción. John McClane comenzó siendo un héroe maravilloso. Sus andanzas arrancan en 1988 en el edificio Nakatomi Plaza, donde en apenas dos escenas y cuatro frases ya nos había ganado para siempre. Su carisma, su humor socarrón y su código ético, rompieron moldes en el género.

Bruce Willis, que venía de protagonizar la serie de tv «Luz de Luna«, sorprendió a propios y extraños con esta cinta de acción tan diferente, en la que su John McClane no era el típico Harry “El Sucio” o un Charles Bronson de la vida. Era un «cualquiera», un policía normal con la única virtud de actuar de forma creíble en situaciones que no lo eran y de parecer vulnerable.
De aquellas, los héroes no sangraban, no perdían nunca una pelea y, por donde pisaban, no volvía a crecer la hierba. Pero John era diferente, parecía real.

Lástima que lo que bien empieza, mal acaba.

CGI vs Guion

La quinta parte de las aventuras de McClane es el ejemplo más sangrante de lo que estoy tratando de exponer en estas líneas. Ya no era una película de acción, era una tuerca que debía hacer girar los engranajes de la franquicia en la que había derivado una sencilla y genial cinta de acción de 1988.

El espectáculo visual devoró cualquier rastro de humanidad del metraje.
Los pequeños síntomas de agotamiento y deshumanización de John McClane, que pudimos observar en la decente cuarta parte, aquí, dieron paso a una metástasis terrible, en la que nuestro héroe no era más que un Terminator indestructible, sin gracia ni carisma, que se arrastra de una escena de acción a otra, sin apenas pronunciar palabra.

John McClane, como tantos otros héroes, murió el día en el que la CGI le ganó la partida de ajedrez al guion.

Ahora no priman las buenas historias o conseguir un creíble desarrollo de los personajes, porque no quieren emocionarnos con sus héroes, quieren vendernos un producto.
Los guionistas de las películas de acción de ahora no son otra cosa que comerciales con la misión de lograr unas ventas determinadas, y que para ello, envuelven historias y personajes del montón, bajo un carísimo papel de regalo con las letras «blockbuster veraniego», escritas en el lateral de la caja.

Quiero creer que aquellos tiempos en los que primaban los detalles sobre la tecnología, volverán algún día, ya que, según dice un viejo amigo:
«No llueve eternamente”.

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