Cine | Replicando a los replicantes: Blade Runner 2049 y los límites de la autenticidad

Por Olmo Masa

“Fue jodidamente demasiado larga”. Así describía Ridley Scott –director de Blade Runner y productor y guionista de su secuela– Blade Runner 2049. Blade Runner 2049 es una “replicante” de su antecesora. Una historia que trata de la simulación de humanos por medio de ingeniería genética es a su vez, paradójicamente, un intento de simular escenarios y estéticas de una película de culto de los 80, y de revivir los problemas que plantea su trama. Si la ambigüedad narrativa en los dos filmes reside en la difuminación de la distinción entre humano y no humano, la incertidumbre estética de la obra de 2017 recae en cuestionar la autenticidad artística de la de 1982.

Walter Benjamin entendía por autenticidad “el aquí y ahora de la obra de arte”, su carácter genuino, aquello que hacía que cualquier espectador informado pudiera distinguir entre el original y su copia manual. El crítico marxista entendía que la era de la “reproductibilidad técnica” (technische Reproduzierbarkeit) iba camino de poner fin a esta autenticidad, al “aura” que había envuelto a la producción artística en su función ritual. La reproducción técnica alejaba al arte de la tradición, y en su lugar la acercaba al mundo de la producción serializada. Esta pérdida de su función social albergaba posibilidades de politizar y democratizar las artes, y el cine constituía un ámbito privilegiado para esta tarea.

¿Es Blade Runner 2049 una película útil en esta labor democratizadora? Para responder esta pregunta conviene echar la vista atrás hacia las reflexiones que despertó su predecesora. La cinta de Ridley Scott ha sido mayoritariamente catalogada por la crítica como un exponente de la estética posmoderna, donde son clave los conceptos de pastiche espacial y esquizofrenia temporal. En la adaptación cinematográfica de la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? somos introducidos a un mundo que está a medio camino entre el futuro -biogenética y colonización espacial-, el presente -agotamiento de recursos naturales y multiculturalidad- y el pasado -estética retro y detalles de cine noir-. La ruptura de una temporalidad lineal es paralela al cuestionamiento del sujeto como una figura homogénea, donde las fronteras entre humanos y replicantes se desdibujan y la propia noción de humanidad aparece definida como resultado de un proceso político más que de un origen biológico.

La historiadora de la ciencia Donna Haraway identificó en su Manifiesto Ciborg este resquebrajamiento esquizofrénico de la identidad como una seña propia de una sociedad atravesada por la tecnología. Un lugar donde “Las nuestras [máquinas] están inquietantemente vivas y, nosotros, aterradoramente inertes”. Esta inversión de las identidades humano/cosa se refleja en Blade Runner en la figura del policía Richard Deckard (Harrison Ford). Deckard es un blade runner, su ocupación consiste en matar a sangre fría (“retirar”) androides que, en su afán por conservar y prolongar su vida, parecen demostrar más humanidad que un oficial de un aparato burocrático cuyo ensamblaje funciona como el de una máquina. Esta apreciación es a primera vista perturbadora, pero a la vez en el pensamiento de Haraway esconde un potencial emancipador. Revelar a la humanidad como construcción en lugar de naturaleza parte de unas premisas en que lo humano no se define por una relación dual con la tecnología o el mundo material sino que está atravesado, constituido por éstos. Cuestionar la separación binaria entre humanos y cosas contribuiría a descentrar al sujeto hegemónicamente protagonista de la historia y permite la emergencia de voces marginales.

Centrémonos ahora en uno de los ejemplos que pueden ser leídos desde este enfoque poshumanista. Uno de los giros de guión de Blade Runner 2049 es la introducción de inteligencia artificial, una materia que, al igual que los replicantes, alberga conciencia pero a diferencia de ellos está desprovista de un cuerpo físico. El personaje de Joi (la mujer virtual del blade runner K, interpretada por Ana de Armas) es un modelo producido en serie destinado a satisfacer las necesidades afectivas de los hombres. Sus propios procesos mentales están programados para desempeñar el rol de mujer y ama de casa de su compañero. La primera lectura que podría hacerse de este personaje apunta a su subordinación a los dictados del heteropatriarcado y el amor romántico: Joi sólo existe en relación al deseo masculino. ¿Cabe interpretar este personaje desde una lógica subversiva? aquí es importante tomar en cuenta el hecho de que tanto K como Joi son humanoides desprovistos de capacidad de reproducirse, viviendo en un mundo postapocalíptico donde la forma de la familia nuclear parece poco menos que un chiste. Mirar esta aspiración a una familia tradicional como un artificio funcional al orden social nos habla de la constructividad de la masculinidad no sólo en el futuro imaginado por la película sino en nuestro presente, y por tanto de su potencial destructibilidad.

El director Denis Villeneuve defendió su presentación del personaje femenino argumentando que “el mundo no es amable con las mujeres”. Esta visión del cine como espejo de la realidad social parece demasiado ingenua, el encuadre con que se nos muestra una historia es una decisión artística y política que no simplemente refleja sino que a la vez conforma nuestra realidad. La “secuelización” de Blade Runner repercute en el debilitamiento de su aura o autenticidad, y a la vez es síntoma de la progresiva inmersión del arte de masas en la lógica de la economía de mercado. La película original tuvo un presupuesto de unos 30 millones de dólares, mientras que la segunda superó los 180.

La duración de un remake que se propone replicar a los replicantes tiene probablemente más que ver con razones comerciales que con contribuir a una democratización del acceso a una obra de culto. Sin embargo, una lectura más pausada y sutil puede permitirnos encontrar potencialidades transformadoras que no condenen al cine y a esta obra como un género completamente ajeno a la posibilidad de subversión.

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