Armenia a través de la Memoria del Ararat de Xavier Moret

Moret llegó, como muchos de los que después llegamos a sentir Armenia, a través de las películas de Atom Egoyan, de los libros de Gurriarán y de Saroyan, de la fundación Gulbenkian de Lisboa, de la pintura de Arshile Gorky, de las canciones de Charles Aznavour

Por Angelo Nero

La memoria del millón y medio de víctimas del Genocidio iniciado en 1915, está en todos los rincones de Armenia, cien años después, como está presente en el millón largo de armenios que, a partir de esa fecha, fueron sumando la diáspora, a lo largo de todo el mundo. Xabier Moret viajó en busca de las raíces de Armenia, a escuchar la memoria que habita en cada piedra, en cada árbol, en cada hombre y mujer de esa tierra martirizada en el corazón del Cáucaso, reducida a una pequeña república –ahora todavía más pequeña-, acosada por sus vecinos turcos y azerís, que los expulsaron, primero, de la Capadocia, después de Nakhchivan, y ahora de parte del Karabah.

«No creo que haya otro pueblo en todo el mundo con un sentimiento tan fuerte de arraigo. Incluso los armenios de la diáspora, pese a vivir lejos de la patria, se mantienen fieles a su manera a la Armenia idealizada que se han fabricado, con la memoria del Ararat como símbolo supremo. Uno de los grandes escritores armenios, William Saroyan, escribió: ‘Cuando dos armenios se juntan en cualquier lugar del mundo, allí se levanta una nueva Armenia’», escribe Moret en su libro. Ese sentimiento de pertenencia a un pueblo, que puede levantarse en cualquier parte del mundo, pero siempre con la memoria del Ararat, de recuperar su tierra y construir una nueva historia, hace del armenio algo especial, que solo puedes entender cuando caminas por las calles de Ereván o de Stepanakert y comienzas a sentir la armenidad en tu propia piel.

Moret llegó, como muchos de los que después llegamos a sentir Armenia, a través de las películas de Atom Egoyan, de los libros de Gurriarán y de Saroyan, de la fundación Gulbenkian de Lisboa, de la pintura de Arshile Gorky, de las canciones de Charles Aznavour o (en mi caso) de las de System of a down, de esa fecunda diáspora cultural que llevó Armenia al mundo sin necesidad de enarbolar una bandera. Y esa suma de referencias le empujaron a viajar a la pequeña república del Hayestán, para emocionarse, como un armenio más, incluso antes de aterrizar en el aeropuerto de Zvartnots, viendo desde la ventanilla del avión la silueta icónica del Ararat, el monte sagrado donde, según la biblia, encalló el arca de Noé, y que ahora está dentro de la frontera turca.

En esta memoria del Ararat, Xavier Moret viaja a través del tiempo y de la historia de este pueblo que llegó a ocupar gran parte del Cáucaso, entre dos mares (un libro de Antonio Pascual García sobre Armenia se titula así), en los míticos reino de Armenia y Cilicia, y que fue ocupado por bizantinos, rusos, persas y turcos, que resultaron ser sus mayores verdugos, desde los pogromos de 1896, pasando por el genocidio de 1915, hasta las guerras del Karabakh, la última todavía sin resolver.

«La brutalidad, los fusilamientos, las violaciones y las marchas forzadas a través del desierto, sin alimentos ni agua, causaron la muerte de millón y medio de armenios. Pero los turcos siguen negándose todavía hoy a calificar de genocidio aquella matanza, alegando que no era un plan sistemático para exterminar a una etnia, sino una reacción frente a una posible revuelta armenia dentro de sus fronteras, ya que temían que los armenios pudieran aliarse con invasores rusos para desmembrar el Imperio otomano. Casi cien años después de la matanza, aunque parezca increíble, sólo veintidós países han reconocido el genocidio armenio»

También nos dibuja Moret en este libro, que todo el que pisa por primera vez Armenia debería llevar en su maleta (a mí me acompañó junto al de Gurriarán), un minucioso fresco del paisaje humano que puebla esta tierra y que, en definitiva, le da carácter y la diferencia radicalmente de sus vecinos turcos, persas o georgianos, conversando con los monjes que custodian los templos ortodoxos, los veteranos del ejército rojo que combatieron en Artsakh, los bibliotecarios del Matenadaran, donde se albergan los más valiosos volúmenes escritos en su idioma, o con los ciudadanos que suben al Tsitsernakaberd, a depositar flores ante la llama que no se apaga nunca, como su memoria. Con Moret en la mochila, y antes a través de sus lecturas, visitamos los monasterios de Khor Virap, Geghard, Tatev, las catedrales de Echmiadzin y de Shushi (ahora en manos azerís), recorrimos las orillas del lago Sevan, donde los armenios sueñan con los mares que perdieron, la república de Artsakh, amputada por la agresión turca, buscando siempre, en el horizonte, la  huidiza silueta del monte Ararat, que de tanto buscarlo se nos antojaba un sueño imposible. Ese monte sagrado que ahora está cercado por las alambradas y las trincheras de la frontera, y vedado a aquellos que sientan a Armenia, como Xavier Moret, como yo mismo, en sus venas.

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