Abdicación de Alfonso XIII

En abril de 1931 renunció a la Jefatura del Estado, pero no abdicó. Suspendió «el ejercicio del poder, sin renunciar por ello a ninguno de los derechos». Quería seguir siendo rey, un rey al que nadie quería.

Por María Torres

«La República es una tormenta que pasará rápidamente». Eso decía en abril de 1931 el destronado Alfonso XIII, el «Africano» para sus aduladores, un Rey al que nadie quiso. Fue cuando llegó a Paris, primera etapa de un exilio del que no habría de regresar vivo jamás.

La tormenta tardó en pasar ocho años. Un gélido viento descendiente enfrió la tierra española para cubrirla de sangre. Sangre de la que él fue también responsable, pues apoyó fervientemente a los rebeldes, donó un millón de pesetas a la causa franquista y no se cansó de afirmar que era un «falangista de primera hora».

En abril de 1931 renunció a la Jefatura del Estado, pero no abdicó. Suspendió «el ejercicio del poder, sin renunciar por ello a ninguno de los derechos». Quería seguir siendo rey, un rey al que nadie quería.

Acusado de alta traición en noviembre de 1931 por las Cortes de la II República española, sería «degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, le declara decaído, sin que se pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores». Sus bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encontraban en territorio español fueron incautados en beneficio del Estado. Esta ley sería derogada el 15 de diciembre de 1938 por Francisco Franco, acto que le llenó de esperanzas, pues confiaba que el dictador, uno de sus gentiles hombres de cámara del que fue padrino de boda, restauraría la monarquía. No fué así. Acabó ignorado también por Franco y Alfonso XIII declararía después de finalizar la Guerra:  «Elegí a Franco cuando no era nadie. Él me ha traicionado y engañado a cada paso».

El que fue rey antes de nacer renunció a la corona el 15 de enero de 1941 en favor de su hijo Juan y falleció en Roma un mes después, solo, distanciado de su esposa y de sus hijos. El Régimen franquista procedió a secuestrar toda la información relativa a sus últimos días y la censura solo permitió publicar los teletipos de  la agencia EFE.

Españoles:

El 14 de abril de 1931 me dirigí al pueblo español, manifestando mi decisión de apartarme de España, suspendiendo deliberadamente el ejercicio del poder, sin renunciar por ello a ninguno de los derechos de los que la Historia me había hecho guardián y depositario.

Cumplí en aquella ocasión un deber de patriotismo, y gracias a ello ninguno podrá afirmar hoy que se vertiera sangre española, para defender intereses de un régimen o de una dinastía, sino que la magnífica epopeya de la liberación de España, el heroísmo de su Ejército, y de la juventud española, viene marcado con el sello inconfundible del sacrificio por la Patria, que abre paso a la solidaridad de todos, para crear su unidad, su libertad y su grandeza.

Asegurada ya la victoria definitiva, sentí con ella el impulso de anticipar esta declaración; contuvo, sin embargo, mi ánimo el deseo de madurarla hasta hoy que, robustecido de consejos leales e informes autorizados, me juzgo en la obligación de dirigirme de nuevo, y por última vez, a los españoles.

Al reorganizarse políticamente el país es preciso que quede expedito y franco el camino, para que, en el momento que se juzgue oportuno, pueda reanudarse la tradición histórico, consustancialmente unida a la institución monárquica, que durante siglos ha asegurado la unidad y permanencia de España.

Durante mi reinado procuré siempre vivir el interés de mi Patria, y espero que la posteridad hará justicia a la rectitud de mi intención, y al logro de muchos de mis propósitos durante un período que cuenta entre los más prósperos de nuestra Historia. Pero aún, siendo así, sería desconocer la realidad, no advertir que la opinión española, la de los que han sufrido y han luchado y han vencido, anhela la constitución de una España nueva en que se enlace fecundamente el espíritu de las épocas gloriosas del pasado, con el afán de dotar a nuestro pueblo de la capacidad necesaria, para realizar su misión trascendental en lo futuro.

A esa exigencia fundamental de la opinión española debe responder la persona que encarne la institución monárquica, y que pueda ser llamada a asumir la suprema jerarquía del país.

Por una parte ha de esforzarse en que desaparezcan los últimos vestigios de las luchas civiles, que dividieron a los españoles en el siglo XIX; por otra, ha de encarnar la esperanza de los que desean una España nueva, libre de los defectos y vicios del pasado, en la que un sentido eficaz y vivo del patriotismo vaya unido a una más adecuada organización de la sociedad y del Estado, y a una más equitativa participación de todos en la prosperidad general.

No por mi voluntad, sino por ley inexorable de las circunstancias históricas, podría tal vez mi persona ser un obstáculo, y sobre todo entre quienes convivieron conmigo y tomaron después, de buena fe seguramente, rumbos distintos. Ante algunos, podría aparecer como el retorno a una política que no supo o no pudo evitar nuestra tragedia, y las causas que la provocaron; para otros, podría ser motivo de remordimiento o de embarazo. Deber mío es remover esos posibles obstáculos, sacrificando toda consideración personal, para servir la gran causa de España, por la que tan generosamente han ofrendado su sangre millares de españoles.

De manera alguna pesa en mi ánimo la elección de oportunidad o acierto de la mayor o menor resonancia de mis actuales manifestaciones; hubiera rehuido siempre alterar el espíritu público o distraer su atención de otras miradas, hacia mí, pues mi propósito y designio consisten en causar un solo efecto: desaparecer en sazón y tiempo para bien de España.

Renuevo especial llamamiento al patriotismo de todos sin distinción, y en particular a los remisos al sacrificio por la unión, a los cuales va muy encarecido con mi ejemplo.

Con este espíritu y este propósito ofrezco a mi Patria la renuncia de mis derechos, para que por ley histórica de sucesión a la Corona, quede automáticamente designado, sin discusión posible en cuanto a la legitimidad, mi hijo el Príncipe Don Juan, que encarnará en su persona la institución monárquica, y que será el día de mañana, cuando España lo juzgue oportuno, el Rey de todos los españoles.

Alfonso XIII, Rey

Roma, 15 de enero de 1941

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