Ana María Matute, contadora de historias

Por María Torres

La voz de Ana María Matute se apagó el 25 de junio de 2014. Desde que escuchó las tres palabras que encierran la frase «Érase una vez», supo que «el que no inventa, no vive», y desde su frágil existencia infantil comenzó un camino que desembocaría en un universo imaginativo, lírico, emocional, lleno de compromiso social y mensaje poético. «En todo lo que yo he escrito hay una protesta, social, humana, del oprimido contra el opresor», decía. La literatura fue el asidero y el faro salvador de las tormentas que invadieron su vida, aun sabiendo que «en la Literatura -en grande-, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas»

Ana María Matute Ausejo, la segunda de los cinco hijos de una familia de la pequeña burguesía catalana, nace en Barcelona el 26 de julio de 1925. Su madre, una fría y exigente mujer castellana no sabe proporcionar a su hija el afecto que necesita. La relación entre ambas es turbulenta y su padre, Facundo Matute, propietario de una fábrica de paraguas, sombrillas y toldos, intenta suplir esta carencia. Una día, de regreso de uno de sus viajes a Londres le trae un muñeco negro que se convierte en su único amigo y que más tarde inspirará su novela Primera memoria, Premio Nadal 1959. Ana María tiene cinco años y es una niña solitaria, con muchos miedos, que acaba de superar una grave afección renal. No le gustan las muñecas ni los juegos de niñas de la época y siempre le acompaña un tenaz tartamudeo que mina su seguridad. Gorogó, el muñeco negro al que nunca abandonará, se convierte en virtual amigo inspirador y ella con sus cinco años, escribe e ilustra su primer cuento.

Tres años después vuelve a enfermar y su familia decide llevarla a vivir con los abuelos en Mansilla de la Sierra, un pequeño pueblo en las montañas riojanas. Sus vivencias allí la influencian profundamente. Su infancia transcurre entre Madrid y Barcelona. Los estudios en el colegio religioso de Las Damas negras suponen una experiencia traumática para ella. Acaba de cumplir once años cuando comienza la Guerra española y su tartamudez desaparece definitivamente con el desgarrador sonido de los bombardeos, aunque desde entonces, aborrece el sonido de los fuegos artificiales. La violencia, el odio, la muerte, la angustia y la extrema pobreza que siguieron a la contienda la marcan profundamente. Decía que la empujaron fuera de la infancia. Jamás pudo olvidar la imagen del cadáver de un hombre muerto con un pedazo de pan con chocolate en la mano.

«Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de “los niños asombrados». Porque nadie nos había consultado en qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas palabras –“el abuelito se ha ido y no volverá…»–, sino a través de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas historias “impropias para niños», añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas».

Las miserias de la posguerra, que según decía Ana María «se prolongó demasiado por culpa de aquella bestia parda que vivía en El Pardo», las vivió muy de cerca. La analfabeta cocinera de la familia Matute le dictaba a Ana María las cartas para su familia. Las respuestas, cuando llegaban, estaban repletas de sufrimiento.

Escribe su primera novela, Pequeño teatro a los 17 años en un cuaderno escolar cuadriculado, con las tapas de hule negro, un cuaderno de posguerra. No se atreve a presentarla a una editorial hasta casi tres años después. Estaban dispuestos a editar su libro pero necesitaban que su padre firmara el contrato pues ella era menor de edad. Tenía 19 años y un contrato de tres mil pesetas para un libro que vio la luz once años más tarde.

Se da a conocer en la escena literaria española con Los Abel, una novela inspirada en la historia bíblica de los hijos de Adán y Eva, en la cual refleja la atmósfera española de posguerra desde el punto de vista de la percepción infantil.

En el año 1952 se casa con el poeta Ramón Eugenio de Goicoechea en contra de los deseos de su madre que llegó a desheredarla. Dos años después nace su hijo Juan Pablo, al que le ha dedicado gran parte de sus obras infantiles. El matrimonio, que apenas dura diez años, es un rotundo fracaso. Las leyes franquistas no se lo ponían nada fácil a las mujeres que tomaban la decisión de separarse. A Ana María le cuesta perder la custodia de su hijo y cualquier derecho de visita. Tuvieron que pasar más de dos años para que pudiera recuperar la custodia y cuando lo hizo no dudo en preparar sus maletas para marcharse con Juan Pablo a América. Había conseguido una beca como profesora visitante en varias universidades americanas.

En 1953 la censura franquista prohíbe Luciérnagas, obra elaborada sobre sus recuerdos de Barcelona en la Guerra y en 1960, Primera memoria abrió la trilogía Los mercaderes, Los soldados lloran por la noche y La trampa, donde habla de la guerra sin trabas.

Nominada para el premio Nobel de Literatura en 1976 junto a Vicente Aleixandre; finalista del premio Andersen que no obtiene, porque las obras llegaron al jurado sólo en castellano, aun a pesar de que estaban traducidas, y después de varios años de silencio narrativo, consigue el Premio Nacional de Literatura Infantil con Sólo un pie descalzo en 1984.

Ingresa en la Real Academia Española de la Lengua en 1996 ocupando el asiento K, el que fue de Carmen Conde, y se convierte en la tercera mujer en ser admitida en esta institución a los largo de trescientos años. En 2007 recibe el Premio Nacional de las Letras Españolas al conjunto de su labor literaria. Candidata y finalista varias veces, en noviembre de 2010 es galardonada con el premio más prestigioso de la lengua castellana, el Premio Cervantes. «Mentiría si no dijera que lo estaba esperando». Antes que ella había sido otorgado a dos mujeres, María Zambrano y Dulce María Loynaz.

Sin duda, como afirmó José Caballero Bonald, «su muerte es un descalabro en mi intimidad».

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