¿40 años de Democracia?

Por Rafael Silva Martínez 

“La Transición fue un Decreto para la impunidad”
(Marcos Ana)

“Por todo ello, la necesaria y urgente regeneración democrática deberá pasar por una profunda reforma del Estado que lo refunde de acuerdo con la realidad del país, es decir, que represente la España plural y multicultural, que sea expresión de la soberanía popular y no de minorías y élites influyentes, en definitiva un Estado de todos y no de unos pocos”
(Juan Antonio Molina)

“Cuando los de arriba declaran la guerra social a los de abajo, la democracia se convierte en un lujo reservado a la oligarquía… pero también en un grito de guerra de los oprimidos”
(Yorgos Mitralias, periodista griego)

Mucho se está hablando durante estos días sobre los supuestos «40 años de democracia» que han transcurrido desde las primeras Elecciones «libres» (#15J) de 1977. La Radio Televisión pública, tan manipulada por el Gobierno del Partido Popular, ha preparado incluso un programa especial para su «celebración», para que nos regocijemos en estos cuarenta años, que según ellos, han traído a nuestro país su mejor período. Lo refería incluso José Luis Ábalos en una parte de su discurso durante la Moción de Censura al Gobierno del PP presentada por Unidos Podemos, para reivindicar la tradición y el legado del PSOE. Pero la pregunta es: ¿realmente venimos disfrutando de cuarenta años de democracia? ¿Es cierto que hemos dejado atrás el franquismo? ¿Vivimos en una democracia auténtica, real y completa? De entrada, el Movimiento del 15-M se levantó en 2011 precisamente por esto, reivindicando una democracia real, y dejar de ser «mercancía en manos de políticos y banqueros», como demandaban muchas de sus pancartas y eslóganes. Desde la izquierda transformadora pensamos que lo que vivimos desde la muerte del dictador es una sociedad marcada por diversos factores que determinan su comportamiento y sus reglas: de un lado, una sociedad tardofranquista donde perviven básicamente los mismos estamentos de poder, y de otro, una sociedad profundamente imbuida por los principios e ideales del neoliberalismo. Ambos factores son contrarios a la democracia en sí mismos. Pero vayamos por partes.

A la muerte del dictador, que lo dejaba todo «atado y bien atado» según sus propias palabras, se reinstauró la Monarquía de los Borbones, algo anacrónico y antidemocrático por definición. El Rey Juan Carlos I, hoy Rey Emérito, fue aupado al trono por obra y gracia de Franco, juró lealtad a los «Principios Generales del Movimiento» (asumiendo todas las leyes franquistas), con la bochornosa complicidad de los gobernantes de la época, como Adolfo Suárez, que llegó a reconocer en una entrevista que había «colado» la Monarquía poniendo la palabra «Rey» en los textos de la Ley para la Reforma Política, sometida a referéndum del pueblo español, ante unas encuestas que revelaban claramente que el pueblo hubiese preferido la vuelta de la República. El proceso histórico denominado de Transición consistió únicamente en un lavado de cara para simular que pasábamos de un régimen dictatorial a un régimen democrático, elaborando una Constitución que fue refrendada por el Rey en 1978, y que aunque recogía declarados avances en temas sociales, instauraba de facto el capitalismo como modelo económico. Bajo los mantras de la «concordia», «reconciliación», «convivencia», etc., todos muy deseables y altisonantes, aderezados con bellos discursos de las autoridades de la época, el pueblo fue conducido a través de un periplo que parecía desmontar el engranaje de la anterior etapa franquista, pero que en realidad dejaba a los mismos poderes fácticos que continuaran en el timón de los designios del país. La Transición fue un período de garantía continuista, nunca rupturista, donde las fuerzas políticas de la izquierda tuvieron que aceptar los nuevos moldes políticos, económicos y sociales que forjarían la nueva etapa «democrática». Y así se asentaron los pilares para lo que había de venir.

Muchos de los jerifaltes franquistas se convirtieron de un día para otro en «demócratas de toda la vida», e incluso tuvieron la desfachatez de fundar un partido político, llamado entonces «Alianza Popular», que sería el germen del Partido Popular de hoy día, que aglutina a todo el arco de la derecha política, social y mediática, desde la más suave hasta la extrema derecha, desde la más conservadora hasta la más ultraliberal. El intrincado conjunto de intereses, poderes e influencias de la etapa franquista no se desmontó, y llega hasta nuestros días. El aparato del Estado franquista siguió intacto durante un tiempo. La Constitución consagró el poder del Ejército, la influencia de la Iglesia Católica, y las reglas del mercado, es decir, el poder de los grandes banqueros, empresarios y capitalistas de la época, que también llegan hasta nuestros días a través de sus descendientes. Todo ello explica la peligrosa deriva de las fuerzas políticas que nos han gobernado desde entonces, materializadas en el clásico bipartidismo PP-PSOE, o si se quiere, poli bueno y poli malo, es decir, una derecha retrógrada, autoritaria y trasnochada, que sigue añorando y legitimando el franquismo, y una «izquierda» timorata, cobarde y traicionera, que ha engañado a la clase trabajadora que ha confiado en ella, y la ha utilizado en su provecho mientras desmontaba todas las grandes conquistas obreras, laborales y sociales. Y así, desde esa famosa Ley para la Reforma Política, pasando por los Pactos de la Moncloa de 1977, las posteriores leyes «aperturistas» de la UCD de Adolfo Suárez, las leyes «modernizadoras» del PSOE de Felipe González, las leyes del «pelotazo» de José María Aznar, las leyes de recortes y de claudicación de Rodríguez Zapatero, y las leyes de clara agresión, violentas y despiadadas del PP de Rajoy, implantadas bajo el pretexto de la crisis económica, no han hecho más que caminar en la misma dirección: desmontaje del Estado del Bienestar, disminución del tamaño del sector público, privatización de los grandes sectores económicos estratégicos, y limitaciones en los derechos fundamentales y en las libertades públicas.

Por su parte, la Ley de Amnistía de 1977 supuso una especie de «punto final» pactado y acordado entre los poderes fácticos procedentes de las estructuras de poder del franquismo, y las nuevas fuerzas políticas que intentaban construir ese nuevo contexto democrático. Al no superarse en todas sus facetas el franquismo, dicho período transicional, lejos de ser «modélico», como nos lo suelen presentar, tuvo bastantes tintes relativos a la conservación de la correlación de fuerzas provenientes del régimen anterior, es decir, de la dictadura recién acabada. Ello explica que después de estos 40 años de «democracia», aún nos queden muchas asignaturas pendientes en cuanto a la plena superación del franquismo, tales como la anulación de las sentencias y condenas de los tribunales franquistas, la exhumación de los cuerpos de las fosas comunes, el desmontaje del Valle de los Caídos, la retirada de todos los símbolos y nombres franquistas de nuestras calles y plazas, la anulación de subvenciones públicas a las fundaciones que ensalzan la figura del dictador, o el juicio a los cargos franquistas de la época aún vivos. En una palabra, después de 40 años de democracia, aún el Estado definido en aquélla Constitución de 1978 no ha ofrecido a las víctimas ni Verdad, ni Justicia ni Reparación. El famoso «consenso» político y social de la Transición impuso la ley del olvido, y a partir de ahí, los dirigentes políticos herederos de la época franquista argumentan la peligrosidad de «reabrir las heridas», para legitimar aquélla infame Ley de Amnistía, y poner broche final a aquélla negra etapa de nuestra reciente historia. Pero en cualquier sociedad auténticamente democrática que se precie, las cosas no pueden quedarse así. De hecho, en todos los países donde han existido períodos dictatoriales, se ha procedido después, en las posteriores etapas democráticas, a la implementación de procesos de reparación, justicia y dignidad para las víctimas y sus familiares.

Tras esos 40 años de «democracia», el «Estado Social» declarado en la propia Constitución se desmorona por momentos

Nuestros «40 años de democracia» sólo han consistido en pequeños cambios de apariencia, en forma y modo, en dinámica política, en cosmética y en estética de los grandes poderes fácticos que nos continúan gobernando, a pesar de que no se presentan a las elecciones. Nuestra democracia es aún recortada, limitada y encorsetada. Las grandes formaciones políticas poseen enormes complejos para aceptar los verdaderos anclajes de una democracia real, tales como la democracia participativa, la democracia decisoria, la democracia revocatoria, o la democracia económica, por citar sólo los principales. La Constitución de 1978 continúa hoy absolutamente blindada a cambios profundos, y únicamente se han gestionado pequeños cambios que obedecían a nuestra entrada en el funesto «club» de la Unión Europea, o a la garantía del pago de nuestra deuda por encima de cualquier otro gasto social, como consagra la redacción del nuevo artículo 135, a instancias del PP y del PSOE. Cuando las fuerzas políticas emergentes plantean cambios constitucionales profundos, en seguida son subliminalmente ignorados por las grandes fuerzas políticas, ancladas en el búnker y la dependencia hacia los poderes económicos que las mantienen. Desde ese punto de vista, vivimos en una democracia autocontenida en sí misma, sin posibilidades de avance y actualización, que únicamente reconoce lo que los famosos «padres» de la misma redactaron cuando gran parte de las generaciones actuales ni siquiera habían nacido. De la Constitución se hace hoy una sola lectura, interesada, parcial, limitada y unidimensional, conservadora y anclada, que no permite que podamos disfrutar de un marco constitucional que avance en la consecución y el desarrollo de muchos buenos principios que se contienen en ella. Sin ir más lejos, habría que desarrollar no sólo las características para un marco de convivencia federal, o de respecto a la plurinacionalidad del Estado, sino también recoger la plasmación de todos los derechos humanos emergentes, y desarrollarlos mediante normativas anexas que los consagraran y protegieran.

Hoy día, tras esos 40 años de «democracia», el «Estado Social» declarado en la propia Constitución se desmorona por momentos, y ya no disfrutamos de una educación verdaderamente pública, ni de una sanidad universal y gratuita, las ayudas a la dependencia están prácticamente desmanteladas, y pretenden aniquilar el sistema público de pensiones, empobreciendo gradualmente a los presentes y futuros pensionistas. Si a ello le sumamos la ausencia de redes públicas de protección social, el abaratamiento del despido, el paro galopante, la precaridad laboral, el endurecimiento de las prestaciones por desempleo, y los índices crecientes de pobreza, llegamos a la conclusión de que el llamado «Estado Social» es ya una ilusión en nuestro país. Por otra parte, la corrupción política e institucional campa a sus anchas, constituyendo nuestra decadente realidad cotidiana. Los propios mecanismos que permiten la corrupción, como una gran trama de poder, socavan permanentemente la democracia. Asímismo, el Estado de Derecho deja mucho que desear, habiéndose instalado la percepción ciudadana de que la Justicia no es igual para todos, de que cada vez está más politizada, y de que las estructuras del Poder Judicial favorecen de forma descarada a los más poderosos. El Estado de Derecho se ha convertido más bien en un Estado policial y represivo, recordándonos los viejos comportamientos de épocas anteriores de nuestra historia. La criminalización de las movilizaciones ciudadanas, así como de las legítimas protestas de los sectores más desfavorecidos, están poniendo de manifiesto que la lucha de clases se ha vuelto más cruenta que nunca. Evidentemente, los moldes democráticos se resienten con todos estos factores en su contra, que son los que precisamente determinan la potencia y autenticidad de una democracia real.

Necesitamos por tanto desarrollar un nuevo Proceso Constituyente que deje atrás la «democracia» de estos últimos cuarenta años, que vuelva a reconocer la legitimidad constituyente del pueblo, y que permita levantar y desarrollar todo el nuevo andamiaje que regule nuestra convivencia para los próximos años. Una nueva Constitución para un nuevo proyecto de país, para una nueva democracia amplia, total y completa, para una democracia real. Una democracia comprometida con los intereses de la inmensa mayoría social, hoy día secuestrados por un Estado condicionado por los espurios intereses de las grandes empresas transnacionales y de los poderes financieros. Y es que hoy día seguimos incumpliendo con total descaro leyes, convenios, tratados y normas internacionales (sobre derechos humanos, sobre torturas, sobre normativas hipotecarias, sobre memoria histórica, etc.), y aquí no pasa nada. Nos han sancionado un montón de tribunales y organismos internacionales, pero nuestros gobernantes ignoran todas sus sentencias. Y esta es la explicación de que las autoridades y las administraciones se tomen tan pocas molestias en garantizar plenamente los derechos humanos, reprochar penalmente a los culpables, e impartir justicia para las víctimas. Y a estas alturas, desgraciadamente, después de estos 40 años de «democracia», vivimos en una sociedad que aún no ha llegado a comprender que no podemos tener democracia verdadera si tenemos a gente enterrada en fosas comunes, en las cunetas, si tenemos a miles de ciudadanos/as que aún siguen buscando su identidad, si la gente es torturada impunemente en dependencias policiales, si protestar reivindicando los derechos fundamentales o la soberanía popular puede suponer multas millonarias, si la gente es detenida, procesada y encarcelada por defender las luchas y conquistas obreras, los derechos humanos, la paz o la justicia, o si no se les garantiza a las personas la satisfacción de sus necesidades básicas. No podrá existir democracia mientras las fuentes de trabajo y de vida sigan siendo potestad y propiedad de una minoría. En definitiva, no podemos afirmar que disfrutamos de un sistema democrático si aún poseemos todas estas carencias sociales.

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