«La función histórica de la socialdemocracia ha sido la de taponar las potencialidades revolucionarias».
Por Albert Camarasa
El socialismo-comunismo es un proyecto de futuro en el que los bienes y servicios que necesita la humanidad se extraen del ámbito mercantil, es decir, dejan de estar sujetos a las leyes del mercado. Lo único que regulará la producción y el consumo son las necesidades colectivas. Mediante la planificación de la economía, el socialismo-comunismo permitirá acabar con las penurias y a la vez con los despilfarros. Esta propuesta atrae a millones de trabajadores del mundo, y sabiendo eso, la socialdemocracia actúa. Cuando la producción de una mercancía en el capitalismo empieza a ser un problema perceptible para las inmensas mayorías, ellos sacan la propuesta de la regulación estatal o la creación de empresas públicas. En el mejor de los casos hablamos de una herramienta tremendamente limitada, en el peor, de un burdo engaño para que depositemos las esperanzas de solución de nuestros problemas en el Estado.
En el capitalismo las mercancías se producen y distribuyen según las leyes del mercado, independientemente de la titularidad de la empresa. Por ejemplo, hoy a los trabajadores de Correos, una empresa pública, les están apretando las tuercas para repartir paquetes de la misma forma que Amazon. Si Correos, ya sea como empresa pública o privada, quiere sobrevivir, debe hacerlo adecuándose a las condiciones de explotación que exige el mercado. Si una banca pública (que ya las ha habido y todavía las hay) quiere ganar su cuota de mercado, debe hacerlo dando préstamos e hipotecas en unas condiciones similares a las de la banca privada, y eso sólo es posible invirtiendo en los mismos espacios especulativos que la banca privada y actuando de la misma forma a la hora de desahuciar a los pobres. Cualquier empresa rentable, ya sea pública o privada, sólo lo puede ser en base al maltrato a la mayoría trabajadora.
Como última opción, la socialdemocracia nos presenta un posible sistema en el que las empresas públicas no compitan con las privadas sino que puedan producir y distribuir mercancías por debajo de los precios del mercado, asumiendo desde las arcas públicas las pérdidas necesarias para dar un servicio público. Primero de todo hay que decir que hay multitud de leyes y tratados nacionales y europeos que impiden este tipo de competencia desleal. La clase dominante lo tiene todo muy bien atado, y sus tribunales garantizan sus intereses. Segundo, debemos entender que este capitalismo es algo propio del pasado, de un momento en el que la lucha de clases obligó a los ricos a ceder parte de su pastel. ¿Para qué iban a hacerlo ahora? Sin una fuerte oposición en la calle, este discurso hoy sólo sirve para depositar la confianza del pueblo en nuestros enemigos de clase.
La herramienta de la nacionalización o la creación de empresas públicas sirve en este momento al sistema como forma de canalizar activos tóxicos, limpiarlos con el erario público y volverlos a introducir al mercado, saneados, para mayor gloria de los especuladores.
Algunos vende-humos claman contra los abusos de la banca exigiendo una banca pública, sin ruborizarse por el hecho de que el primer banco de España tenga una altísima participación accionarial del Estado. Son los mismos que piden la creación de una empresa pública de energía sin explicar que Endesa, la mayor eléctrica del país, ya es una empresa pública propiedad del Estado Italiano. Los miles de trabajadores de las fábricas de la Citroën en Vigo o de la Opel en Zaragoza son explotados en buena parte por el Estado Francés, uno de los principales accionistas del grupo PSA. Y el Fondo Noruego de Pensiones, es decir, la caja de las pensiones del Estado Noruego, tiene invertidos más de 16.000 millones en empresas españolas, entre ellas Codere, Prosegur o un 2% del Banco Santander. Todas estas empresas públicas actúan en el mercado regidas por los mismos impulsos que las empresas privadas: maximizar el beneficio de sus inversiones. La solución a nuestros problemas no es ganarle al capitalismo con sus propias reglas, es romper la baraja y construir un mundo totalmente distinto.
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