100 años del Golpe de Primo de Rivera: el capitalismo y su monarquía no eran, ni son, de fiar

Miguel Primo de Rivera era miembro de la aristocracia terrateniente, un típico «señorito andaluz». Una de sus obsesiones era la unidad de España y su odio a las ideas federales y el independentismo.

Por Francesc Tendero Egea | UyL

El 13 de septiembre de 1923, el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera impuso, con el apoyo de Alfonso XIII, una dictadura que duraría hasta enero de 1930. El pronunciamiento militar, de estilo decimonónico, liquidó el parlamentarismo turnante entre dos partidos, el conservador de Cánovas y el liberal de Sagasta, que habían acaparado el gobierno desde la Restauración monárquica en 1874.

La Restauración fue un régimen basado en el caciquismo y con dos facciones de la clase dominante sucediéndose en el gobierno. Periódicamente, se convocaban elecciones, controladas por los caciques locales, en las que siempre resultaba vencedor el partido en el gobierno; el otro se convertía en oposición y esperaba su turno. Salvo en algunas ciudades, donde había fuerzas republicanas y un PSOE recientemente creado (1879), el resultado estaba decidido de antemano. Pasado un tiempo, el rey nombraba un nuevo gobierno y se repetía el ciclo. En 44 años, de 1879 a 1923, hubo una veintena de turnos entre ambas fuerzas.

Según el historiador Manuel Tuñón de Lara [1], el régimen estaba herido de muerte y el golpe certificó la defunción de su seudoparlamentarismo, por lo que apenas tuvo oposición. Con el apoyo entusiasta de la burguesía catalana y los terratenientes andaluces, del rey y los aparatos del Estado, incluso del PSOE y la UGT, se dio un consenso efectivo, explícito o tácito, de las principales fuerzas políticas y sociales. Solo se opusieron individualidades, algún intelectual, una CNT debilitada por la represión y un PCE todavía incipiente.

La dictadura se presentó como la reacción de la patria contra sus males seculares y muchos vieron la oportunidad de eliminar la lacra caciquil. El mismo dictador se veía a sí mismo como el «cirujano de hierro» reclamado por los regeneracionistas, que abogaban por erradicar el caciquismo, y muy pronto la dictadura recurrió a él.

Miguel Primo de Rivera era miembro de la aristocracia terrateniente, un típico «señorito andaluz». En su trayectoria como capitán general en Madrid, Valencia y Barcelona, apoyó el pistolerismo patronal, ya existente en Catalunya, lo que le valió el apoyo de la burguesía catalana. Una de sus obsesiones era la unidad de España y su odio a las ideas federales y el independentismo. También era partidario de la militarización de la política, al considerar al ejército como genuino representante de la nación.

El papel de la monarquía

El rey apoyó el golpe inequívocamente. No solo no destituyó a los golpistas, sino que horas después del pronunciamiento entregó el poder a Primo de Rivera. El nuevo directorio militar, inmediatamente suspendió las garantías constitucionales, declaró el estado de guerra y destituyó a los gobernadores civiles, sustituidos por militares.

El ideario golpista coincidía con lo expresado por el monarca en un discurso en Córdoba en mayo de 1921, en que arremetió contra el régimen parlamentario de la Restauración y reclamó las responsabilidades que habían pasado de la Corona al Parlamento. Se considera que este discurso abrió las puertas al golpe incruento de dos años después, por lo que la monarquía fue promotora intelectual de la dictadura.

El contexto del golpe

Estaba muy reciente el llamado Trienio bolchevique, de 1918 a 1920, escenario de importantes luchas obreras, como la huelga de La Canadiense en Barcelona en 1919, que consiguió la jornada de 8 horas, segundo país en implantarse, tras la Rusia soviética.

La neutralidad en la I Guerra Mundial había producido fuertes beneficios empresariales, que no llegaban a la clase obrera. Además, en 1916 comenzó un proceso inflacionario con aumentos de precios de alrededor de un 20 % anual durante tres años consecutivos, mucho más de lo que subían los salarios, mientras que en el campo millones de jornaleros y agricultores pobres vivían miserablemente.

La Revolución soviética fue una esperanza, que alentó la lucha obrera en todo el mundo, pero también la reacción de la burguesía, que utilizaba los aparatos estatales para la represión, muchas veces brutal, como en la huelga general de agosto de 1917 en que hubo unos 2.000 detenidos, 200 heridos y 71 muertos.

La patronal utilizaba métodos como los cierres patronales, las listas negras, los despidos masivos y el pistolerismo, que causó más de 200 muertos, sobre todo en Barcelona. Uno de ellos, el cenetista Salvador Seguí, el «noi del sucre», dirigente de la huelga de La Canadiense. También utilizó, con la ayuda de la Iglesia, el sindicalismo amarillo, para dividir a la clase obrera.

La burguesía estaba atemorizada, especialmente la catalana y los terratenientes andaluces, por ser donde se habían producido las luchas más importantes. Este miedo también existía en Europa, donde ya se habían aplastado violentamente algunos intentos revolucionarios.

En octubre de 1922, asaltaban el poder los fascistas italianos, una masa de pequeño burgueses y elementos desclasados, pero creada y dirigida por una oligarquía que temía perder sus privilegios. La película Novecento muestra ese proceso y el papel del fascismo en la lucha de clases.

El proletariado mundial tenía un referente en la Revolución soviética, pero las burguesías tenían ahora un modelo, por lo que los partidos fascistas y las dictaduras proliferaron. Se impusieron en Rumanía, Portugal, Polonia, Yugoslavia, Austria, Bulgaria o Grecia, más o menos violentamente, pero siempre con supresión de libertades y represión de las masas populares. La más criminal, la de los nazis alemanes, triunfó mediante unas elecciones, con el apoyo de la oligarquía y los aparatos estatales. Después vino la dictadura franquista.

El carácter de estas dictaduras

Estos regímenes tenían diferencias entre sí. En general, no existía previamente un partido de masas como el fascista italiano o el NSDAP alemán, sino que los creaban desde arriba, como la Unión Patriótica en España. Tampoco contaban con líderes carismáticos a quienes se rindiese culto. Por ello, algunos analistas los califican como reaccionarios y autoritarios, no fascistas, por sus diferencias con el modelo originario.

Los comunistas nos basamos en la definición del camarada Georgi Dimitrov: «El fascismo en el poder es la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero». Lo importante, pues, no es cómo hayan accedido al poder, la personalidad de sus dirigentes o las organizaciones políticas que lasa apoyan, sino su condición de dictadura abierta y su carácter de clase. Con este criterio, cabe definir la primorriverista y demás dictaduras coetáneas como fascistas.

Enseñanzas de la Historia

Del golpe de 1923 se pueden extraer enseñanzas. Una de ellas es que, si conviene a sus intereses, el enemigo de clase puede intentar volver al fascismo. Y aun sin llegar a ello, el capitalismo, en crisis estructural, recurrirá al recorte de libertades y al aumento de la represión, como vemos actualmente.

Por otra parte, que la monarquía, que no es neutral, sino un instrumento del enemigo, no es de fiar y el actual rey, heredero del franquismo, podría emular a su bisabuelo, si lo necesita la clase a la que sirve y no lo hemos echado antes.


Notas

[1] Historia y realidad del poder.

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