Transgresión

Por Iria Bouzas

Parece que los historiadores no se ponen de acuerdo en cuál es el origen del carnaval. Para algunos viene de los sumerios, para otros es herencia de las fiestas paganas de los griegos y para otros las precursoras fueron las celebraciones que hacían los romanos.

Pese a que los estudiosos no se pongan de acuerdo en este punto, sí que están de acuerdo en que, tras la caída del Imperio Romano, quedaron como una fiesta asociada sobre todo a los países de tradición católica.

A priori puede resultar curioso y hasta llegar a parecer contradictorio que se hicieran populares y además consentidas, unas fiestas en las que se dan rienda suelta a todas las pasiones y deseos que tan diligentemente se viene encargando la Iglesia Católica de sancionar desde el principio de sus tiempos.

Pero como casi todo en la vida cuando hablamos del orden social de las cosas, tiene una explicación más que lógica en la necesidad perenne que tienen los estamentos más poderosos de la sociedad de seguir manteniéndose en el poder.

En lo que fue el germen de la Europa actual, la alta nobleza y el clero fueron capaces de visualizar sin ser conscientes de ello, un invento que vería la luz muchos siglos después: La olla exprés.

Para los poderosos el pueblo era una especie de olla exprés que estaba constantemente sometida a una enorme presión. El Tercer Estado, es decir, el pueblo llano, nacía y vivía en unas condiciones de miseria y desigualdad que iban empeorando cada vez más y más por las injusticias que sufrían por parte de aquellos que se erigían como dueños y señores de sus desgraciadas vidas.

Así que el poder, consciente de las posibles consecuencias que su maltrato podía traerles en caso de que la presión llegase a un punto en el que fuese ya insoportable, permitía con agrado que el pueblo tuviese periodos de desahogo controlado en los que diesen salida a un poco de todo aquello que les consumía para que una vez terminados esos días las estructuras pudiesen mantenerse exactamente igual.

Si el populacho sentía algo de falsa libertad durante unos días no habría problemas en mantenerlo prisionero el resto del tiempo.

Y ahora, varios siglos después, tengo mis dudas de que no estemos viviendo sin saberlo una réplica exacta de aquella situación.

Me veo rodeada de supuestos transgresores que ejercen sus supuestas transgresiones en la creencia de que los demás debemos postrarnos ante su inmensa valentía y agradecerles con incuestionables estatus de intelectualidad sus supuestos enfrentamientos con el Sistema.

¡Cuánta suposición!

Y yo, pobre desgraciada que todo se lo pregunta, comienzo a ponerme muy nerviosa.

¿Qué tiene de transgresión aquello que no conlleva el pago de un peaje terrible en forma de dolor, ostracismo, dinero o agotamiento vital?

Cómicos, periodistas, artistas, analistas, intelectuales. Todo un ejército de peculiares transgresores que tras una moderada embestida al poder se vuelven mirándonos al esto de mortales en busca de nuestra fervorosa ovación.

Y yo, pobre desgraciada que todo se lo cuestiona, no puedo dejar de pensar en una idea obsesiva que me invade habitualmente de que al poder le encantan esas cosquillas que a veces les hacen algunos porque son muy conscientes de que tienen para ellos la misma utilidad que el pitorro por donde sale el vapor para las ollas exprés.

He tenido la fortuna de conocer a algunas personas a las que creo que me sería imposible apearles el tratamiento de transgresores y todos ellos han terminado pagando unos precios insoportables por su posicionamiento.

Transgredir implica dañar y el daño que se le hace al que abusa siempre conlleva una reacción y normalmente de tipo violento.

También he conocido a algunas personas que se nombran a sí mismos como transgresores y a los que he tenido la necesidad de apearles el tratamiento por una cierta higiene mental personal.

Personas que se pasaron años peinados con la gomina intelectual de los rebeldes y que en cuanto pasó su momento de gloria, usaron esa gomina para peinarse hacia atrás imitando el peinado de los poderosos a los que presumían de haber cuestionado.

No lo critico. En absoluto. Cada ser humano debe poder decidir sus posicionamientos en libertad. Y creo que además me siento ya demasiado mayor para hacer de jueza de nadie.

Pero igual que no pretendo obligar a nadie a ser o ejercer de lo que no es, también pretendo que no me obliguen a mí a aplaudir o admirar aquello que no está hecho de verdad.

Que cada uno se sitúe intelectualmente donde quiera o donde pueda, pero que no lo hagan encima de mí cuando no procede, que como he dicho ya me siento mayor y no estoy para andar cargando pesos innecesariamente.

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