Al cabo de tres siglos de caridad, San Vicente de Paúl y cuantos seguían sus doctrinas no había llegado a suprimir la miseria ni tan siquiera a reducirla de un modo apreciable
Por Eduardo Montagut
En el año 1928, el escritor Henri Lavedan (1859-1940), que se destacó, sobre todo, por ser dramaturgo sacó un libro sobre San Vicente Paúl. El escritor, también francés, Louis Bertrand (1866-1941) publicó, al respecto, una reseña, que en España sacó El Socialista, en el número del 18 de agosto de ese año, seguramente por el contenido de la misma porque combatía la caridad y defendía la justicia social.
En la reseña después de resumir la biografía del Santo que, como sabemos, dedicó gran parte de su vida a la caridad, creando casas para atender a mendigos y vagabundos, fundando la hermandad de las hermanas de la Caridad. Para el autor de la reseña todo esto estaba muy bien y la Iglesia había hecho bien en canonizar a Vicente de Paúl, dedicado al “consuelo de los desgraciados”. Al considerar que siempre habría pobres, la caridad era necesaria y San Vicente la había organizado sistemáticamente.
Hacía un siglo que jóvenes estudiantes católicos habían fundado en París, en memoria del santo, la Conferencia de San Vicente Paúl, con el fin de socorrer a los necesitados, aunque Bertrand distinguía dos grupos de visitadores de los pobres de esta organización. Por un lado, estaban los que repartían limosna para los afligidos, pero también había un sector que lo hacía condicionalmente a que los hijos de los pobres fueran llevados a las escuelas católicas en vez de a las municipales, o que se votase a las candidaturas católicas.
Después, Bertrand se preguntaba que, aunque era bueno consolar a los desgraciados, no sería preferible combatir la miseria, impedir que naciera. Los pobres eran víctimas, y su miseria era resultado de la injusticia. Los que producían no podían contentarse con una mísera pitanza, ni llevar ropas harapientas y bastas. Eso tendría su origen, seguía discerniendo el escritor francés, en un régimen injusto que debía ser denunciado, combatido y aniquilado, dejando sitio a un orden nuevo donde el que crease la riqueza tuviera su parte en la misma, y donde no hubiera pereza ni ociosidad. Bertrand reconocía que San Vicente de Paúl había comenzado la obra, pero la miseria seguía existiendo.
Y aquí aparecía el socialismo en la reseña porque habría venido a predicar a su vez, a llamar a los desheredados de la vida, mostrándoles el camino de la injusticia de su suerte y denunciado un régimen social y económico inicuo, así como, la necesidad de ponerle fin. Consolar a los pobres estaba bien, pero poner término a la miseria era mejor. Y eso era lo que perseguía el socialismo, creando un orden social nuevo, donde el Trabajo sería ley. Y mientras tanto reclamaba leyes protectoras, seguros contra los riesgos de la vida. A la limosna que envilecía, el socialismo oponía la solidaridad humana, y la previsión organizada.
Al cabo de tres siglos de caridad, San Vicente de Paúl y cuantos seguían sus doctrinas no había llegado a suprimir la miseria ni tan siquiera a reducirla de un modo apreciable. En contraposición, en medio siglo, el socialismo, mediante su acción sobre las masas primero y sobre el poder después, había mejorado sensiblemente la situación de las clases humildes. Además, por la organización de esas clases, el socialismo trabajaba por construir una sociedad mejor, más equitativa, donde se desterrase la miseria, y donde no tuviese razón de ser la caridad.
Y terminaba la reseña con no poca ironía, al preguntarse si no llegaría un día en que la Iglesia, democratizada, no beatificaría a alguno de los socialistas del siglo XX para recompensarle su trabajo contra la miseria y la injusticia.
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