Sindicalismo en los tiempos del coronavirus

Por Francisco Javier López Martín

Justo antes de que se desencadenase la tempestad del coronavirus leí un artículo cuestionando la labor de los sindicatos, su poca influencia en los tiempos que corren, su poca utilidad. Pensé escribir algo sobre el tema, pero llegó el estado de alerta y la atención de todas y todos se volcó en lo que inevitablemente es el problema principal que ocupa nuestra cuarentena.

Sin embargo es precisamente en momentos como estos que nos toca vivir cuando se ve la necesidad de contar con gobiernos, instituciones y organizaciones sociales que vertebren a la sociedad y la defiendan, entre ellas los sindicatos. Los detractores del sindicalismo se fijan en las bajas tasas de afiliación en España, y las sitúan en torno al 14% de los trabajadores y trabajadoras. En los países desarrollados de la OCDE dicen que la media es algo más alta, con una afiliación en torno al 16%. Otro argumento que añaden es el de que los países nórdicos se mueven entre el 65 y el 90% de afiliación.

Cada cual utiliza los datos y saca las conclusiones como le viene en gana, atendiendo a sus intereses y obsesiones, más que a los propios datos. La verdad es que hay diferentes modelos sindicales, dependiendo del país, el continente, la región, en función de los modelos productivos y la historia de cada cual.

Hay países europeos en los que cobrar el paro, la pensión, o los derechos que tienes en la empresa, dependen de que estés afiliado a un sindicato. El sindicato asume la gestión de tu formación, tu contratación, tu prestación económica cuando pierdes el empleo, tu salario, tu jornada de trabajo, tus complementos y tus derechos laborales.

Son sindicatos que vienen de la época de la construcción del Estado del Bienestar, tras la última Guerra Mundial. Nosotros, sin embargo, no comenzamos a pertenecer a Europa hasta cuarenta años después, en 1985. El final de la dictadura acabó con el Sindicato Vertical franquista. Los sindicatos fueron los costaleros de la democracia, como le gusta recordar a Nicolás Sartorius, uno de aquellos sindicalistas de las CCOO que salió de las cárceles franquistas, para afrontar el nuevo reto de la libertad sindical. Los trabajadores y el sindicalismo español partieron hacia la democracia haciendo un esfuerzo de contención de sus reivindicaciones acumuladas, porque eso y no otra cosa fueron los Pactos políticos de la Moncloa.

La Huelga General del 14-D en 1988 fue un aldabonazo sindical dirigido a la clase política y empresarial. Consolidada la democracia los trabajadores queríamos vernos reconocidos y participar en la toma de decisiones que nos afectaban y lo conseguimos en parte, pero hay que observar que este pie en pared se produjo cuando las tendencias ultraliberales en Gran Bretaña y Estados Unidos están ya destrozando el Estado del Bienestar. Pronto llegó el Aznarismo, luego el charco de ranas de Aguirre en Madrid, con sucursales por todos los  rincones de España. La crisis iniciada en 2008 hizo el resto.

Nuestro modelo sindical es distinto al de otros lugares, tardío en Europa y marcado por nuestra historia, pero no por ello es mejor ni peor. Vivimos en un país con 1.900.000 empresas sin trabajadores y más de 1.200.000 con menos de 6 trabajadores. El número de empresas de entre 6 y 9 trabajadores  es de unas 130.000. En ninguna de estas últimas hay obligación de realizar procesos de elecciones sindicales.

Nos quedarían unas 150.000 empresas de más de 10 trabajadores y de ellas sólo 25.000 cuentan con más de 50 trabajadores. En estas empresas los sindicatos españoles organizan elecciones sindicales y eligen cerca de 270.000 representantes sindicales. Casi el 70% pertenecen a CC.OO. y UGT. Además los sindicatos, en función de su representatividad, negocian miles de convenios colectivos sectoriales y de empresa para todos los trabajadores, independientemente de que estén afiliados, o no.

En cuanto al número de trabajadores y trabajadoras afiliados a los sindicatos rozan los 3 millones. No son cifras banales. Es cierto que los retos pasados y presentes son muchos. Las privatizaciones y los recortes han dejado sistemas públicos como el sanitario (pero también otros sistemas como el educativo, o los servicios sociales) a los pies de los caballos.

Las reformas provocadas por la crisis han recortado derechos laborales y de negociación colectiva, alejando a los sindicatos de la negociación y dejando importantes decisiones laborales en manos exclusivas, a libre disposición, de los empresarios. Se han devaluado los convenios sectoriales y se han primado los de empresa. Las contrataciones se han precarizado, la estabilidad ha desaparecido del horizonte en la vida y el trabajo de demasiada gente.

Hay retos nuevos vinculados a cambios en las profesiones, o en las formas de trabajo que conllevan nuevas formas de relación laboral, pensemos en los riders, o en los trabajadores de plataformas. Todos estos retos son importantes, pero los sindicatos van camino de afrontarlos, fortalecer la negociación colectiva y organizar esos nuevos sectores.

Pero, ha bastado esta invasión viral y no virtual, para demostrar que cada lucha que han protagonizado los sindicatos ha tenido sentido. Cada batalla por defender la sanidad pública, la educación pública, los servicios sociales, las pensiones. Cada lucha por defender los puestos de trabajo y la calidad del empleo.

La fuerza de los trabajadores organizados hace posible que se aprueben medidas para proteger el empleo en una situación dramática como la que estamos viviendo, que se refuerce la protección por desempleo, que se transformen despidos en expedientes de regulación temporal de empleo.

Allí donde hay sindicato, cada trabajador o trabajadora sabe que hay alguien dispuesto a defender sus problemas. Por eso hubo sindicatos, los sigue habiendo y, cuando no los haya, los trabajadores y las trabajadoras se organizarán de nuevo y formarán una comisión obrera, un sindicato.

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